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La miopía transaccional de Trump

CAMBRIDGE – Puede que los ataques del Presidente estadounidense Donald Trump a las injustas políticas comerciales y tecnológicas de China hayan estado justificados, pero su táctica ha dañado las instituciones y las alianzas de las que Estados Unidos depende. ¿Compensarán las ganancias de corto plazo los costes institucionales de más largo plazo?

Quienes defienden a Trump plantean que su enfoque unilateral y agresivo rompió la inercia del régimen de comercio internacional y evitó que otros países diluyeran el poder estadounidense. Pero la diplomacia transaccional de Trump es muy diferente de la visión internacional en asuntos exteriores que el ex Secretario de Estado George Shultz alguna vez describió como una paciente “jardinería”.

Desde la Segunda Guerra Mundial los presidentes estadounidenses han tendido a apoyar las instituciones internacionales y buscaron ampliarlas. Ejemplos de ello son el Tratado de No Proliferación Nuclear bajo Lyndon B. Johnson, los acuerdos de control de armas bajo Richard Nixon, Gerald Ford y Jimmy Carter, el acuerdo de Rio sobre el cambio climático bajo George H. W. Bush, la Organización Mundial de Comercio y el Régimen de Control de Tecnología de Misiles bajo Bill Clinton o el acuerdo climático de París bajo Barack Obama.

No fue sino hasta Trump que un gobierno estadounidense adoptó una política abiertamente crítica de las instituciones multilaterales. En 2018, el Secretario de Estado Mike Pompeo proclamó que desde el fin de la Guerra Fría el orden internacional no ha estado a la altura de las expectativas de EE.UU., quejándose de que “el multilateralismo ha llegado a verse como un fin en sí mismo. Se supone que mientras más tratados firmemos, más seguros estaremos. Mientras más burócratas tengamos, mejor haremos el trabajo”. La administración Trump adoptó un enfoque estrictamente transaccional hacia las instituciones.

Las instituciones son sencillamente patrones valorados de conductas sociales. Son más que organizaciones formales, que a veces se osifican y deben ser reformadas o eliminadas. Las organizaciones pueden ser instituciones, pero incluso más importante es todo el régimen de reglas, normas, redes y expectativas que crean funciones sociales y obligaciones morales. Por ejemplo, una familia no es una organización sino una institución social en que el papel de los padres abarca obligaciones morales acerca de los intereses de más largo plazo de su progenie.

Algunos partidarios del enfoque realista en política exterior les restan valor a las instituciones sobre la base de que la política internacional es anárquica y un juego de suma cero: mi ganancia es tu pérdida, y viceversa. Pero en la década de los 80 el politólogo Robert Axelrod de la Universidad de Michigan utilizó torneos por computadora para mostrar que los juegos en que existe un incentivo racional para hacer trampa en el corto plazo se pueden transformar cuando existe la expectativa de una relación con continuidad en el tiempo. Al mejorar lo que Axelrod llamó “la sombra del futuro”, las instituciones internacionales pueden fomentar la reciprocidad y la cooperación, con consecuencias que van mucho más allá de una transacción específica. Esto es lo que no ve la miopía transaccional de Trump.

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Por supuesto, algunas veces las instituciones pierden su valor y su legitimidad: la esclavitud o la segregación, que en el pasado eran ampliamente aceptados, son claros ejemplos de ello. En el ámbito de las relaciones internacionales, a la administración Trump le inquietaba que las instituciones posteriores a 1945 hubieran inmovilizado al gigante estadounidense con cuerdas, y era una preocupación válida. Los liliputienses usan las cuerdas institucionales multilaterales para limitar el poder de negociación que, de otro modo, tendría el Gulliver estadounidense en cualquier mesa bilateral.

En el corto plazo, EE.UU. puede usar su gran peso y sus recursos para romper esas limitaciones institucionales y elevar al máximo su poder de negociación. Pero también puede ver esas mismas instituciones como medios para hacer que otros actores apoyen bienes públicos e instituciones globales que contribuyen a sus propios intereses de largo plazo. Estados Unidos se queja de los polizontes, pero es el que conduce el bus.

Los términos “orden internacional liberal” o “Pax Americana” que se usaron para el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial ya no describen con exactitud el papel estadounidense en el mundo actual. Sin embargo, a menos que los países más grandes tomen la iniciativa en la creación de bienes públicos globales, estos no se proveerán, afectando a los estadounidenses además de a otros actores. Resulta evidente que no es posible apartarse de los problemas internacionales y que el aislamiento no es una opción.

Poner en contraposición al nacionalismo y la globalización es una falsa disyuntiva. Las opciones de políticas importantes para los futuros presidentes estadounidenses girarán en torno a dónde y cómo involucrarse. El liderazgo estadounidense no es lo mismo que su hegemonía, su dominación o su intervención militar. Incluso durante las siete décadas de predominio estadounidense después de 1945, siempre ha habido grados de liderazgo e influencia, y la política exterior de EE.UU. funcionó mejor cuando los presidentes comprendían la importancia de las redes de colaboración multinivel con otros. La hegemonía (en el sentido de controlar) y la unipolaridad global que apuntalaron la política exterior estadounidense tras el fin de la Guerra Fría siempre fueron ilusorias.

Los socios externos de Estados Unidos lo ayudan cuando quieren, y sobre su disposición a hacerlo influyen no solo su poder militar y económico duro, sino también su poder blando de atracción sustentado por una cultura abierta, valores democráticos liberales y políticas formuladas de modos que se perciben como legítimos. El respeto jeffersoniano a las opiniones de la humanidad y el uso wilsoniano de las instituciones que fomenta la reciprocidad y fortalece la larga sombra del futuro han sido cruciales para el éxito de la política exterior estadounidense. Como nos recuerda Henry Kissinger, el orden mundial depende de la capacidad de un estado líder de combinar poder y legitimidad. Las instituciones mejoran la legitimidad.

El o la sucesora de Trump, cuando sea que llegue, tendrá que abordar el reto de re-educar al pueblo estadounidense acerca de una política exterior mediante la que EE.UU. provee bienes públicos en colaboración con otros actores y usa su poder blando para atraer su disposición a hacerlo. El éxito de la primacía estadounidense tras 1945 dependió del ejercicio del poder con otros, además de sobre ellos. Esto se verá acentuado por los nuevos problemas trasnacionales del siglo veintiuno como las pandemias, el cambio climático, el terrorismo y la delincuencia informática. Es muy posible que el éxito futuro de la política exterior estadounidense esté determinado más por cuán velozmente los estadounidenses puedan re-aprender estas lecciones institucionales que por el ascenso y declive de otras potencias.

Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

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