MADRID – Cuando la política exterior de un país se deja arrastrar por corrientes emotivas y sucumbe a tentaciones efectistas, la diplomacia suele quedar relegada a un segundo plano. Ocurrió en EE. UU. tras los atentados del 11-S y, más recientemente, durante el estridente mandato de Donald Trump. El mejor ejemplo tal vez sea el acuerdo nuclear con Irán, que se gestó en 2015 tras años de arduas negociaciones, solo para que Trump lo desechase entre aspavientos como parte de su estrategia de “presión máxima” contra Teherán. Dicha estrategia, arrogante y miope, se ha saldado con un rotundo fracaso, que ahora debemos reconducir contra reloj en las conversaciones que se han puesto en marcha en Viena.
MADRID – Cuando la política exterior de un país se deja arrastrar por corrientes emotivas y sucumbe a tentaciones efectistas, la diplomacia suele quedar relegada a un segundo plano. Ocurrió en EE. UU. tras los atentados del 11-S y, más recientemente, durante el estridente mandato de Donald Trump. El mejor ejemplo tal vez sea el acuerdo nuclear con Irán, que se gestó en 2015 tras años de arduas negociaciones, solo para que Trump lo desechase entre aspavientos como parte de su estrategia de “presión máxima” contra Teherán. Dicha estrategia, arrogante y miope, se ha saldado con un rotundo fracaso, que ahora debemos reconducir contra reloj en las conversaciones que se han puesto en marcha en Viena.