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La democracia en la cuerda floja

VIENA – Mientras intentamos imaginar lo que el próximo año traerá al mundo, un hito amenazante se cierne sobre el horizonte: la elección presidencial del 5 de noviembre de 2024 en los Estados Unidos.

Es indudable que esa elección inminente modificará la historia, antes y después de ella. El presidente Joe Biden, que con su experiencia y agudeza restauró el respeto a los políticos profesionales, buscará un mandato para gobernar hasta bien entrados sus ochenta años. Algunos, incluso miembros de su propia generación, se preguntan si el intento es prudente.

Por su parte, el oponente probable de Biden (el expresidente Donald Trump) es apenas tres años más joven. A pesar de su edad, de numerosas acusaciones penales y de su negativa a aceptar los resultados de la elección de 2020, el poder de Trump sobre la base electoral del Partido Republicano lo salvó de una descalificación.

Ninguna elección presidencial estadounidense de la que se tenga memoria ha parecido tan trascendente, y ninguna ha ofrecido opciones tan poco atractivas. Antes de la votación, políticos, analistas y dirigentes empresariales tendrán que cubrir sus apuestas, porque no sólo es incierto el resultado, sino también la aceptación de la derrota por el perdedor. No puede descartarse la posibilidad de una crisis constitucional.

El destino de otros líderes mundiales también está atado a lo que suceda en Estados Unidos. El presidente ucraniano Volodymyr Zelensky, que lidera con dificultades su país tras casi dos años de guerra sangrienta, estará rezando para que gane Biden; el presidente ruso Vladimir Putin esperará con idéntico fervor una victoria de Trump. Es digno de destacar que la elección de un presidente republicano puede ser la mejor chance para Putin de ganar su guerra en Ucrania. Como sea, quienquiera que gane en 2024 se convertirá en custodio de un mundo en llamas, de Gaza a Crimea.

La importancia internacional de esta elección estadounidense es motivo para pensar que tal vez se apresuraron quienes predijeron el ocaso de los Estados Unidos. Sigue siendo un coloso que domina la escena mundial, con un gasto en defensa que supera al de sus rivales y líder de un vasto sistema de alianzas.

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Como sede de los centros de investigación y de las universidades más avanzados del mundo, Estados Unidos tiene en la práctica el monopolio de muchas tecnologías de vanguardia, en particular la inteligencia artificial. Su nueva estrategia industrial, adaptación de la economía mercantilista al siglo XXI, muestra hasta qué punto está decidido a mantener su ventaja competitiva. Frente al desafío de una China en ascenso, Estados Unidos ha demostrado que puede fomentar alianzas entre viejos rivales como Japón y Corea del Sur, y poner en práctica una política de protección de tecnologías estratégicas (small yard, high fence) para evitar que China le robe tecnologías clave y conocimiento valioso.

El debilitamiento de la Pax Americana

Pese a todo esto, los aliados de Estados Unidos tienen buenos motivos para dudar de la estabilidad y firmeza de los Estados Unidos. Como potencia hegemónica tiende a mostrarse vacilante: el expresidente Barack Obama no pudo evitar que el régimen sirio gaseara a su propia gente, y muy poco después de asumir, Biden abandonó de un día para el otro a los afganos a manos de los talibanes. Incluso en regiones donde Estados Unidos mantiene su presencia, como Medio Oriente, sus grandes planes se han frustrado. Hace muy poco, Hamás, Hezbolá e Irán demostraron sus capacidades disruptivas, al sabotear, o al menos demorar, el intento estadounidense de lograr un reacercamiento histórico entre Israel y Arabia Saudita.

La política interna de los Estados Unidos siempre desconcertó a sus aliados, pero la polarización disfuncional en la que se encuentra ya no se puede tomar a la ligera, ya que las disputas entre los partidos debilitan el poder estadounidense en ultramar. Las patologías del sistema político estadounidense, congelado en el tiempo por una constitución que en la práctica es inmodificable y atravesado por divisorias regionales, de clase y de raza, imposibilitan a los aliados de Estados Unidos predecir el efecto que tendrán los conflictos políticos internos sobre la política exterior estadounidense. Las divisiones internas pueden incluso dejar a Estados Unidos tan mortalmente distraído como lo estaba Israel antes del ataque de Hamás el 7 de octubre.

