BERLÍN – Veinticinco años después del desastre nuclear de Chernóbil, la catástrofe actual en el reactor nuclear de Fukushima, en el Japón, ha revelado con claridad y de una vez por todas –es de esperar– que las supuestas bondades de la era nuclear son meras ilusiones falsas: la energía nuclear no es ni limpia ni segura ni barata.
De hecho, es lo contrario. La energía nuclear adolece de graves riesgos irresueltos: la seguridad de las centrales, los desechos nucleares y –el más amenazador– la proliferación militar. Además, las opciones substitutivas de la energía nuclear –y de los combustibles fósiles– son bien conocidas y técnicamente mucho más avanzadas y sostenibles. Aceptar la energía nuclear no es una necesidad; es una opción política deliberada.
La energía nuclear y la de los combustibles fósiles forman parte de las utopías tecnológicas de los siglos XIX y XX, basadas en la creencia en la inocencia de lo tecnológicamente viable y en que, en aquella epóca, sólo una minoría de personas a escala mundial, la mayor parte en Occidente, se beneficiaba de los avances tecnológicos.
En cambio, el siglo XXI se caracterizará por la comprensión de que el ecosistema mundial y sus recursos, que son indispensables para la supervivencia humana, son finitos y de que ello entraña una responsabilidad perdurable de preservar lo que tenemos. Afrontar ese imperativo entraña a un tiempo un enorme empeño tecnológico y la oportunidad de volver a definir el significado de la modernidad.
El futuro de la energía de nueve mil millones de personas, pues ésa será la población mundial a mediados del siglo, no estriba ni en los combustibles fósiles ni en la energía nuclear, sino en las fuentes de energía renovables y las espectaculares mejoras de la eficiencia energética. Ya lo sabemos.
Entonces, ¿por que los países más avanzados, en particular, aceptan el riesgo de una megacatástrofe al intentar crear energía mediante la fisión radioactiva? La respuesta no radica, en última instancia, en utilización civil alguna de la energía nuclear, sino ante todo en sus aplicaciones militares.
Originariamente, se utilizó la energía derivada de la división de átomos de uranio y plutonio para la fabricación del arma definitiva, la bomba atómica. La condición de potencia nuclear brinda protección y prestigio a los Estados soberanos. Incluso hoy, la bomba divide el mundo en dos clases: los pocos Estados que la tienen y los muchos que carecen de ella.
El antiguo orden de la Guerra Fría se basaba en la carrera de armamentos nucleares entre las dos superpotencias: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Para impedir que los demás intentaran llegar a ser potencias nucleares, lo que habría multiplicado y extendido el riesgo de confrontación nuclear, en el decenio de 1960 se formuló el Tratado sobre la no proliferación de las armas nucleares, que aún sigue rigiendo las relaciones entre las potencias nucleares y el resto del mundo, con la imposición de la renuncia a quienes carecen de esas armas y la obligación del desarme nuclear a quienes las tienen.
Naturalmente, el Tratado sobre la no proliferación ha sido violado o burlado por Estados que nunca lo subscribieron. Así, pues, aún hoy el riesgo sigue siendo el de que aumente el número de potencias nucleares, en particular dada la esperanza que potencias medias y pequeñas abrigan de aumentar su prestigio y su posición en los conflictos regionales. El Irán es el ejemplo más actual de ello.
La nuclearización de esos Estados, no siempre estables, amenaza con volver mucho más peligrosos los conflictos del siglo XXI y también aumentará en gran medida el riesgo de que las armas nucleares acaben en manos de terroristas.
Pese al Tratado sobre la no proliferación, no siempre ha funcionado –o no del todo– una separación clara entre la utilización civil y militar de la energía nuclear, porque las normas del Tratado permiten a todos los Estados signatarios desarrollar y utilizar –con supervisión internacional– todos los componentes del ciclo del combustible nuclear para fines civiles. De modo que a partir de ahí lo único que hace falta para llegar a ser una potencia nuclear son unas pequeñas medidas técnicas y la decisión de los dirigentes políticos de adoptarlas.
