DENVER – La paciencia puede ser una virtud, pero no necesariamente cuando se trata de la política exterior estadounidense.
Consideremos "la larga guerra", un concepto contundente adoptado hace unos años para describir la lucha continua contra el terrorismo, el progreso a regañadientes que se podría alcanzar en términos realistas y la enorme carga financiera que esto impondría en los años venideros. También fue un reconocimiento de realpolitik de los obstáculos que se podían encontrar en el camino (el "arduo camino por delante", según el entonces secretario de Defensa Donald Rumsfeld).
Sobre todo, el término fue un esfuerzo por comunicarles a los norteamericanos, acostumbrados a librar una guerra con rapidez y determinación (e insistentes al respecto desde Vietnam), el sacrificio y compromiso a largo plazo necesarios para ganar una guerra de supervivencia. Sus defensores también entendían que la guerra no estaría limitada a las armas, sino que debería ser un esfuerzo sostenido que involucrara, según sus propias palabras, a "todo el gobierno" y en el que las agencias civiles estuvieran al servicio de objetivos militares -o paramilitares.
Por más desalentador que fuera el esfuerzo, sus partidarios daban por sentado que estaría respaldado por un consenso político sostenible. Después de todo, Estados Unidos había sido atacado.
Hoy, ese consenso se está deshilachando conforme los políticos estadounidenses batallan con un presupuesto federal que se está convirtiendo en sí mismo en una larga guerra -con sus propias bajas-. Las líneas de batalla en esta lucha sugieren que existe escaso acuerdo entre las elites políticas respecto de cualquier gasto, mucho menos una larga guerra con compromisos vastos.
En consecuencia, a cada momento se están cuestionando suposiciones elementales. Por cierto, la actual guerra presupuestaria parece responder a antiguas divisiones sobre la visión que Estados Unidos tiene de sí mismo y del mundo. El resultado dista de ser seguro, pero incluso el aislacionismo, una enfermedad norteamericana perenne, parece estar de regreso.
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El aislacionismo es un estribillo familiar en la política exterior estadounidense entre aquellos elementos de la derecha que consideran que Estados Unidos es demasiado bueno para el mundo, así como entre aquellos de la izquierda que consideran que Estados Unidos es una fuerza global destructiva. Pero esta vez, quizá como nunca antes, un impulso aislacionista bipartidario tiene como fuerza motriz el presupuesto.
La crisis fiscal de Estados Unidos es profunda, y no tiene que ver sencillamente con números. Tal como sugieren las emociones hoy en Washington, la aversión a los aumentos impositivos es mucho más profunda que la preocupación por su efecto en el desempeño económico y el crecimiento laboral actuales. En parte, representa una visión fundamental -algunos dirían fundamentalista- de que los impuestos son al gobierno lo que una botella de whisky es a un alcohólico. El gobierno, como nos dijo Ronald Reagan, es el problema, no la solución.
Ese mensaje es una mala noticia para la diplomacia estadounidense. El vínculo entre la falta de voluntad de los políticos para financiar programas domésticos y el compromiso en peligro con "la larga guerra" podría escapársele a aquellos en los círculos de la política exterior de Estados Unidos, pero no al resto del país. Las encuestas de opinión sugieren que los norteamericanos quieren mantener muchos de los programas domésticos "discrecionales" -escuelas, hospitales, infraestructura de transporte, parques recreativos, etc.- que hoy están a punto de ser rebanados en las negociaciones presupuestarias.
En lugares como el rural condado El Paso, en las llanuras del este de Colorado, lejos del epicentro del debate presupuestario federal, los recortes del gasto están a la orden del día. Los distritos escolares están aumentando el tamaño de las aulas mientras despiden maestros, difieren proyectos de mantenimiento y recortan el servicio de ómnibus escolares. Esos recortes tienen un impacto muy real e inmediato en los residentes del condado El Paso. ¿Se puede esperar, verdaderamente, que ellos y otros norteamericanos que están perdiendo servicios vitales se sobrepongan a todo esto y respalden la construcción de nuevas escuelas en Afganistán?