Si un puñado de republicanos intransigentes en la Cámara de Representantes puede poner en riesgo la financiación militar esencial para Ucrania, ningún aliado puede estar seguro del compromiso duradero de Estados Unidos en la guerra contra Rusia. Como advirtió el historiador Stephen Kotkin (Stanford), lo único que necesita hacer Rusia para trastocar la elección de 2024 en los Estados Unidos es lanzar un ataque por sorpresa, como hicieron los norvietnamitas con la Ofensiva del Tet en 1968.

En el contexto caótico de un año electoral, puede ocurrir que el apoyo de los congresistas a Ucrania se fortalezca, pero también puede ocurrir que se derrumbe, como se derrumbó en 1968 la determinación de Estados Unidos en Vietnam. Esto pondría en riesgo los más de mil millones de dólares al mes en ayuda financiera y militar que necesita Ucrania para mantener su posición actual en el campo de batalla. Si el Congreso da marcha atrás, el apoyo estadounidense se termina y Ucrania se ve obligada a buscar la paz, el próximo presidente de los Estados Unidos tendrá ante sí una alianza sinorrusa que habrá conseguido redibujar las fronteras terrestres de Europa por la fuerza.

La incertidumbre transatlántica

Los europeos, por sí solos, no pueden ocupar el lugar de los Estados Unidos si este los abandona. Están muy lejos de alcanzar la «autonomía estratégica» que en opinión del presidente francés Emmanuel Macron necesita Europa para defenderse. Si el apoyo estadounidense a Ucrania vacilara, sea porque Biden no consigue que el Congreso apruebe las ayudas o porque un Trump reelecto abandona a Ucrania y obliga a Zelensky a aceptar la derrota, la supervivencia de la OTAN puede quedar en duda.

Una paz cartaginesa que convierta a Ucrania en un estado residual perpetuamente expuesto a nuevas agresiones rusas sería mucho más que una derrota para Ucrania, Estados Unidos y la OTAN. Preanunciaría un futuro aciago para todo el continente europeo, que podría verse por primera vez subordinado a una triunfante esfera de influencia sinorrusa en Eurasia.

Sería el peor resultado posible de la elección de 2024. Pero es un escenario que todavía se puede evitar, si los estadounidenses a ambos lados de la divisoria política recuerdan por qué la seguridad europea sigue siendo un interés nacional vital. Al mismo tiempo, los europeos tienen que dejar de aprovecharse de las garantías de seguridad estadounidenses e invertir en la creación de capacidades militares propias. El futuro de Europa tal vez dependa de la suerte que corra Ucrania, y este hecho debe mantener a los aliados a ambos lados del Atlántico enfocados y unidos.

Pero incluso si Ucrania sobrevive y prevalece, el próximo presidente de los Estados Unidos heredará un orden internacional en ruinas. Aunque Occidente vea a Rusia como un estado paria, el hecho de que treinta y cinco países se hayan abstenido y cinco hayan votado en contra cuando en octubre de 2022 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una resolución de condena a la invasión de Ucrania hace pensar que una piedra basal del orden internacional (la prohibición de modificar fronteras por la fuerza, incorporada a la Carta de la ONU) está comenzando a ceder.

La ausencia de un orden mundial

Históricamente, las excolonias independizadas se convertían en defensores ardientes de la soberanía nacional. Pero ahora que Rusia, el último imperio de Europa, intenta destruir un estado soberano, potencias emergentes como Brasil, Sudáfrica y la India han mantenido una neutralidad interesada y cínica.

Este cambio no es tan esperanzador como sería la mera maduración de lo que se denomina «sur global» y su deseo de liberarse del control hegemónico estadounidense. Estamos viviendo la desintegración del sistema internacional creado tras la Segunda Guerra Mundial, y como señala Anne Applebaum, en el nuevo mundo emergente «no hay reglas».

