HAMBURGO – En noviembre del año pasado el mundo celebró la noticia de que tres vacunas contra la COVID-19 basadas en genes —una desarrollada por la empresa de biotecnología alemana BioNTech en colaboración con Pfizer, otra, por la empresa de biotecnología con sede en EE. UU. Moderna, y una tercera, por la Universidad de Oxford y AstraZeneca— habían resultado eficaces en los ensayos clínicos. Pero en octubre los investigadores revelaron que las mutaciones no deseadas generadas por la herramienta de edición genética CRISPR-Cas9 —cuando se la usó para reparar un gen que produce ceguera en las primeras etapas del desarrollo del embrión humano— con frecuencia eliminaban un cromosoma completo o gran parte de él.
HAMBURGO – En noviembre del año pasado el mundo celebró la noticia de que tres vacunas contra la COVID-19 basadas en genes —una desarrollada por la empresa de biotecnología alemana BioNTech en colaboración con Pfizer, otra, por la empresa de biotecnología con sede en EE. UU. Moderna, y una tercera, por la Universidad de Oxford y AstraZeneca— habían resultado eficaces en los ensayos clínicos. Pero en octubre los investigadores revelaron que las mutaciones no deseadas generadas por la herramienta de edición genética CRISPR-Cas9 —cuando se la usó para reparar un gen que produce ceguera en las primeras etapas del desarrollo del embrión humano— con frecuencia eliminaban un cromosoma completo o gran parte de él.