No sólo las escuelas públicas de Estados Unidos están empezando a parecer de segunda categoría, sino también su infraestructura, que durante mucho tiempo había sido un motivo de orgullo nacional. ¿Cuántos viajeros hoy en día pueden no percibir la diferencia entre los aeropuertos nuevos y eficientes de Asia y las antigüedades vetustas y atascadas en algunas de las ciudades más importantes de Estados Unidos?
La guerra presupuestaria no está generando ningún consenso en cuanto a reparar la infraestructura de Estados Unidos, pero sí está empezando a forjar la idea de que Afganistán y Pakistán están lejos de ser los principales intereses nacionales de Estados Unidos. ¿Por qué, pregunta la gente, las escuelas y caminos en Afganistán e Irak son más importantes que los de Colorado o California? En un momento en 2008, el ejército norteamericano asumió el costo de transportar un tigre para el zoológico de Bagdad. ¿Cuándo fue la última vez que el gobierno de Estados Unidos hizo lo mismo para un zoológico estadounidense (fuera de Washington, por supuesto)?
La manera en que se desarrolle este debate tendrá consecuencias profundas en el modo en que Estados Unidos se desenvuelva en el mundo. Pero también podría afectar la manera en que el mundo reaccione ante el producto de exportación de más rápido crecimiento de Estados Unidos: el consejo no solicitado.
Los países aceptan el consejo de otros por muchas razones. A veces respetan la sabiduría y el entendimiento de quien aconseja (algo bastante raro en la diplomacia). O pueden temer las consecuencias de no aceptar el consejo (un ofrecimiento que no se puede rechazar, por decirlo así). O, como sucede en muchas de las transacciones diplomáticas de Estados Unidos, aceptar el consejo podría abrir el camino a una mejor relación y a una mayor asistencia. En resumen, la diplomacia -y la diplomacia estadounidense en particular- suele involucrar dinero.
Ahora bien, ¿qué sucede si no hay dinero para ofrecer? ¿Qué pasa si los norteamericanos, cansados de los recortes presupuestarios en sus vecindarios, se niegan a respaldar fondos incluso para "la larga guerra"? En ese momento, los altos funcionarios estadounidenses bien podrían llegar a un país, ofrecer consejo y descubrir que nadie se preocupa por escucharlos.
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At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
ask Project Syndicate contributors to select the books that resonated with them the most over the past year.
DENVER – La paciencia puede ser una virtud, pero no necesariamente cuando se trata de la política exterior estadounidense.
Consideremos "la larga guerra", un concepto contundente adoptado hace unos años para describir la lucha continua contra el terrorismo, el progreso a regañadientes que se podría alcanzar en términos realistas y la enorme carga financiera que esto impondría en los años venideros. También fue un reconocimiento de realpolitik de los obstáculos que se podían encontrar en el camino (el "arduo camino por delante", según el entonces secretario de Defensa Donald Rumsfeld).
Sobre todo, el término fue un esfuerzo por comunicarles a los norteamericanos, acostumbrados a librar una guerra con rapidez y determinación (e insistentes al respecto desde Vietnam), el sacrificio y compromiso a largo plazo necesarios para ganar una guerra de supervivencia. Sus defensores también entendían que la guerra no estaría limitada a las armas, sino que debería ser un esfuerzo sostenido que involucrara, según sus propias palabras, a "todo el gobierno" y en el que las agencias civiles estuvieran al servicio de objetivos militares -o paramilitares.
Por más desalentador que fuera el esfuerzo, sus partidarios daban por sentado que estaría respaldado por un consenso político sostenible. Después de todo, Estados Unidos había sido atacado.
Hoy, ese consenso se está deshilachando conforme los políticos estadounidenses batallan con un presupuesto federal que se está convirtiendo en sí mismo en una larga guerra -con sus propias bajas-. Las líneas de batalla en esta lucha sugieren que existe escaso acuerdo entre las elites políticas respecto de cualquier gasto, mucho menos una larga guerra con compromisos vastos.
En consecuencia, a cada momento se están cuestionando suposiciones elementales. Por cierto, la actual guerra presupuestaria parece responder a antiguas divisiones sobre la visión que Estados Unidos tiene de sí mismo y del mundo. El resultado dista de ser seguro, pero incluso el aislacionismo, una enfermedad norteamericana perenne, parece estar de regreso.
