BOSTON – En la actualidad, uno de los debates más encendidos de la comunidad médica se centra en la realización de pruebas de detección del cáncer, cuyos beneficios parecen más que debatibles. Es cierto que muchos creen que es lógico que la detección temprana dé a los pacientes algo de ventaja en la lucha contra la enfermedad, pero no siempre la evidencia apoya este supuesto. Un ejemplo importante es el cáncer de próstata.
Las pruebas de detección implican la toma de muestras a gran cantidad de personas de determinadas edad y género, con independencia de su historial familiar o salud personal, para identificar si padecen la enfermedad. Para que sean eficaces deben identificar con rapidez la enfermedad en cuestión, y el tratamiento que se aplique debe generar algún beneficio que se pueda medir. En otras palabras quienes se hayan sometido a ellas deben resultar beneficiados frente a quienes no lo hayan hecho.
Para algunos problemas de salud, como el colesterol alto, las pruebas de detección son un método eficaz: una simple muestra de sangre mide las cantidades de colesterol bueno y malo, facilitando la detección de enfermedades cardiovasculares que pudieran llegar a causar ataques o paros cardíacos. Quienes se someten a las pruebas, el diagnóstico y el tratamiento presentan menores índices de tales incidencias.
También para las pruebas de detección del cáncer de próstata es necesaria una prueba de sangre, el Antígeno Prostático Específico (APE). Si son elevados, los niveles de APE sugieren la presencia de cáncer de próstata, incluso si no se detectan anormalidades físicas, tras lo que se debe realizar una biopsia de tejido. De ser positivo, el diagnóstico llevará a un tratamiento con cirugía o radiación a través del que se pueda lograr la sanación del paciente.
Quienes apoyan las pruebas de detección argumentan que ayudan a detectar y tratar el cáncer más tempranamente y que son más altas las probabilidades de que se llegue a una cura. Además, al menos los pacientes jóvenes pueden soportar mejor los efectos secundarios del tratamiento. Plantean también que la reducción que se ha visto en las últimas dos décadas en la incidencia general de fallecimientos por cáncer de próstata refleja la aplicación cada vez más generalizada de las pruebas de APE y, de hecho, proponen el fortalecimiento de los programas de detección.
Sin embargo, sus beneficios no son tan claros como plantean sus partidarios. No hay duda de que puede ser deseable considerar aplicar las pruebas a grupos masculinos de riesgo. Por ejemplo, quienes tienen un historial familiar de cáncer de próstata, hombres estadounidenses de raza negra u hombres con agrandamiento de la glándula prostática que hayan recibido tratamiento con inhibidores de la 5 alfa reductasa (que, de no arrojar menores niveles de APE, podrían reflejar un mayor riesgo de desarrollar cáncer de próstata).
No obstante, para la mayoría de los hombres en buen estado de salud, el Comité de Servicios Preventivos de los Estados Unidos (United States Preventive Services Task Force, USPSTF), un grupo independiente de gran influencia compuesto por expertos en prevención y atención primaria, ha manifestado públicamente su opinión contraria a la masificación de las pruebas de APE. Varios ensayos clínicos bien gestionados, aleatorios y de largo plazo sobre seres humanos han demostrado que casi no existen beneficios de mayor supervivencia para quienes se han sometido a pruebas de detección y han recibido diagnóstico y tratamiento, en comparación con quienes nunca lo han hecho.
De los estudios citados por el USPSTF, uno (realizado en Europa) demostró beneficios menores en un subgrupo de hombres, sin mejoras significativas de su calidad de vida. Otro, realizado en los Estados Unidos, no mostró evidencia alguna de que la detección APE mejore la supervivencia al cáncer de próstata. Además, un estudio reciente que comparó los resultados de pacientes cuya próstata fue extraída y tras ello solamente se mantuvieron en observación no encontró diferencias entre los índices de supervivencia de ambos grupos.
Puesto que la edad promedio de diagnóstico es 71 a 73 años, es probable que en todo caso estos pacientes fallezcan por causas diferentes al cáncer de próstata. Y no hay evidencias creíbles de que el cáncer de próstata de bajo grado se vaya transformando de manera uniforme en cánceres de mayor grado, por lo que no es esencial el tratamiento temprano.
