BUDAPEST – En los debates que se están celebrando ahora en Copenhague, está en juego el destino del clima de la Tierra. Aunque muchos de los participantes reconocen la urgencia, las acciones de muchos de ellos dan a entender que bastará con una actitud encaminada a continuar como de costumbre, pero no es así. El mundo necesita una ruptura decisiva con el pasado y que debe comenzar ahora.
Por fortuna, tenemos precedentes recientes de cambios que modifican fundamentalmente el paisaje económico y político, es decir, de cambios revolucionarios emprendidos de forma pacífica y con un apoyo popular entusiasta. El desplome del comunismo en la Europa central y oriental hace veinte años y el establecimiento de nuevos regímenes democráticos con economías de mercado fue precisamente una ruptura positiva y decisiva de ese estilo con el pasado.
Esos cambios de régimen obligaron a los ciudadanos a cambiar no sólo de forma de vida, sino también de hábitos mentales. La revolución ecológica que el mundo exige hoy –una transición a una economía mundial y a una vida cotidiana que emitan poco dióxido de carbono– requerirá un completo cambio similar.
Evidentemente, semejante comparación tiene sus límites. El cambio de régimen que hubo en el mundo comunista introdujo un modelo bien conocido (o eso creíamos), mientras que no existe un modelo a mano para una economía que emita poco dióxido de carbono y, aun así, sea eficiente.
En la Europa central y oriental de hace veinte años, el cambio completo exigió el abandono, la modificación o la reconstrucción de todas las instituciones políticas y económicas; hacía falta un cambio completo de los mecanismos de la sociedad, pero la revolución ecológica no tiene tanta necesidad de nuevas instituciones. Lo que se necesita más bien es una nueva forma de pensar: nuevos programas (aunque también son esenciales tecnologías verdes).
Como sabíamos en el mundo poscomunista, con frecuencia el problema más difícil es el de cambiar las actitudes. Los ciudadanos abrazaron rápidamente la democracia formal, pero la tolerancia y la avenencia que constituye el núcleo del proceso democrático tardaron en arraigar. Y ese cambio de mentalidad es precisamente lo que más se necesita hoy.
Sin embargo, aparte de las claras diferencias existentes entre la revolución de 1989 y la revolución verde por venir, hay similitudes llamativas. En primer lugar, será necesaria una modificación completa de sistemas muy complejos para preservar el clima del mundo, exactamente como los cambios de raíz que fueron necesarios hace veinte años en los países poscomunistas.
En segundo lugar, se debe gestionar la crisis actual de forma pacifica, lo que también fue nuestro objetivo en 1989, reflejado en la asombrosa idea de los disidentes de un cambio de régimen mediante la negociación. Por último, también hoy la transformación completa debe ocurrir en un período muy corto, cosa que, como nos enseñaron los acontecimientos de 1989, es eminentemente posible.
El método de cambio que nosotros aplicamos entonces –y que recomiendo ahora–
excluye la violencia y reduce al mínimo los costos. El instrumento para lograrlo fue –y sigue siendo– el acuerdo de antemano sobre los objetivos fundamentales del cambio y una hoja de ruta para guiar a las partes interesadas. Esencialmente, se trata de que se debe adoptar (¡y comunicar claramente a todos los interesados!) al comienzo la decisión de llevar a cabo el cambio fundamental. Antes de que comience el proceso se debe rechazar la idea de “reformar” o adaptar el sistema antiguo sin un cambio decisivo.
Hungría y Polonia llegaron a un acuerdo sobre las reglas para la transformación pacífica mediante una serie de negociaciones entre los partidos comunistas gobernantes y las organizaciones de la oposición, lo que resulta similar a las conferencias sobre el clima en que los países –desarrollados, en ascenso y pobres– se sientan a la misma mesa e intentan alcanzar un acuerdo sobre un objetivo común: un modelo equitativo para reducir las emisiones de CO2.
Los ciudadanos de la Europa central y oriental querían simplemente democracia y prosperidad, pero la minoría dirigente tenía que convencerlos para que aceptaran muchos acontecimientos concurrentes e imprevistos, cosa que no era fácil precisamente. Unas medidas similares de avenencia sobre la sostenibilidad, unas medidas encaminadas a limitar el consumo y a garantizar la igualdad, requerirán la participación de todas las partes interesadas a fin de conseguir su aceptación, lo que subraya la enorme responsabilidad de los encargados de guiar y dirigir esos cambios.
Aunque no se puede planificar totalmente la transformación por adelantado, insistir en ciertos aspectos decisivos al comienzo es un requisito básico. Un requisito de esa clase durante los cambios de 1989 consistía en la creación de instituciones mínimas para garantizar el estado de derecho: elecciones libres, libertades civiles y un poder judicial independiente. Los factores que obligan al cambio de régimen ecológico –clima, diversidad biológica, injusticia– no se pueden gestionar por separado unos de otros. No obstante, un componente fundamental debe tener prioridad: reducir los efectos del cambio climático y ajustarse a él.
