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La enseñanza de China

WASHINGTON, DC – Hace muy pocos años, en el 19.º Congreso Nacional del Partido Comunista de China (PCCh), celebrado en 2017, el presidente Xi Jinping declaraba que el «socialismo con características chinas» estaba «mostrando una nueva senda de modernización a otros países en desarrollo». En aquel momento, muchos países del sur global parecían ansiosos de aprender la fórmula de China para el éxito; pero Estados Unidos vio en esa emulación una amenaza al poder blando del Occidente democrático. Seis años después, parece que el desplazamiento a Oriente del poder geopolítico se ha revertido.

A principios de 2023, tras tres años de cuarentenas asfixiantes, China reabrió sus puertas al mundo. «China ha vuelto», declararon muchos. Pero llegado el segundo trimestre, el panorama económico del país comenzó a empeorar semana a semana, y los comentaristas occidentales dieron marcha atrás. Primero habían dado la alerta de que China estaba superando a Occidente; ahora sostenían que su mejor momento ya había pasado, y que su declive pondría en riesgo la estabilidad global. (En estas narrativas, China siempre es una amenaza, tanto si va en subida como en bajada.)

Ahora que la dirigencia china está atareada combatiendo incendios en casa, ya nadie habla de aprender algo de China. Si el discurso que pronunció Xi en 2017 señaló el momento en que China «se asumió» como superpotencia (capaz de proveer no sólo efectivo sino también ejemplo), puede que haya sido el triunfo geopolítico más efímero de la historia moderna. Pero aunque China ya no esté «ganando», sería un error desestimar su experiencia reciente como irrelevante. De hecho, la combinación de avances y retrocesos de China, desde la «reforma y apertura» de los ochenta hasta la actualidad, la vuelve incluso más instructiva que si fuera un total milagro.

La gestación de la edad dorada de China

Para evaluar esos vaivenes resulta útil un término tomado de la historia estadounidense. Lo mismo que Estados Unidos, China ha tenido su propia «edad dorada», un tiempo que produjo crecimiento, pero también numerosos problemas nuevos.

Es importante destacar que en inglés, el período aludido no se llama «golden age» sino «gilded age». Gilded (bañado en oro) da a entender que por debajo de la resplandeciente apariencia del oro hay una base de otro metal oscuro. Por eso novelistas como Mark Twain y Charles Dudley Warner se valieron de esta metáfora para caracterizar el ascenso de los Estados Unidos como potencia industrial global a fines del siglo XIX (más o menos entre 1880 y 1900). Fue un tiempo de crecimiento espectacular, pero también de corrupción escandalosa, desigualdad y burbujas financieras. Si uno toma algunas historias de la edad dorada estadounidense y les pone a los actores nombres chinos, le parecerá estar leyendo algún tabloide de cualquier lugar de China.

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Cuando Xi llegó al poder, en 2012, China podía alardear de numerosos logros, tras haber sostenido el crecimiento necesario para sacar a 800 millones de personas de la pobreza absoluta. Pero al mismo tiempo, imperaba en las élites la corrupción descarada, la desigualdad de ingresos superaba a la de Estados Unidos, los gobiernos de nivel local se ahogaban en deudas, y asomaba por el horizonte una burbuja inmobiliaria.

De modo que Xi heredó una China que gozaba de prosperidad, pero que al mismo tiempo estaba sumida en los excesos de una edad «bañada en oro». Visto con este cristal, es un error preguntarnos cómo logró China su «milagro económico», porque da por sentado que el crecimiento del PIB siempre constituye un éxito absoluto. Una pregunta mejor es: ¿cómo es que China acabó en su propia edad dorada de capitalismo prebendario y crecimiento desbalanceado y peligroso?

Es una gran pregunta, y he dedicado dos libros (How China Escaped the Poverty Trap y China’s Gilded Age) a tratar de responderla. En esencia, aunque Deng Xiaoping (el innovador reformista que sucedió a Mao Zedong) inició una nueva política económica con un énfasis extraordinario en el crecimiento, en la práctica también le puso fecha de caducidad.

Deng aplicó políticas pragmáticas que liberaron al sector privado; se asoció y comerció con Estados Unidos; e introdujo la competencia, la rendición de cuentas y mecanismos de adaptación en el aparato de gobierno. Lo más importante es que todas sus reformas se basaban en una discreta revolución política: un cambio radical desde el gobierno unipersonal de Mao hasta un nuevo modelo de liderazgo colectivo y limitado en el tiempo. Deng nunca avaló la corrupción, pero anunció que «algunos se enriquecerán antes», dando a entender que los funcionarios del PCCh sacarían provecho personal de hacer su parte en el proceso de impulsar el crecimiento del PIB a toda costa.

