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¿Puede el capitalismo derrotar al cambio climático?

LONDRES – Quienes visitaron Londres en Pascua encontraron algunas calles y edificios ocupados por activistas del movimiento “Rebelión contra la Extinción”, que alertan contra una catástrofe climática y rechazan “un sistema capitalista fracasado”. En tanto, los observadores de los bancos centrales han visto a los gobernadores del Banco de Inglaterra y de la Banque de France advertir que los riesgos relacionados con el clima son una amenaza a las ganancias de las empresas y a la estabilidad financiera.

Ambas intervenciones ponen de manifiesto la gravedad del problema climático que enfrenta el mundo. Pero para resolverlo no bastarán advertencias; es necesario que los gobiernos fijen metas ambiciosas pero realistas para anular las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero, complementadas con políticas que garanticen el logro de esas metas. Todas las economías desarrolladas deberían fijarse como objetivo legalmente definido llegar a una emisión neta de CO2 igual a cero en 2050.

La declaración de los banqueros centrales, sumada a normas que exigen una mayor divulgación de los riesgos que enfrentan las empresas en relación con el cambio climático, generó en algunos ámbitos esperanzas de que sea posible una solución basada en el libre mercado. Ahora que el abaratamiento de las energías renovables pone a las empresas gaspetroleras ante el riesgo de quedar con “activos inmovilizados” causantes de pérdidas, se supone que los inversores que estén bien informados deberían retirar fondos de aquellas compañías que sigan buscando nuevas reservas de hidrocarburos o de las automotrices que sigan comprometidas con la fabricación de grandes vehículos utilitarios con alto consumo de combustible.

Pero hay un límite a lo que puede lograrse con mejoras en la divulgación de información y más previsión. El mismo dinamismo capitalista que abarata las energías renovables también está reduciendo enormemente los costos de la producción de gas de esquisto, y es posible que los combustibles fósiles sigan siendo la opción más barata para algunas aplicaciones, a menos que los gobiernos fijen impuestos a las emisiones o regulaciones favorables al uso de tecnologías menos contaminantes. Si la implementación de esas medidas se demora demasiado, un inversor previsor y a la vez cínico podría obtener rentabilidad de proyectos que nos acercarán a una catástrofe climática. Los activistas de la Rebelión contra la Extinción no se equivocan al afirmar que el capitalismo no puede resolver este problema por sí solo, por más perfecto que sea el régimen de divulgación de información financiera.

La alternativa que proponen es un compromiso público de llegar a un nivel de emisión neta igual a cero en 2025. Pero esta meta supone un enorme perjuicio a los niveles de vida, que pone en peligro el apoyo de la población a acciones menos extremas pero aun así eficaces. El Reino Unido tendría que retirar la calefacción central a gas de unos 20 millones de hogares, y sería casi imposible construir plantas de generación eólica y solar lo suficientemente rápido para suministrar una cantidad equivalente de energía en la forma de electricidad. La anulación total de las emisiones también implica el abandono de los autos gasolineros o diésel, algo que para los residentes urbanos tal vez no sea difícil; pero pasarse al auto eléctrico antes de 2025 será imposible para quienes viven en áreas rurales y pueblos pequeños, en vista de las previsiones de costos y autonomía de estos autos. Como han mostrado los “chalecos amarillos” en Francia, los que se oponen a una transición energética acelerada también pueden ocupar calles. De modo que un traspaso ordenado a una economía descarbonizada llevará tiempo.

¿Cuánto tiempo tenemos? Los mejores datos científicos disponibles, presentados en el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, indican que el objetivo debe ser limitar el calentamiento global a no más de 1,5 °C por encima de los niveles preindustriales. Eso implica llegar a una emisión global de CO2 igual a cero en 2050 o no mucho después.

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Para eso serán necesarias grandes inversiones en nuevas fuentes de energía y una mejora de la eficiencia energética. Pero es técnicamente factible, como plantea el reciente informe “Mission Possible” de la Energy Transitions Commission. Fijando un plazo de 30 años, en vez de cinco, y mucho antes en las economías desarrolladas, podemos avanzar hacia un mundo sin vehículos gasolineros o diésel. Y podemos descarbonizar la producción de acero y cemento, el transporte marítimo y la aviación, y lograr el enorme aumento de la producción descarbonizada de electricidad necesario para compatibilizar una mejora de los niveles de vida en los países en desarrollo con la sostenibilidad del planeta.

El costo económico agregado de esta transición será pequeño y, en algunos sectores, insignificante. Si en 2040 o 2050 usamos acero de producción limpia para la fabricación de autos, el incremento previsible en los costos de producción y los precios será menor a 1%. Pero todavía se necesita conseguir el apoyo de la gente a ciertos aumentos de costos y cambios conductuales. Es probable que la descarbonización de la aviación la encarezca considerablemente (tal vez un 10 o 20%); y todavía no existe un modo garantizado de anular por completo las emisiones procedentes de la agricultura sin una gran reducción del consumo de carnes rojas.

Para acelerar el avance hacia un nivel de emisión neta global igual a cero, los países deben fijar metas legalmente vinculantes. La Ley sobre el Cambio Climático aprobada en 2008 en el RU demanda una reducción del 80% respecto de los niveles de 1990 de aquí a 2050; y las cinco metas anuales intermedias fijadas en ese país por el Comité sobre el Cambio Climático (CCC) generaron grandes avances: en 2017 se llegó a una reducción de emisiones superior al 40% (contra un 28% en Alemania) y la intensidad de carbono de la generación de electricidad se redujo un 60% en los últimos diez años.

Pero en el área del transporte vial el progreso ha sido más lento, debido a políticas públicas inadecuadas y a presiones de la industria para diluir las regulaciones de la Unión Europea. Además, los últimos datos científicos indican que una reducción del 80% no es suficiente.

Pero el enorme abaratamiento de las baterías y de las energías renovables permite acelerar el avance por menor costo. Por eso el 2 de mayo, el CCC del RU recomendará un importante ajuste de la meta, que debería exigir (y probablemente lo haga) un nivel nulo de emisiones en 2050. Lo crucial aquí es que cero tiene que ser cero; es decir que el RU debe lograr que su economía funcione con un nivel de emisión realmente nulo, en vez de comprar “compensaciones de emisiones” a otros países.

Es necesario que todas las economías desarrolladas se comprometan ya con ese objetivo de emisión nula en 2050, y antes de eso en el caso de aquellos países que tienen la ventaja de una abundante provisión de energía hídrica, eólica o solar. También debe hacerlo China, que pretende ser (y ciertamente será) una economía de altos ingresos totalmente desarrollada en 2049. Fijar por la vía legislativa metas finales e intermedias claras impulsará acciones más decididas; una vez definido el objetivo, el debate político podrá concentrarse en la determinación de las medidas concretas para lograrlo.

Y en cuanto los inversores sepan que la meta no negociable es la descarbonización total en 2050, abandonarán a cualquier empresa cuyos planes no sean compatibles con ese objetivo. Sólo metas claras pueden transformar el interés propio racional para que en vez de una fuerza potencialmente catastrófica sea un potente motor de cambio para el bien.

Traducción: Esteban Flamini

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