Ese poder político –y no las necesidades de la política nuclear– es lo que hace que resulte tan difícil abandonar la energía nuclear. Por regla general, la vía hacia la condición de potencia nuclear siempre empieza con los llamados programas nucleares “civiles”. Así, pues, las supuestas ambiciones nucleares “civiles" del Irán, por ejemplo, han provocado una gran proliferación de dichos programas “civiles” en los Estados vecinos. Honni soit qui mal y pense!
Y, naturalmente, las reacciones de las potencias nucleares ante el desastre de Fukushima serán observadas y analizadas detenidamente por los llamados “países que se encuentran clandestinamente en el umbral”.
Así, pues, ¿cómo reaccionará el mundo –y ante todo las principales potencias nucleares– ante el desastre de Fukushima? ¿Habrá de verdad un cambio de rumbo para impulsar al mundo hacia el desarme nuclear y un futuro libre de amas nucleares? ¿O presenciaremos intentos de quitar importancia a esa calamidad y volver lo antes posible a la situación habitual?
Lo sucedido en Fukushima ha puesto al mundo ante una disyuntiva fundamental y de grandes consecuencias. Ha sido el Japón, el país de la tecnología avanzada par excellence (y no la unión Soviética) el que ha resultado incapaz de adoptar precauciones adecuadas para impedir un desastre en cuatro bloques de reactores. Entonces, ¿cuál será una futura evaluación de riesgos, si países mucho menos organizados y desarrollados empiezan a adquirir –con la asistencia activa de las potencias nucleares– capacidades para la energía nuclear civil?
Cualquier decisión de continuar como en el pasado enviaría un mensaje inequívoco a los países que se encuentran clandestinamente en el umbral y están intentando en secreto conseguir armas nucleares: pese a la retórica elevada y a los documentos verbosos, las potencias nucleares carecen de voluntad política para cambiar de rumbo. Sin embargo, si abandonaran la energía nuclear, su transcendental cambio de parecer constituiría una fructífera contribución a la seguridad nuclear mundial y, por tanto, a la lucha contra la proliferación nuclear.
BERLÍN – Veinticinco años después del desastre nuclear de Chernóbil, la catástrofe actual en el reactor nuclear de Fukushima, en el Japón, ha revelado con claridad y de una vez por todas –es de esperar– que las supuestas bondades de la era nuclear son meras ilusiones falsas: la energía nuclear no es ni limpia ni segura ni barata.
De hecho, es lo contrario. La energía nuclear adolece de graves riesgos irresueltos: la seguridad de las centrales, los desechos nucleares y –el más amenazador– la proliferación militar. Además, las opciones substitutivas de la energía nuclear –y de los combustibles fósiles– son bien conocidas y técnicamente mucho más avanzadas y sostenibles. Aceptar la energía nuclear no es una necesidad; es una opción política deliberada.
La energía nuclear y la de los combustibles fósiles forman parte de las utopías tecnológicas de los siglos XIX y XX, basadas en la creencia en la inocencia de lo tecnológicamente viable y en que, en aquella epóca, sólo una minoría de personas a escala mundial, la mayor parte en Occidente, se beneficiaba de los avances tecnológicos.
En cambio, el siglo XXI se caracterizará por la comprensión de que el ecosistema mundial y sus recursos, que son indispensables para la supervivencia humana, son finitos y de que ello entraña una responsabilidad perdurable de preservar lo que tenemos. Afrontar ese imperativo entraña a un tiempo un enorme empeño tecnológico y la oportunidad de volver a definir el significado de la modernidad.
El futuro de la energía de nueve mil millones de personas, pues ésa será la población mundial a mediados del siglo, no estriba ni en los combustibles fósiles ni en la energía nuclear, sino en las fuentes de energía renovables y las espectaculares mejoras de la eficiencia energética. Ya lo sabemos.
Entonces, ¿por que los países más avanzados, en particular, aceptan el riesgo de una megacatástrofe al intentar crear energía mediante la fisión radioactiva? La respuesta no radica, en última instancia, en utilización civil alguna de la energía nuclear, sino ante todo en sus aplicaciones militares.
