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Venecia y la maldición de la belleza

MILÁN – Los países con grandes riquezas o abundancia natural a menudo resultan víctimas de esas bendiciones. Desde hace mucho los economistas saben que las naciones con vastos recursos pueden quedar atrapadas en ciclos de lento crecimiento económico, intensa degradación ambiental y debilidad de las instituciones democráticas... pero esos problemas no solo son patrimonio suyo, los países que cuentan con una herencia artística y arquitectónica única también pueden sufrir esa «maldición de los recursos». Los imponentes monumentos de un pasado histórico pueden generar rentas económicas y distorsiones sectoriales muy similares a las que producen las grandes reservas de combustibles fósiles y minerales preciosos.

Venecia es un claro ejemplo, plagada por el turismo rápido y barato, sufre cada vez más la «maldición de la belleza»; la reciente decisión del municipio de cobrar entrada (5,45 dólares) a los viajeros que la visitan solo por el día confirma un problema mayor: va camino a convertirse en un museo a cielo abierto, un mausoleo cultural.

Los recursos naturales y la belleza arquitectónica no son tan distintos entre sí como puede parecer, ambos son bienes escasos y están concentrados geográficamente. En el caso de Venecia, la ciudad es una obra maestra arquitectónica, hasta en los edificios más pequeños puede haber obras de algunos de los artistas más famosos del mundo: desde Girgione y Tiziano hasta Tintoretto y Veronese. Por eso la UNESCO no designó como patrimonio de la humanidad solo a algunos de sus edificios o barrios, sino a toda la ciudad.

Pero esa inmensa riqueza arquitectónica y cultural puede crear una trampa económica; cuando solo unas pocas industrias extractivas lucrativas atraen a la mayor parte del capital humano y financiero de una economía, pueden desplazar a la inversión de otros sectores y, en última instancia, impedir la diversificación sectorial y perjudicar su competitividad general. Es una dinámica conocida como la «enfermedad neerlandesa», porque es precisamente lo que les ocurrió a los Países Bajos cuando descubrieron un gran yacimiento de gas natural a fines de la década de 1950.

En Venecia, la elevada demanda de servicios relacionados con el turismo, que garantizan amplios márgenes de ganancia, desplazó a la oferta de servicios para los residentes, y por ello la histórica ciudad se está tornando cada vez más inhabitable. Su población cayó de 150 000 en la década de 1960 a cerca de 50 000 en la actualidad, y los vecindarios con menos atracciones turísticas ya aparecen ciudades fantasma. Hay edificios abandonados, las calles están vacías y casi no quedan tiendas de comestibles. Los únicos destellos de la vida real son los pocos bares tradicionales («bacari») que siguen abiertos. Los alumnos universitarios dan vida a la noche, por lo demás aletargada, y los pocos eventos culturales están orientados a los turistas, que son cada vez más.

Dos décadas atrás, Venecia recibía al año más de 2 millones de visitantes que solo pasaban una noche allí; para 2022 ese número había trepado hasta los 3,2 millones y la cantidad de visitantes que solo pasan durante el día fue de aproximadamente 30 millones. No es sorpresa que los pocos venecianos que quedan trabajen de manera directa o indirecta en el sector turístico, lo que ha causado la desertificación económica del resto de la ciudad. Debido a que las industrias tradicionales —como la química y la acerera— están desapareciendo, el Ministerio de Desarrollo italiano declaró que Venecia y su entorno están en crisis industrial.

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Ciertamente, la maldición de la belleza no es propiedad exclusiva de Venecia, hay muchas pequeñas aldeas y pueblos en el mundo cuyas economías quedaron completamente captadas por el turismo. Y en ciudades grandes y bien desarrolladas como Barcelona y Roma, el turismo masivo es una amenaza cada vez mayor para la calidad de vida de sus habitantes. De todas formas, la escala del problema en Venecia es asombrosa: no estamos hablando de una pequeña villa medieval cuyo único futuro pasa por capitalizar su pasado, Venecia es una gran ciudad europea que podría aspirar a otra cosa... alguna vez sede de un próspero imperio, fue durante siglos un puente entre Oriente y Occidente. Aun cuando la vida diaria no es fácil en una ciudad sobre el agua, Venecia siempre salió adelante.

Se prevé que la tarifa de ingreso, que inicialmente fue un programa piloto entre abril y mediados de junio, volverá en 2025 de manera permanente (y probablemente se duplique); pero es improbable que disuada al turismo rápido. Aunque contribuirá a absorber parte de los costos que genera el turismo (como la recolección y disposición de residuos), no revertirá el deterioro de la ciudad. Después de todo, la mayoría de las demás iniciativas cívicas se centran en la amenaza que implica el aumento del nivel del mar. Más allá de lo necesario de esas campañas, solo protegerán la belleza arquitectónica existente y no harán nada por revitalizar la ciudad. Los palacios seguirán convirtiéndose en museos, porque nadie quiere vivir allí.

La situación requiere una estrategia integral y a largo plazo para repoblar la laguna Veneta. Venecia, atrayendo talento de todo el mundo, podría transformarse una vez más en un floreciente y dinámico centro cultural y comercial mundial; podría redescubrir el ingenio, la inventiva y la industriosidad con los que forjó su grandeza en el pasado. La meta no debiera ser la mera preservación y explotación de la herencia artística y cultural, sino su ampliación. Eso implica superar el enfoque extractivo que lentamente está desangrando a la ciudad.

La veces artística, como los recursos naturales, debiera ser una bendición; pero sin la gestión adecuada y una estrategia ambiciosa... la belleza puede resultar fatal.

Traducción al español por Ant-Translation.

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