CAMBRIDGE – En 2000, 189 países adoptaron colectivamente la Declaración del Milenio de las Naciones Unidas, más tarde elaborada en la forma de un conjunto de propósitos concretos llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). Se espera que para fines de 2015 se puedan cumplir estos ambiciosos propósitos, que incluyen, por ejemplo: reducir la pobreza extrema a la mitad y la mortalidad materna en tres cuartas partes; que todos los niños terminen la escuela primaria; detener (y comenzar a revertir) la propagación del VIH/SIDA. La fecha límite se acerca, y los expertos ya se están haciendo otra pregunta: ¿qué hacer a continuación?
Aunque es casi seguro que al terminar 2015 muchos de los ODM no se habrán alcanzado, en algunas áreas hubo avances espectaculares. Por ejemplo, es probable que la meta de reducir a la mitad la pobreza extrema (medida por la cantidad de personas que viven con menos de 1,25 dólares al día) se alcance antes de lo planeado, en gran medida gracias al fabuloso crecimiento de China.
No hay todavía elementos de prueba suficientes para determinar el papel que tuvieron los ODM en el logro de estos avances. Por ejemplo, China ya había comenzado a implementar las políticas que dieron forma al mayor programa de erradicación de la pobreza de la historia antes, e independientemente, de que se formularan la Declaración del Milenio y los ODM.
Pero es evidente que los ODM fueron un éxito de relaciones públicas (sin pretender con esta afirmación subestimar su contribución). Como toda campaña de RR. PP. digna de apoyo, los ODM sirvieron para crear conciencia, llamar la atención y mover a la acción, todo ello en pos de una buena causa. Intensificaron el diálogo internacional sobre el desarrollo y definieron sus términos, y hay elementos para probar que lograron que los países avanzados prestaran más atención a las naciones pobres.
En la práctica, es posible que el efecto más evidente de los ODM haya sido sobre los flujos de ayuda económica desde los países ricos a los pobres. Un estudio de Charles Kenny y Andy Sumner para el Centro para el Desarrollo Global, con sede en Washington, DC, indica que los ODM no solamente incentivaron las ayudas, sino que también las redirigieron hacia países más pequeños y más pobres y hacia áreas bien definidas, como la educación y la salud pública. Sin embargo, al no haberse establecido un vínculo directo entre, por un lado, los programas de ayuda y, por el otro, el desempeño y los resultados, es mucho más difícil determinar si, en términos generales, tuvieron el efecto deseado.
Los ODM abarcan ocho objetivos, 21 metas y 60 indicadores. El uso de metas e indicadores numéricos atrajo muchas críticas, ya que en opinión de los escépticos, están mal especificados, mal medidos y distraen la atención de otras áreas igualmente importantes. Pero los críticos se olvidan de algo: cualquier iniciativa que pretenda ser concreta e implementable debe incluir alguna forma de seguimiento de los resultados, y la mejor manera de hacerlo es establecer metas numéricas claras.
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Aun así, los ODM arrastran consigo una contradicción seria. La Declaración del Milenio quiso ser un pacto entre los países ricos del mundo y los pobres: los pobres se comprometían a reorientar sus iniciativas de desarrollo y los ricos, a darles apoyo financiero y tecnológico y abrirles el acceso a sus mercados. Pero, extrañamente, de los ocho objetivos, solamente el último habla de fomentar una “alianza mundial” o de aquello que los países ricos pueden y deben hacer.
Y en este apartado, los ODM tampoco incluyen metas numéricas respecto de los programas de ayuda financiera ni de ningún otro aspecto de la asistencia provista por los países ricos, lo que marca un claro contraste con las muy concretas metas de reducción de la pobreza fijadas para los países en desarrollo. Resulta elocuente que en los “cuadros de progreso” preparados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (el organismo encargado de publicar informes sobre los avances logrados en relación con los ODM), dentro de este objetivo solamente se haga seguimiento del uso de Internet.
Por qué hace falta una iniciativa mundial para convencer a los países en desarrollo de hacer lo que es mejor para ellos no está claro. La reducción de la pobreza y el desarrollo humano deberían ser la prioridad número uno de los gobiernos de estos países, con o sin los ODM.
Cierto es que a menudo sus gobiernos persiguen otros objetivos, sea por razones políticas, militares o de otra índole. Pero pensar que para convencerlos de cambiar basta con emitir declaraciones internacionales sin mecanismos vinculantes es pura ilusión. Si algo hemos aprendido los que trabajamos en el área de desarrollo es que con donaciones no se pueden comprar reformas reales, y mucho menos con promesas vagas de donaciones.
Otro problema igualmente importante es que los ODM dan por sentado, implícitamente, que se sabe cómo alcanzar los objetivos de desarrollo y que lo único que falta son recursos y voluntad política. Pero es dudoso que hasta los responsables de formulación de políticas mejor intencionados sepan exactamente cómo hacer para aumentar las tasas de finalización de la escuela secundaria en forma sostenible o reducir la mortalidad materna, por poner algunos ejemplos.