Más aún, a menudo el tratamiento del cáncer conlleva serios efectos secundarios (como incontinencia urinaria, problemas de erección y, en quienes se someten a radiación, inflamación del recto inferior o la vejiga, así como efectos de los que se conocen cifras inferiores a las reales, como la incontinencia fecal) que pueden afectar negativamente la calidad de vida de los pacientes. Puesto que muchos de los quienes reciban el diagnóstico por las pruebas APE nunca desarrollarían esos síntomas, se hace difícil justificar que tengan que verse obligados a sufrirlos.
Aún así, muchos se rehúsan a abandonar la realización masiva de pruebas de detección. Ante ello, la mejor manera de responder a la consecuencia más seria de su aplicación en exceso -el tratamiento prematuro y demasiado invasivo- podría ser la creación de programas de vigilancia activa.
En ellos, el tratamiento se retrasa para los pacientes cuyos niveles de APE en las biopsias sean indicativos de que padecen cáncer de próstata. En su lugar, se los somete a un estrecho monitoreo con diferentes pruebas de seguimiento. Solamente cuando los índices señalen que el cáncer se está volviendo peligroso se inicia el tratamiento. Si bien este enfoque todavía se encuentra en estudio, hasta ahora los resultados parecen prometedores: los hombres que participan de programas de vigilancia activa tienen 14 veces más probabilidades de fallecer por causas no relacionadas con el cáncer de próstata.
A medida que la evidencia va quitando credibilidad a la realización generalizada de detección por APE, se hace urgente la necesidad de una nueva prueba de detección o marcador biológico que pueda ayudar a distinguir claramente entre cánceres de próstata potencialmente mortales y formas menos peligrosas. De manera similar, resulta crucial desarrollar tratamientos menos riesgosos.
La implementación de programas de vigilancia activa es una perspectiva estimulante para reducir las consecuencias negativas de las pruebas de detección por APE. Sin embargo, a menos que se mejore mucho su aplicación, es improbable que estas sirvan de mucha ayuda y, de hecho, pueden llegar a causar graves perjuicios.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
BOSTON – En la actualidad, uno de los debates más encendidos de la comunidad médica se centra en la realización de pruebas de detección del cáncer, cuyos beneficios parecen más que debatibles. Es cierto que muchos creen que es lógico que la detección temprana dé a los pacientes algo de ventaja en la lucha contra la enfermedad, pero no siempre la evidencia apoya este supuesto. Un ejemplo importante es el cáncer de próstata.
Las pruebas de detección implican la toma de muestras a gran cantidad de personas de determinadas edad y género, con independencia de su historial familiar o salud personal, para identificar si padecen la enfermedad. Para que sean eficaces deben identificar con rapidez la enfermedad en cuestión, y el tratamiento que se aplique debe generar algún beneficio que se pueda medir. En otras palabras quienes se hayan sometido a ellas deben resultar beneficiados frente a quienes no lo hayan hecho.
Para algunos problemas de salud, como el colesterol alto, las pruebas de detección son un método eficaz: una simple muestra de sangre mide las cantidades de colesterol bueno y malo, facilitando la detección de enfermedades cardiovasculares que pudieran llegar a causar ataques o paros cardíacos. Quienes se someten a las pruebas, el diagnóstico y el tratamiento presentan menores índices de tales incidencias.
También para las pruebas de detección del cáncer de próstata es necesaria una prueba de sangre, el Antígeno Prostático Específico (APE). Si son elevados, los niveles de APE sugieren la presencia de cáncer de próstata, incluso si no se detectan anormalidades físicas, tras lo que se debe realizar una biopsia de tejido. De ser positivo, el diagnóstico llevará a un tratamiento con cirugía o radiación a través del que se pueda lograr la sanación del paciente.
Quienes apoyan las pruebas de detección argumentan que ayudan a detectar y tratar el cáncer más tempranamente y que son más altas las probabilidades de que se llegue a una cura. Además, al menos los pacientes jóvenes pueden soportar mejor los efectos secundarios del tratamiento. Plantean también que la reducción que se ha visto en las últimas dos décadas en la incidencia general de fallecimientos por cáncer de próstata refleja la aplicación cada vez más generalizada de las pruebas de APE y, de hecho, proponen el fortalecimiento de los programas de detección.