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El aislacionismo es un estribillo familiar en la política exterior estadounidense entre aquellos elementos de la derecha que consideran que Estados Unidos es demasiado bueno para el mundo, así como entre aquellos de la izquierda que consideran que Estados Unidos es una fuerza global destructiva. Pero esta vez, quizá como nunca antes, un impulso aislacionista bipartidario tiene como fuerza motriz el presupuesto.
La crisis fiscal de Estados Unidos es profunda, y no tiene que ver sencillamente con números. Tal como sugieren las emociones hoy en Washington, la aversión a los aumentos impositivos es mucho más profunda que la preocupación por su efecto en el desempeño económico y el crecimiento laboral actuales. En parte, representa una visión fundamental -algunos dirían fundamentalista- de que los impuestos son al gobierno lo que una botella de whisky es a un alcohólico. El gobierno, como nos dijo Ronald Reagan, es el problema, no la solución.
Ese mensaje es una mala noticia para la diplomacia estadounidense. El vínculo entre la falta de voluntad de los políticos para financiar programas domésticos y el compromiso en peligro con "la larga guerra" podría escapársele a aquellos en los círculos de la política exterior de Estados Unidos, pero no al resto del país. Las encuestas de opinión sugieren que los norteamericanos quieren mantener muchos de los programas domésticos "discrecionales" -escuelas, hospitales, infraestructura de transporte, parques recreativos, etc.- que hoy están a punto de ser rebanados en las negociaciones presupuestarias.
En lugares como el rural condado El Paso, en las llanuras del este de Colorado, lejos del epicentro del debate presupuestario federal, los recortes del gasto están a la orden del día. Los distritos escolares están aumentando el tamaño de las aulas mientras despiden maestros, difieren proyectos de mantenimiento y recortan el servicio de ómnibus escolares. Esos recortes tienen un impacto muy real e inmediato en los residentes del condado El Paso. ¿Se puede esperar, verdaderamente, que ellos y otros norteamericanos que están perdiendo servicios vitales se sobrepongan a todo esto y respalden la construcción de nuevas escuelas en Afganistán?
No sólo las escuelas públicas de Estados Unidos están empezando a parecer de segunda categoría, sino también su infraestructura, que durante mucho tiempo había sido un motivo de orgullo nacional. ¿Cuántos viajeros hoy en día pueden no percibir la diferencia entre los aeropuertos nuevos y eficientes de Asia y las antigüedades vetustas y atascadas en algunas de las ciudades más importantes de Estados Unidos?
La guerra presupuestaria no está generando ningún consenso en cuanto a reparar la infraestructura de Estados Unidos, pero sí está empezando a forjar la idea de que Afganistán y Pakistán están lejos de ser los principales intereses nacionales de Estados Unidos. ¿Por qué, pregunta la gente, las escuelas y caminos en Afganistán e Irak son más importantes que los de Colorado o California? En un momento en 2008, el ejército norteamericano asumió el costo de transportar un tigre para el zoológico de Bagdad. ¿Cuándo fue la última vez que el gobierno de Estados Unidos hizo lo mismo para un zoológico estadounidense (fuera de Washington, por supuesto)?
La manera en que se desarrolle este debate tendrá consecuencias profundas en el modo en que Estados Unidos se desenvuelva en el mundo. Pero también podría afectar la manera en que el mundo reaccione ante el producto de exportación de más rápido crecimiento de Estados Unidos: el consejo no solicitado.
Los países aceptan el consejo de otros por muchas razones. A veces respetan la sabiduría y el entendimiento de quien aconseja (algo bastante raro en la diplomacia). O pueden temer las consecuencias de no aceptar el consejo (un ofrecimiento que no se puede rechazar, por decirlo así). O, como sucede en muchas de las transacciones diplomáticas de Estados Unidos, aceptar el consejo podría abrir el camino a una mejor relación y a una mayor asistencia. En resumen, la diplomacia -y la diplomacia estadounidense en particular- suele involucrar dinero.
Ahora bien, ¿qué sucede si no hay dinero para ofrecer? ¿Qué pasa si los norteamericanos, cansados de los recortes presupuestarios en sus vecindarios, se niegan a respaldar fondos incluso para "la larga guerra"? En ese momento, los altos funcionarios estadounidenses bien podrían llegar a un país, ofrecer consejo y descubrir que nadie se preocupa por escucharlos.