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Originariamente, se utilizó la energía derivada de la división de átomos de uranio y plutonio para la fabricación del arma definitiva, la bomba atómica. La condición de potencia nuclear brinda protección y prestigio a los Estados soberanos. Incluso hoy, la bomba divide el mundo en dos clases: los pocos Estados que la tienen y los muchos que carecen de ella.
El antiguo orden de la Guerra Fría se basaba en la carrera de armamentos nucleares entre las dos superpotencias: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Para impedir que los demás intentaran llegar a ser potencias nucleares, lo que habría multiplicado y extendido el riesgo de confrontación nuclear, en el decenio de 1960 se formuló el Tratado sobre la no proliferación de las armas nucleares, que aún sigue rigiendo las relaciones entre las potencias nucleares y el resto del mundo, con la imposición de la renuncia a quienes carecen de esas armas y la obligación del desarme nuclear a quienes las tienen.
Naturalmente, el Tratado sobre la no proliferación ha sido violado o burlado por Estados que nunca lo subscribieron. Así, pues, aún hoy el riesgo sigue siendo el de que aumente el número de potencias nucleares, en particular dada la esperanza que potencias medias y pequeñas abrigan de aumentar su prestigio y su posición en los conflictos regionales. El Irán es el ejemplo más actual de ello.
La nuclearización de esos Estados, no siempre estables, amenaza con volver mucho más peligrosos los conflictos del siglo XXI y también aumentará en gran medida el riesgo de que las armas nucleares acaben en manos de terroristas.
Pese al Tratado sobre la no proliferación, no siempre ha funcionado –o no del todo– una separación clara entre la utilización civil y militar de la energía nuclear, porque las normas del Tratado permiten a todos los Estados signatarios desarrollar y utilizar –con supervisión internacional– todos los componentes del ciclo del combustible nuclear para fines civiles. De modo que a partir de ahí lo único que hace falta para llegar a ser una potencia nuclear son unas pequeñas medidas técnicas y la decisión de los dirigentes políticos de adoptarlas.
Ese poder político –y no las necesidades de la política nuclear– es lo que hace que resulte tan difícil abandonar la energía nuclear. Por regla general, la vía hacia la condición de potencia nuclear siempre empieza con los llamados programas nucleares “civiles”. Así, pues, las supuestas ambiciones nucleares “civiles" del Irán, por ejemplo, han provocado una gran proliferación de dichos programas “civiles” en los Estados vecinos. Honni soit qui mal y pense!
Y, naturalmente, las reacciones de las potencias nucleares ante el desastre de Fukushima serán observadas y analizadas detenidamente por los llamados “países que se encuentran clandestinamente en el umbral”.
Así, pues, ¿cómo reaccionará el mundo –y ante todo las principales potencias nucleares– ante el desastre de Fukushima? ¿Habrá de verdad un cambio de rumbo para impulsar al mundo hacia el desarme nuclear y un futuro libre de amas nucleares? ¿O presenciaremos intentos de quitar importancia a esa calamidad y volver lo antes posible a la situación habitual?
Lo sucedido en Fukushima ha puesto al mundo ante una disyuntiva fundamental y de grandes consecuencias. Ha sido el Japón, el país de la tecnología avanzada par excellence (y no la unión Soviética) el que ha resultado incapaz de adoptar precauciones adecuadas para impedir un desastre en cuatro bloques de reactores. Entonces, ¿cuál será una futura evaluación de riesgos, si países mucho menos organizados y desarrollados empiezan a adquirir –con la asistencia activa de las potencias nucleares– capacidades para la energía nuclear civil?
Cualquier decisión de continuar como en el pasado enviaría un mensaje inequívoco a los países que se encuentran clandestinamente en el umbral y están intentando en secreto conseguir armas nucleares: pese a la retórica elevada y a los documentos verbosos, las potencias nucleares carecen de voluntad política para cambiar de rumbo. Sin embargo, si abandonaran la energía nuclear, su transcendental cambio de parecer constituiría una fructífera contribución a la seguridad nuclear mundial y, por tanto, a la lucha contra la proliferación nuclear.