Muchos economistas del desarrollo dirán que para alcanzar esas metas, primero se necesitan mejoras significativas en materia de gobernanza e instituciones políticas, y que lo más que pueden hacer los países ricos es proveer un entorno propicio para aquellos países en desarrollo que quieran y puedan aprovecharlo.
Lo dicho señala una reorientación obvia para la siguiente etapa de los ODM. En primer lugar, se necesita un nuevo pacto global que preste más atención directa a las responsabilidades de los países ricos. En segundo lugar, ese pacto también debería hacer hincapié en otras políticas, más allá de las relacionadas con programas de ayuda y comercio, que pueden incidir tanto, o quizá más, sobre las perspectivas de desarrollo de los países pobres.
Una lista de esas políticas, por citar solo algunas, podría incluir: impuestos a las emisiones de dióxido de carbono y otras medidas para mitigar el cambio climático; más visas de trabajo para permitir mayores flujos migratorios temporarios desde los países pobres; controles estrictos a la venta de armas a países en desarrollo; reducción del apoyo a regímenes represivos; y mejora de los mecanismos de intercambio de información financiera para reducir el lavado de dinero y la evasión impositiva.
Como se ve, la mayoría de estas medidas apuntan en realidad a reducir daños (por ejemplo, el cambio climático, los conflictos militares y los delitos financieros) que, en cualquier caso, son consecuencia de las acciones de los países ricos. El principio de “no dañar” es tan válido aquí como en medicina.
Lograr este tipo de reorientación no será fácil: es seguro que los países avanzados se resistirán a asumir nuevos compromisos. Pero son medidas que en su mayoría no cuestan dinero y, como los ODM han demostrado, establecer objetivos puede movilizar la acción de los gobiernos de los países ricos. Ya que la comunidad internacional va a invertir en una nueva supercampaña de relaciones públicas, ¿por qué no concentrarnos en las áreas con mejor rédito potencial?
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Recent developments that look like triumphs of religious fundamentalism represent not a return of religion in politics, but simply the return of the political as such. If they look foreign to Western eyes, that is because the West no longer stands for anything Westerners are willing to fight and die for.
thinks the prosperous West no longer understands what genuine political struggle looks like.
Readers seeking a self-critical analysis of the former German chancellor’s 16-year tenure will be disappointed by her long-awaited memoir, as she offers neither a mea culpa nor even an acknowledgment of her missteps. Still, the book provides a rare glimpse into the mind of a remarkable politician.
highlights how and why the former German chancellor’s legacy has soured in the three years since she left power.
CAMBRIDGE – En 2000, 189 países adoptaron colectivamente la Declaración del Milenio de las Naciones Unidas, más tarde elaborada en la forma de un conjunto de propósitos concretos llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). Se espera que para fines de 2015 se puedan cumplir estos ambiciosos propósitos, que incluyen, por ejemplo: reducir la pobreza extrema a la mitad y la mortalidad materna en tres cuartas partes; que todos los niños terminen la escuela primaria; detener (y comenzar a revertir) la propagación del VIH/SIDA. La fecha límite se acerca, y los expertos ya se están haciendo otra pregunta: ¿qué hacer a continuación?
Aunque es casi seguro que al terminar 2015 muchos de los ODM no se habrán alcanzado, en algunas áreas hubo avances espectaculares. Por ejemplo, es probable que la meta de reducir a la mitad la pobreza extrema (medida por la cantidad de personas que viven con menos de 1,25 dólares al día) se alcance antes de lo planeado, en gran medida gracias al fabuloso crecimiento de China.
No hay todavía elementos de prueba suficientes para determinar el papel que tuvieron los ODM en el logro de estos avances. Por ejemplo, China ya había comenzado a implementar las políticas que dieron forma al mayor programa de erradicación de la pobreza de la historia antes, e independientemente, de que se formularan la Declaración del Milenio y los ODM.
Pero es evidente que los ODM fueron un éxito de relaciones públicas (sin pretender con esta afirmación subestimar su contribución). Como toda campaña de RR. PP. digna de apoyo, los ODM sirvieron para crear conciencia, llamar la atención y mover a la acción, todo ello en pos de una buena causa. Intensificaron el diálogo internacional sobre el desarrollo y definieron sus términos, y hay elementos para probar que lograron que los países avanzados prestaran más atención a las naciones pobres.