BUDAPEST – En los debates que se están celebrando ahora en Copenhague, está en juego el destino del clima de la Tierra. Aunque muchos de los participantes reconocen la urgencia, las acciones de muchos de ellos dan a entender que bastará con una actitud encaminada a continuar como de costumbre, pero no es así. El mundo necesita una ruptura decisiva con el pasado y que debe comenzar ahora.
Por fortuna, tenemos precedentes recientes de cambios que modifican fundamentalmente el paisaje económico y político, es decir, de cambios revolucionarios emprendidos de forma pacífica y con un apoyo popular entusiasta. El desplome del comunismo en la Europa central y oriental hace veinte años y el establecimiento de nuevos regímenes democráticos con economías de mercado fue precisamente una ruptura positiva y decisiva de ese estilo con el pasado.
Esos cambios de régimen obligaron a los ciudadanos a cambiar no sólo de forma de vida, sino también de hábitos mentales. La revolución ecológica que el mundo exige hoy –una transición a una economía mundial y a una vida cotidiana que emitan poco dióxido de carbono– requerirá un completo cambio similar.
Evidentemente, semejante comparación tiene sus límites. El cambio de régimen que hubo en el mundo comunista introdujo un modelo bien conocido (o eso creíamos), mientras que no existe un modelo a mano para una economía que emita poco dióxido de carbono y, aun así, sea eficiente.
En la Europa central y oriental de hace veinte años, el cambio completo exigió el abandono, la modificación o la reconstrucción de todas las instituciones políticas y económicas; hacía falta un cambio completo de los mecanismos de la sociedad, pero la revolución ecológica no tiene tanta necesidad de nuevas instituciones. Lo que se necesita más bien es una nueva forma de pensar: nuevos programas (aunque también son esenciales tecnologías verdes).
Como sabíamos en el mundo poscomunista, con frecuencia el problema más difícil es el de cambiar las actitudes. Los ciudadanos abrazaron rápidamente la democracia formal, pero la tolerancia y la avenencia que constituye el núcleo del proceso democrático tardaron en arraigar. Y ese cambio de mentalidad es precisamente lo que más se necesita hoy.
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Sin embargo, aparte de las claras diferencias existentes entre la revolución de 1989 y la revolución verde por venir, hay similitudes llamativas. En primer lugar, será necesaria una modificación completa de sistemas muy complejos para preservar el clima del mundo, exactamente como los cambios de raíz que fueron necesarios hace veinte años en los países poscomunistas.
En segundo lugar, se debe gestionar la crisis actual de forma pacifica, lo que también fue nuestro objetivo en 1989, reflejado en la asombrosa idea de los disidentes de un cambio de régimen mediante la negociación. Por último, también hoy la transformación completa debe ocurrir en un período muy corto, cosa que, como nos enseñaron los acontecimientos de 1989, es eminentemente posible.
El método de cambio que nosotros aplicamos entonces –y que recomiendo ahora– excluye la violencia y reduce al mínimo los costos. El instrumento para lograrlo fue –y sigue siendo– el acuerdo de antemano sobre los objetivos fundamentales del cambio y una hoja de ruta para guiar a las partes interesadas. Esencialmente, se trata de que se debe adoptar (¡y comunicar claramente a todos los interesados!) al comienzo la decisión de llevar a cabo el cambio fundamental. Antes de que comience el proceso se debe rechazar la idea de “reformar” o adaptar el sistema antiguo sin un cambio decisivo.
Hungría y Polonia llegaron a un acuerdo sobre las reglas para la transformación pacífica mediante una serie de negociaciones entre los partidos comunistas gobernantes y las organizaciones de la oposición, lo que resulta similar a las conferencias sobre el clima en que los países –desarrollados, en ascenso y pobres– se sientan a la misma mesa e intentan alcanzar un acuerdo sobre un objetivo común: un modelo equitativo para reducir las emisiones de CO2.
Los ciudadanos de la Europa central y oriental querían simplemente democracia y prosperidad, pero la minoría dirigente tenía que convencerlos para que aceptaran muchos acontecimientos concurrentes e imprevistos, cosa que no era fácil precisamente. Unas medidas similares de avenencia sobre la sostenibilidad, unas medidas encaminadas a limitar el consumo y a garantizar la igualdad, requerirán la participación de todas las partes interesadas a fin de conseguir su aceptación, lo que subraya la enorme responsabilidad de los encargados de guiar y dirigir esos cambios.
Aunque no se puede planificar totalmente la transformación por adelantado, insistir en ciertos aspectos decisivos al comienzo es un requisito básico. Un requisito de esa clase durante los cambios de 1989 consistía en la creación de instituciones mínimas para garantizar el estado de derecho: elecciones libres, libertades civiles y un poder judicial independiente. Los factores que obligan al cambio de régimen ecológico –clima, diversidad biológica, injusticia– no se pueden gestionar por separado unos de otros. No obstante, un componente fundamental debe tener prioridad: reducir los efectos del cambio climático y ajustarse a él.