Sin embargo, sus beneficios no son tan claros como plantean sus partidarios. No hay duda de que puede ser deseable considerar aplicar las pruebas a grupos masculinos de riesgo. Por ejemplo, quienes tienen un historial familiar de cáncer de próstata, hombres estadounidenses de raza negra u hombres con agrandamiento de la glándula prostática que hayan recibido tratamiento con inhibidores de la 5 alfa reductasa (que, de no arrojar menores niveles de APE, podrían reflejar un mayor riesgo de desarrollar cáncer de próstata).
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No obstante, para la mayoría de los hombres en buen estado de salud, el Comité de Servicios Preventivos de los Estados Unidos (United States Preventive Services Task Force, USPSTF), un grupo independiente de gran influencia compuesto por expertos en prevención y atención primaria, ha manifestado públicamente su opinión contraria a la masificación de las pruebas de APE. Varios ensayos clínicos bien gestionados, aleatorios y de largo plazo sobre seres humanos han demostrado que casi no existen beneficios de mayor supervivencia para quienes se han sometido a pruebas de detección y han recibido diagnóstico y tratamiento, en comparación con quienes nunca lo han hecho.
De los estudios citados por el USPSTF, uno (realizado en Europa) demostró beneficios menores en un subgrupo de hombres, sin mejoras significativas de su calidad de vida. Otro, realizado en los Estados Unidos, no mostró evidencia alguna de que la detección APE mejore la supervivencia al cáncer de próstata. Además, un estudio reciente que comparó los resultados de pacientes cuya próstata fue extraída y tras ello solamente se mantuvieron en observación no encontró diferencias entre los índices de supervivencia de ambos grupos.
Puesto que la edad promedio de diagnóstico es 71 a 73 años, es probable que en todo caso estos pacientes fallezcan por causas diferentes al cáncer de próstata. Y no hay evidencias creíbles de que el cáncer de próstata de bajo grado se vaya transformando de manera uniforme en cánceres de mayor grado, por lo que no es esencial el tratamiento temprano.
Más aún, a menudo el tratamiento del cáncer conlleva serios efectos secundarios (como incontinencia urinaria, problemas de erección y, en quienes se someten a radiación, inflamación del recto inferior o la vejiga, así como efectos de los que se conocen cifras inferiores a las reales, como la incontinencia fecal) que pueden afectar negativamente la calidad de vida de los pacientes. Puesto que muchos de los quienes reciban el diagnóstico por las pruebas APE nunca desarrollarían esos síntomas, se hace difícil justificar que tengan que verse obligados a sufrirlos.
Aún así, muchos se rehúsan a abandonar la realización masiva de pruebas de detección. Ante ello, la mejor manera de responder a la consecuencia más seria de su aplicación en exceso -el tratamiento prematuro y demasiado invasivo- podría ser la creación de programas de vigilancia activa.
En ellos, el tratamiento se retrasa para los pacientes cuyos niveles de APE en las biopsias sean indicativos de que padecen cáncer de próstata. En su lugar, se los somete a un estrecho monitoreo con diferentes pruebas de seguimiento. Solamente cuando los índices señalen que el cáncer se está volviendo peligroso se inicia el tratamiento. Si bien este enfoque todavía se encuentra en estudio, hasta ahora los resultados parecen prometedores: los hombres que participan de programas de vigilancia activa tienen 14 veces más probabilidades de fallecer por causas no relacionadas con el cáncer de próstata.
A medida que la evidencia va quitando credibilidad a la realización generalizada de detección por APE, se hace urgente la necesidad de una nueva prueba de detección o marcador biológico que pueda ayudar a distinguir claramente entre cánceres de próstata potencialmente mortales y formas menos peligrosas. De manera similar, resulta crucial desarrollar tratamientos menos riesgosos.
La implementación de programas de vigilancia activa es una perspectiva estimulante para reducir las consecuencias negativas de las pruebas de detección por APE. Sin embargo, a menos que se mejore mucho su aplicación, es improbable que estas sirvan de mucha ayuda y, de hecho, pueden llegar a causar graves perjuicios.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen