NUEVA YORK – Una mujer vestida de negro hasta los tobillos y cubierta con un velo o un chador completo camina por una calle europea o norteamericana, rodeada de otras mujeres con camisetas sin mangas, minifaldas y pantalones muy cortos. Pasa bajo inmensos carteles de anuncios en los que otras mujeres se derriten en pleno éxtasis sexual, brincan con ropa interior o simplemente se estiran lánguidamente, casi completamente desnudas. ¿Acaso podría esa imagen ser más representativa de la incomodidad que Occidente siente ante las costumbres sociales del islam y viceversa?
NUEVA YORK – Una mujer vestida de negro hasta los tobillos y cubierta con un velo o un chador completo camina por una calle europea o norteamericana, rodeada de otras mujeres con camisetas sin mangas, minifaldas y pantalones muy cortos. Pasa bajo inmensos carteles de anuncios en los que otras mujeres se derriten en pleno éxtasis sexual, brincan con ropa interior o simplemente se estiran lánguidamente, casi completamente desnudas. ¿Acaso podría esa imagen ser más representativa de la incomodidad que Occidente siente ante las costumbres sociales del islam y viceversa?