A continuación, bajo Jiang Zemin (1989‑2002) y Hu Jintao (2002‑12), la orientación inicialmente rural de las reformas de mercado chinas (que beneficiaron en gran medida a los agricultores pobres) giró en dirección decididamente urbana, con el auge de la fabricación de bienes exportables y de la inversión extranjera (incluida la reubicación de fábricas estadounidenses), con lo que las mayores ganancias fueron para la industria. Las áreas rurales comenzaron a proveer a las ciudades un enorme excedente de trabajadores, desprovistos de acceso igualitario a los servicios urbanos, y esto permitió mantener reducido el costo de la mano de obra. Luego, en la primera década de este siglo, la tierra y los bienes raíces se convirtieron en los motores de crecimiento preferenciales. Pero esto generó una gran concentración de la riqueza, y creó «barones ladrones», como Hui Ka Yan (fundador de la desarrolladora Evergrande, al que en septiembre pusieron bajo «vigilancia residencial»); al mismo tiempo, la inmensa mayoría de los chinos no tenía acceso a vivienda o tenía que pagar una fortuna por ella.

Las reformas capitalistas de Deng no fueron un fracaso; por el contrario, cumplieron una función histórica en el proceso de sacar a China de la pobreza en una sola generación. Cuando Xi tomó el relevo, se halló ante la tarea de confrontar los excesos del modelo anterior y facilitar la transición a un modelo nuevo. Para ello, inició un movimiento anticorrupción, seguido por la campaña de «prosperidad compartida», con énfasis en el crecimiento equitativo de alta calidad. En la edad dorada de los Estados Unidos, los excesos del capitalismo motivaron una ola general de reformas sociales, económicas y políticas a través del activismo democrático, en lo que dio en llamarse la «era progresista». En forma similar, la China de Xi atraviesa una «era progresista roja», en la que para hacer frente a la misma clase de problemas, se apela a métodos dirigistas y «campañas» al modo comunista.

Xi decidió acompañar su agenda social «progresista» con una concentración extrema del poder personal, aumento de la represión y control ideológico. Entre otras cosas, esto implicó reafirmar el papel del sector estatal en la economía, iniciar una ambiciosa política exterior y ordenar tres años de restricciones en la búsqueda de la «COVID cero». Esta última política no fue por sí sola la causa del estancamiento económico de la actualidad, pero amplificó desequilibrios económicos y tensiones políticas que llevaban más de dos décadas en gestación.

El modo errado de aprender

Las edades doradas ofrecen muchas lecciones que aprender, si sabemos extraer de ellas las enseñanzas correctas. Lo difícil es reconocer lo ambiguo de sus resultados, en vez de caricaturizarlos como «éxitos» o «fracasos». La idea de desarrollo de los economistas tiende a igualar crecimiento del PIB con progreso; y además, atribuye el «éxito» a una causa sencilla, o a unas pocas, que pueden «copiarse» en otros lugares. Un buen ejemplo es la actual «edad dorada 2.0» en los Estados Unidos.

El final de la Guerra Fría dio a Estados Unidos una victoria definitiva y lo convirtió en superpotencia indiscutida del mundo. El politólogo Francis Fukuyamasostuvo entonces que el liberalismo se convertiría en modelo universal de gobernanza, no sólo en Occidente sino en todo el mundo. En los ochenta y los noventa, el gobierno estadounidense y organismos internacionales con sede en Washington tuvieron carta blanca para recetar a los países en desarrollo la adopción de políticas de mercado (como la privatización, la desregulación y el libre comercio).

Dentro de los Estados Unidos, la firme convicción en la capacidad del libre mercado para ofrecer las mejores soluciones a todos los problemas adquirió coherencia doctrinal con el nombre de «neoliberalismo». La ciencia económica ortodoxa reforzó el consenso político publicando una andanada de estudios para demostrar que el crecimiento depende ante todo de tener «buenas instituciones» (en referencia a la protección de la propiedad privada y la limitación del poder estatal), pero omitió convenientemente mencionar la relevancia histórica de la capacidad estatal y de la intervención pública, así como la erradicación de poblaciones indígenas y la explotación colonial, en el proceso de desarrollo de Occidente.

Pero la fe en el neoliberalismo sufrió un duro golpe en 2008. La desregulación y años de imprudencia de las instituciones financieras de los Estados Unidos en la asunción de riesgos culminaron en una crisis financiera global; al sector financiero se lo rescató, pero la economía real padeció. El aumento de la desigualdad extrema continuó, y Donald Trump ascendió al poder aprovechando el difundido resentimiento popular contra el establishment.

En retrospectiva, la «victoria total» de Estados Unidos tras la Guerra Fría ahora parece el inicio de una era de hibris. No por azar, también marcó el inicio de una nueva edad dorada, en la que el lugar que habían tenido en la otra los magnates del acero y de los ferrocarriles lo ocuparon las grandes firmas financieras, las empresas farmacéuticas y las megatecnológicas, todas ellas bien provistas de dinero para hacer lobby y financiar candidaturas. Ahora muchos que antes defendían al neoliberalismo están horrorizados, e insisten en que el Estado gaste más, aplique políticas industriales y recupere el control de los mercados.

Los analistas y los formuladores de políticas suelen pensar en términos binarios de suma cero: «éxito o fracaso», «ganadores y perdedores» (lo que se evidencia en los títulos de algunos libros muy conocidos, como Por qué fracasan los países: los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza o Apostar al desarrollo: por qué algunos países ganan y otros pierden). Esta visión ha producido el acostumbrado ciclo de euforia seguida de desilusión que ha persistido a lo largo de toda la historia moderna.