En la práctica, es posible que el efecto más evidente de los ODM haya sido sobre los flujos de ayuda económica desde los países ricos a los pobres. Un estudio de Charles Kenny y Andy Sumner para el Centro para el Desarrollo Global, con sede en Washington, DC, indica que los ODM no solamente incentivaron las ayudas, sino que también las redirigieron hacia países más pequeños y más pobres y hacia áreas bien definidas, como la educación y la salud pública. Sin embargo, al no haberse establecido un vínculo directo entre, por un lado, los programas de ayuda y, por el otro, el desempeño y los resultados, es mucho más difícil determinar si, en términos generales, tuvieron el efecto deseado.
Los ODM abarcan ocho objetivos, 21 metas y 60 indicadores. El uso de metas e indicadores numéricos atrajo muchas críticas, ya que en opinión de los escépticos, están mal especificados, mal medidos y distraen la atención de otras áreas igualmente importantes. Pero los críticos se olvidan de algo: cualquier iniciativa que pretenda ser concreta e implementable debe incluir alguna forma de seguimiento de los resultados, y la mejor manera de hacerlo es establecer metas numéricas claras.
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Aun así, los ODM arrastran consigo una contradicción seria. La Declaración del Milenio quiso ser un pacto entre los países ricos del mundo y los pobres: los pobres se comprometían a reorientar sus iniciativas de desarrollo y los ricos, a darles apoyo financiero y tecnológico y abrirles el acceso a sus mercados. Pero, extrañamente, de los ocho objetivos, solamente el último habla de fomentar una “alianza mundial” o de aquello que los países ricos pueden y deben hacer.
Y en este apartado, los ODM tampoco incluyen metas numéricas respecto de los programas de ayuda financiera ni de ningún otro aspecto de la asistencia provista por los países ricos, lo que marca un claro contraste con las muy concretas metas de reducción de la pobreza fijadas para los países en desarrollo. Resulta elocuente que en los “cuadros de progreso” preparados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (el organismo encargado de publicar informes sobre los avances logrados en relación con los ODM), dentro de este objetivo solamente se haga seguimiento del uso de Internet.
Por qué hace falta una iniciativa mundial para convencer a los países en desarrollo de hacer lo que es mejor para ellos no está claro. La reducción de la pobreza y el desarrollo humano deberían ser la prioridad número uno de los gobiernos de estos países, con o sin los ODM.
Cierto es que a menudo sus gobiernos persiguen otros objetivos, sea por razones políticas, militares o de otra índole. Pero pensar que para convencerlos de cambiar basta con emitir declaraciones internacionales sin mecanismos vinculantes es pura ilusión. Si algo hemos aprendido los que trabajamos en el área de desarrollo es que con donaciones no se pueden comprar reformas reales, y mucho menos con promesas vagas de donaciones.
Otro problema igualmente importante es que los ODM dan por sentado, implícitamente, que se sabe cómo alcanzar los objetivos de desarrollo y que lo único que falta son recursos y voluntad política. Pero es dudoso que hasta los responsables de formulación de políticas mejor intencionados sepan exactamente cómo hacer para aumentar las tasas de finalización de la escuela secundaria en forma sostenible o reducir la mortalidad materna, por poner algunos ejemplos.
Muchos economistas del desarrollo dirán que para alcanzar esas metas, primero se necesitan mejoras significativas en materia de gobernanza e instituciones políticas, y que lo más que pueden hacer los países ricos es proveer un entorno propicio para aquellos países en desarrollo que quieran y puedan aprovecharlo.
Lo dicho señala una reorientación obvia para la siguiente etapa de los ODM. En primer lugar, se necesita un nuevo pacto global que preste más atención directa a las responsabilidades de los países ricos. En segundo lugar, ese pacto también debería hacer hincapié en otras políticas, más allá de las relacionadas con programas de ayuda y comercio, que pueden incidir tanto, o quizá más, sobre las perspectivas de desarrollo de los países pobres.
Una lista de esas políticas, por citar solo algunas, podría incluir: impuestos a las emisiones de dióxido de carbono y otras medidas para mitigar el cambio climático; más visas de trabajo para permitir mayores flujos migratorios temporarios desde los países pobres; controles estrictos a la venta de armas a países en desarrollo; reducción del apoyo a regímenes represivos; y mejora de los mecanismos de intercambio de información financiera para reducir el lavado de dinero y la evasión impositiva.
Como se ve, la mayoría de estas medidas apuntan en realidad a reducir daños (por ejemplo, el cambio climático, los conflictos militares y los delitos financieros) que, en cualquier caso, son consecuencia de las acciones de los países ricos. El principio de “no dañar” es tan válido aquí como en medicina.
Lograr este tipo de reorientación no será fácil: es seguro que los países avanzados se resistirán a asumir nuevos compromisos. Pero son medidas que en su mayoría no cuestan dinero y, como los ODM han demostrado, establecer objetivos puede movilizar la acción de los gobiernos de los países ricos. Ya que la comunidad internacional va a invertir en una nueva supercampaña de relaciones públicas, ¿por qué no concentrarnos en las áreas con mejor rédito potencial?
Traducción: Esteban Flamini