En estas últimas décadas, los pilares del sistema internacional de la posguerra (la Carta de la ONU, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y las Convenciones de Ginebra) han sido ignorados más veces de las que han sido respetados. Aun así, fijaron estándares que actuaron como un freno a las conductas de los diversos estados y crearon normas que alentaron a la mayoría de los países a valorar su reputación ética, por considerársela un resorte fundamental del poder blando.

La aterradora visión de los cuerpos de civiles muertos abandonados en las calles de Bucha tras la retirada de Rusia ha resaltado la crueldad desenfrenada de un miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU al que ya no le importa lo que piense el mundo. Asimismo, las estremecedoras imágenes de israelíes masacrados en diversos kibbutzim y en un festival de música cerca de la frontera de Gaza nos han dado un atisbo de un mundo en el que la guerra se combate sin reglas, la disuasión estatal no funciona, la desesperación genera violencia y países como Irán y Qatar no pueden o no quieren contener a sus intermediarios.

Los cimientos del orden internacional no se pueden reconstruir en un año, ni siquiera en una década. Tal vez el mundo tenga que atravesar un período de anarquía para que los países redescubran las virtudes del orden que han abandonado. Para que haya cambios positivos es necesario que las grandes potencias se den cuenta de que lo mejor para sus intereses es mantener la estabilidad, en vez de debilitar la de sus contrarios. La destrucción del sistema global recompensa las malas conductas. Sin incentivos significativos para cooperar o contener sus peores instintos, todos los países, grandes o pequeños, compiten por el poder y la influencia.

El último aliento de una generación

La elección de 2024 se prefigura como una competencia entre un hombre que entiende el valor del orden internacional instituido en 1945 e intenta reconstruirlo y otro al que no le importa si no queda nada de él. Aunque Estados Unidos siempre ha estado tensionado entre el internacionalismo y la no intervención, nunca antes el aislacionismo estadounidense tuvo tras de sí un tribuno tan desaprensivo o peligroso como Trump. Este hecho por sí solo resalta la importancia existencial de la elección para el resto del mundo.

También es probable que sea la última elección presidencial estadounidense en la que compitan dos candidatos que llegaron a la edad adulta en los Estados Unidos de posguerra, una generación que prosperó durante la Guerra Fría y disfrutó de la euforia post‑1989, y luego sufrió los golpes de los ataques del 11‑S y de veinte años de guerra, trastornos económicos y aumento de la desigualdad que siguieron. Además del derrumbe del orden internacional, dejan a la generación siguiente una montaña de problemas irresueltos, entre ellos el cambio climático, una IA fuera de control, pandemias globales y una profunda disfunción de la democracia. Las opciones geriátricas que los votantes hallarán en las papeletas de noviembre son una acusación aplastante contra una generación que se aferró al poder demasiado tiempo y no pasó una prueba esencial de liderazgo: preparar la sucesión.

Cualquier persona sensata tiene motivos para preocuparse, pero la preocupación no tiene que convertirse en desesperación. Las esperanzas están cifradas, como siempre, en virtudes humanas como la sabiduría, la autocontención, la humildad y la paciencia. Para restaurar el optimismo el año entrante tienen que darse varias condiciones: Estados Unidos debe seguir firme con Ucrania, que a su vez debe repeler al invasor ruso; Israel debe aplastar a Hamás sin caer en la trampa de volver a ocupar Gaza; Europa tiene que comprometerse con su propia defensa; China debe empezar a alejarse de su impredecible estado cliente ruso; y potencias en ascenso como la India, Brasil y Sudáfrica tienen que abandonar la ambigüedad ética.

Al resto de nosotros, ciudadanos observantes y comprometidos, nos queda reafirmar nuestra fe en la capacidad de acción autónoma del ser humano. Los individuos cuentan: no somos peones en un gran partido de ajedrez histórico. Nuestras elecciones de liderazgo pueden cambiar para bien o para mal las vidas de millones. Los ciudadanos estadounidenses que acudirán a las urnas el próximo noviembre pueden modificar con sus votos el rumbo de la historia. Sólo nos queda esperar que elijan sabiamente.

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