deaton13_Spencer Platt_Getty Images_detroit unemployment Spencer Platt/Getty Images

El mal diagnóstico del capitalismo norteamericano

PRINCETON – Quienes defienden gravar a los ricos para darles a los pobres muchas veces tienen que soportar explicaciones trilladas de por qué esa redistribución es una política inútil. Si bien los ricos son por cierto ricos, supuestamente son demasiado pocos como para gravarlos a una escala que ayude a los pobres.

Rara vez oímos hablar del proceso inverso –la redistribución ascendente por la cual unos pocos centavos que se les cobran a todos hacen muy ricos a unos pocos-. Sin embargo, eso es precisamente lo que hacen los monopolistas y los buscadores de rentas cuando les cobran de más a los consumidores, pagan menos impuestos y financian a políticos que protegerán el proceso de sacarles a muchos para beneficiar a pocos. Peor aún, la elección norteamericana de 2020 no hace más que garantizar que esta dinámica de “goteo hacia arriba” continúe.

La dinámica del mercado bursátil durante la pandemia del COVID-19 ha sido motivo de asombro. Obviamente, con las tasas de interés cercanas a cero, son muy pocos los lugares donde los inversores pueden encontrar un retorno positivo; y es perfectamente entendible que el mercado celebre buenas noticias como el anuncio de Pfizer de que su vacuna puede ser más del 90% efectiva.

El problema, por supuesto, es que el mercado bursátil no representa todo el ingreso nacional futuro; tiene que ver exclusivamente con la parte que se refiere a las ganancias. A cualquier nivel del ingreso nacional, al mercado bursátil le irá mejor cuando las ganancias suben o, de igual manera, cuando el porcentaje que corresponde a la mano de obra cae. Desde los años 1970, el porcentaje de los salarios en el ingreso nacional de Estados Unidos ha venido achicándose. Y desde el inicio de la pandemia, a las grandes empresas tecnológicas les ha ido excepcionalmente bien, mientras que muchas firmas más pequeñas han sufrido o han tenido que cerrar. Claramente, en un día en que la euforia de la vacuna hizo subir el índice Dow Jones Industrial Average cerca del 3%, el NASDAQ, altamente tecnológico, cayó 1,5%.

Esta dinámica perversa tiene sentido cuando se considera de qué manera la pandemia ha acelerado el giro de largo plazo en el ingreso nacional de la mano de obra al capital. No sólo los empleos de los trabajadores se están extinguiendo y se vuelven menos seguros, sino que las pequeñas empresas cada vez más están perdiendo frente a grandes compañías que emplean a pocos trabajadores en relación a sus ingresos. Esto, a su vez, hace subir al mercado, que recompensa a quienes tienen carteras de acciones y pensiones con aportes definidos, mientras que a los trabajadores en el comercio minorista, la hotelería y el entretenimiento se los deja afuera a la intemperie.

Si el Partido Demócrata hubiera obtenido una mayoría sólida en el Senado además de ganar la Casa Blanca y retener la Cámara de Representantes, tal vez habría existido la posibilidad de revertir estas tendencias mediante una acción legislativa. El saqueo de los hogares norteamericanos por parte del sistema de atención médica de Estados Unidos podría haberse controlado mediante la introducción de una opción pública de seguro médico, aún si alternativas más radicales (como “Medicare para todos”) siguieran estando fuera de alcance. Podría haber sido posible reemplazar o complementar la atención médica basada en el empleador –que es financiada por lo que efectivamente es un impuesto de capitación a los trabajadores- con un sistema financiado a través del ingreso tributario general.

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Asimismo, si a los demócratas les hubiera ido mejor, habría sido posible llevar a cabo una acción antimonopólica significativa contra las Grandes Tecnológicas. Habría existido al menos alguna posibilidad de sancionar legislación climática. Y la larga marcha de leyes antisindicales podría haberse desacelerado o inclusive revertirse. Pero ahora, los pocos republicanos en el Congreso que estaban dispuestos a felicitar a Biden por su victoria, e inclusive a algunos demócratas centristas, se opondrán a medidas “socialistas” como el Nuevo Trato Verde o la reforma de la atención médica.

Asimismo, las cortes seguirán impulsando la agenda pro-negocios. Últimamente se le ha prestado mucha atención, entendiblemente, a la cuestión del aborto. Pero vale la pena recordar que la Corte Suprema también encabeza un sistema legal que tiende a fallar a favor de la eficiencia económica, preocupándose poco o nada por la distribución.

Los economistas tienen una buena dosis de responsabilidad en todo esto. En la primera mitad del siglo XX, el fracaso el capitalismo en la Gran Depresión permitió el triunfo del keynesianismo, con su rol para el estado. Pero luego rápidamente se produjo una contrarrevolución que comenzó con Friedrich von Hayek justo antes de la Segunda Guerra Mundial, y culminó con Milton Friedman y sus colegas diciendo –bastante acertadamente- que el estado también tiene problemas. Mientras George Stigler nos enseñó sobre captura del regulador, James Buchanan mostró que no siempre se puede esperar que los políticos actúen en el interés público, y Ronald Coase demostró que las externalidades se pueden mejorar sin recurrir a la acción del estado.

De manera menos convincente, Friedman insistía en que la desigualdad no es un problema y se manifestaba en contra de una tributación eficiente –ya sea a través de una recaudación de pago inmediato, el impuesto a la herencia o el cierre de paraísos fiscales-. El jurista Richard Posner, por su parte, desempeñó un papel clave a la hora de llevar estas ideas al poder judicial. Con el argumento de que la justicia requiere que la sociedad maximice su riqueza total, defendió favorecer a los productores por sobre los consumidores y a la riqueza por sobre los necesitados. La desigualdad llegó a ser vista no sólo como poco problemática, sino como la marca distintiva de una sociedad justa.

Esta concepción de la justicia sería considerada absurda si las cortes norteamericanas no la aplicaran con tanta frecuencia. Después de recoger la cosecha arruinada de estas ideas durante tanto tiempo, es hora de reconsiderar –no sólo rechazando todas las apreciaciones de la contrarrevolución post-keynesiana, sino construyendo sobre ellas y más allá de ellas.

Regresar a una forma de capitalismo más innovadora y competitiva exige que revirtamos la demonización del estado. Actualmente tenemos un sistema en el cual pocos prosperan a expensas de muchos. Para las dos terceras partes de los norteamericanos sin un título, la expectativa de vida está cayendo, sobre todo porque las compañías farmacéuticas han recibido una licencia (sobornando al Congreso) para generar adicciones en la gente y matarla para obtener ganancias. Algunas de las corporaciones más grandes del mundo –y anteriormente admiradas- suelen evadir el pago de impuestos, incumpliendo con sus obligaciones con las instituciones sociales, económicas y estatales que las alimentaron, y sin las cuales no podrían existir.

La partida del presidente Donald Trump disminuirá el capitalismo de compinches y el saqueo de las arcas públicas por parte de su familia y amigos. Pero no reparará un sistema quebrado. El potencial del capitalismo norteamericano de fomentar la innovación y el bienestar sigue siendo ilimitado, pero hoy en día sus defectos literalmente están acabando con la vida de muchos norteamericanos. Los buscadores de rentas son, y probablemente sigan siendo, demasiado poderosos para el bien del país.

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