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El emperador grotescamente mediocre de Estados Unidos

PRINCETON – Durante los últimos diez años, los académicos han estado debatiendo sobre cómo dar sentido al ascenso y dominio de Donald Trump. Han recurrido a etiquetas como populismo y fascismo, y han propuesto diversos paralelismos históricos -algunos de ellos bastante extravagantes (“Martín Lutero fue el Donald Trump de 1517”). Pero ahora el propio Trump ha ofrecido una pista, al publicar en las redes sociales que “quien salva a su país no viola ninguna ley” -una cita muchas veces atribuida a Napoleón, aunque lo más probable es que Balzac la pusiera en boca del emperador.

A Napoleón se lo suele considerar un ejemplo paradigmático del cesarismo, término inventado en el siglo XIX para caracterizar y legitimar una forma particular de gobierno autocrático. ¿Es la etiqueta que todos buscábamos? Si bien existen algunos paralelismos sorprendentes, en el régimen de Trump faltan elementos cruciales del cesarismo.

Pero primero consideremos las similitudes. Incluso antes de hacerse con el poder, Napoleón -al igual que Trump- había intuido que la propaganda es crucial para la política de masas moderna. Editó personalmente boletines sobre las victorias de su ejército y encargó un flujo constante de panfletos, retratos y periódicos autopromocionales con títulos como el Diario de Bonaparte y Hombres virtuosos. Aunque las referencias a César -una figura imponente de la antigüedad- eran habituales, recién en 1800 se ofreció al público un volumen que establecía de forma exhaustiva Un paralelismo entre César, Cromwell, Monck y Bonaparte. Su autor era el ministro del Interior, Lucien, hermano de Napoleón.

Quienes establecían este paralelismo destacaban que un César es un líder carismático que canaliza (de manera crucial) “la voluntad del pueblo”. El sobrino de Napoleón, Luis -que fue elegido presidente en 1848, retuvo el poder mediante un golpe de estado en 1851 y más tarde se coronó emperador como Napoleón III- aprovechó esta circunstancia cuando reintrodujo el sufragio masculino universal después de que las élites conservadoras hubieran restringido el voto a los propietarios.

Pero la democracia napoleónica siempre tuvo sus límites. Ambos Napoleones recurrieron no solo a la propaganda, sino también a la policía, censurando las críticas y reprimiendo a la oposición. Cuando celebraban plebiscitos, el objetivo era demostrar el abrumador apoyo popular a algo que iban a hacer de todos modos. Solo trataron de liberalizar el sistema político cuando empezaron a enfrentarse a una incertidumbre política y a un retroceso significativos: Napoleón I en los 100 días posteriores a su regreso de Elba, y Napoleón III durante los últimos años de su reinado.

Napoleón ha sido calificado de “emperador mediático” moderno, y ambos Napoleones se basaron en difundir la historia de su improbable ascenso (la sorprendente elección de Napoleón III en 1848, tras varios golpes de estado fallidos, se asemeja inquietantemente al improbable regreso de Trump al poder). Pero también trataron de conseguir logros espectaculares para mantener cautivados a los ciudadanos. Como dijo Napoleón Bonaparte, “un gobierno recién nacido como el nuestro necesita asombrar y maravillar a la gente para consolidarse, o se hundirá”.

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Sus medios eran, por supuesto, marciales. Intentó demostrar un toque popular en su relación con el ejército, “tratando a sus soldados como iguales, dirigiéndose a ellos en un lenguaje deliberadamente familiar y emotivo”, escribe el historiador David Bell. Pero además de la gloria militar, Napoleón embelleció a París con edificios espectaculares y encargó a sus ingenieros que mejoraran el suministro de agua y el sistema de alcantarillado.

Napoleón III también llevó a cabo espectaculares hazañas urbanísticas. Su prefecto del Sena, Georges-Eugène Haussmann, construyó bulevares de gran belleza, lo suficientemente largos como para ofrecer vistas asombrosas y lo suficientemente anchos como para desplegar rápidamente al ejército en caso de insurrección. En uno de los primeros casos de aburguesamiento, los trabajadores y los pobres fueron sistemáticamente desplazados del centro de la ciudad.

Trump también tiene una agenda arquitectónica. Una de sus órdenes ejecutivas menos destacadas, “Promover una bella arquitectura cívica federal”, aboga por una vuelta a los edificios federales de estilo clásico (el resultado, si lo hay, serán edificios dorados tipo McMansion con “hormigón grabado y columnas de espuma envueltas en plástico”, predice un crítico). Del mismo modo, la retórica de Trump sobre la ampliación de Estados Unidos para incluir a Canadá y Groenlandia recuerda los días más oscuros del imperialismo del siglo XIX, cuando la gloria se equiparaba a la expansión territorial.

Más concretamente, el único talento real de Trump consiste en explotar nuestra disposición a comprar su imagen de hombre de negocios exitoso, a pesar de que su verdadera carrera empresarial fue una cadena de fracasos. En este sentido, se parece a Napoleón III, una “mediocridad grotesca”, según Karl Marx, que vivía de una fantasía de grandeza. En su caso, la fantasía resultó ser lo suficientemente popular como para llevar a cabo lo que los politólogos llaman un autogolpe: un líder que llega al cargo legalmente utilizando medios ilegales para permanecer en el poder. Trump, tras fracasar el 6 de enero de 2021 en tal empeño, podría volver a intentarlo durante su segundo gobierno.

Aun así, la analogía del cesarismo es, en última instancia, errónea. En el nivel más básico, Trump carece de logros. Cuando Goethe elogió la “productividad de los hechos” de Napoleón, no se refería solo a las victorias en el campo de batalla. Se trataba de un hombre hecho a sí mismo que reformuló el estado y el sistema jurídico francés.

Mientras que ambos Napoleones consiguieron presentarse como figuras que habían trascendido partidos y clases gracias a la magnitud de su apoyo popular, Trump es un republicano militantemente partidista que está impulsando el objetivo de su partido de recortar los impuestos a los ricos. Lejos de arrastrar por sí solo al estado norteamericano hacia el futuro, su aliado Elon Musk lo está saboteando gratuitamente. Donde los Napoleones prometían orden y el fin de la agitación revolucionaria, Trump y sus secuaces, aparentemente embelesados con la idea de que la “disrupción” es buena para algunos negocios, están sembrando el caos a propósito.

La frase arrojadiza de Trump sobre estar por encima de la ley no responde a las aspiraciones cesaristas. No es ni más -ni menos- que retórica autoritaria común y corriente, diseñada para legitimar la violencia. El líder autocrático de El Salvador, Nayib Bukele, ha publicado la misma frase, y también apareció en el manifiesto del asesino en masa noruego Anders Breivik. En nombre de la defensa de Europa contra el Islam, mató a 77 personas en Oslo y en una isla cercana en 2011. ¿Y tú, MAGA?

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