Durante los tiempos de potencia colonial de Europa occidental, su forma idealizada de «democracia liberal» se consideró una panacea (y muchos importantes académicos exageraron el papel de la Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra como impulsora de la Revolución Industrial). Después, en los Estados Unidos de la post‑Guerra Fría, el neoliberalismo se convirtió en la respuesta a todo, lo mismo que los «valores confucianos» en Asia oriental y un «Estado fuerte» en China. En todos los casos, el mismo factor al que sus defensores atribuían el éxito quedó expuesto más tarde como la causa de sus mayores problemas.

También en el caso chino se ha interpretado mal la base política del éxito. Está muy difundida hoy la falacia de que el crecimiento de China demuestra que el autoritarismo es superior a la democracia. Esta idea anima debates ideológicos en los que se enfrenta el «modelo chino» con el «modelo estadounidense», como si los éxitos de Occidente fueran resultado exclusivo de la democracia y los de China resultado exclusivo de la autocracia. En realidad, China tuvo éxito bajo Deng porque este reemplazó el modelo de liderazgo unipersonal con otro institucionalizado, y porque rechazó el dogmatismo y adoptó una cultura de «buscar la verdad a partir de los hechos». Del mismo modo, el reciente debilitamiento económico bajo Xi se debe en parte a su decisión de revivir el personalismo y los controles ideológicos.

Un problema relacionado se da cuando los comentaristas no ven las enseñanzas correctas porque se dejan engañar por sus propios sesgos y distorsiones. Por ejemplo, en China’s Gilded Age, sostengo que la corrupción de alto nivel (es decir, los intercambios de poder y riqueza dentro de las élites, por oposición al soborno de poca monta y la malversación) actuó como un «estimulante» que provocó el modelo de crecimiento desbalanceado y peligroso que ha tenido China en las últimas décadas. Pero algunos lectores, incluso académicos, tergiversaron mi argumento, como si dijera que la corrupción es beneficiosa, y me acusaron de defenderla. En realidad, lo que hice fue resaltar la hipocresía de los países ricos que olvidan su pasado corrupto (y a veces legalizan la corrupción en el presente). Una mirada a la China contemporánea nos obliga a revisar la complicada historia de los países ricos.

El modo correcto de aprender

Para aprender de China (o de cualquier historia de «éxito») no sólo tenemos que preguntarnos qué aprender, sino también qué no aprender. Deng mostró que un requisito fundamental del crecimiento económico es una combinación equilibrada de estabilidad y controles institucionales al liderazgo político. Y también es esencial una gobernanza capaz de adaptarse a las condiciones, junto con una política macroeconómica y exterior razonable. Pero no hay que creer que la solución sea concentrar el poder en manos de una sola persona, ya que en realidad, eso supone riesgo de arbitrariedad y cambios de política bruscos.

Más en general, la historia de China es un recordatorio de que cualquier éxito en modernización tiene sus salvedades. Otros países en desarrollo harían bien en evitar la búsqueda de crecimiento a toda costa, sobre todo ahora que se intensifica el cambio climático. Y el crecimiento sostenible tiene que ser inclusivo. Si sólo enriquece a una pequeña élite, a la larga puede provocar una crisis política.

Igual de importante es distinguir entre haber aprendido un principio y limitarse a copiar una práctica determinada. Un principio valioso de la China de la era de las reformas era «usar lo que se tenga»; es decir, que las comunidades aprovechaban las técnicas y los recursos del lugar para alentar actividades productivas. Un ejemplo es la práctica de «coparticipación en las ganancias», adaptada de la tradición del arrendamiento de impuestos, donde la remuneración del servicio civil está ligada de facto pero no de jure al desempeño económico. En una etapa de crecimiento temprana, esta práctica funcionó porque daba a los burócratas un fuerte incentivo para generar ingresos; pero se volvió incompatible con la búsqueda de crecimiento de mayor calidad y se la fue abandonando. Este ejemplo debería servir de inspiración a otros países para que busquen modos de dar a sus funcionarios un interés personal en el desarrollo, en formas compatibles con las prácticas locales. Pero sería un error limitarse a copiar esta práctica, que hoy incluso se ha vuelto obsoleta en algunas partes de China.

Con el ingreso de la economía china a un período de estancamiento, es indudable que seguirá dando enseñanzas en materia de desarrollo y gobernanza. La trayectoria de China nos recuerda que ninguna solución, ni siquiera una tan ingeniosa como el modelo legado por Deng, puede durar para siempre. Cada generación, y cada estadio de desarrollo, confronta un conjunto nuevo de problemas que demandan una respuesta nueva. Xi quiere demostrar que puede contenerlos apelando al control centralizado, en vez de a fuerzas descentralizadas. Pero hasta ahora la realidad no le está dando la razón.

Las soluciones de copiar y pegar y los esquemas para enriquecerse en poco tiempo sólo existen en las publicidades. Las mejores enseñanzas suelen aprenderse con esfuerzo, adaptando los principios correctos a contextos que cambian todo el tiempo.

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