WASHINGTON, DC – Pase lo que pase con su candidatura (si obtiene o no la nominación por el Partido Republicano o incluso si es electo presidente) los estadounidenses y el resto del mundo estarán mucho tiempo preguntándose como fue que ocurrió el fenómeno Donald Trump (ya lo están haciendo).
Lo primero que hay que entender es que en Estados Unidos, los partidos políticos no deciden quién se presenta a elecciones. Son básicamente grupos de funcionarios que organizan el proceso de elegir el candidato presidencial del partido y trabajan para que este obtenga triunfos en las elecciones de noviembre.
Pero los candidatos en sí son independientes. Deciden por sí mismos si se presentarán a elecciones, según la confianza que tengan en poder ganar (y a veces, lo que digan las encuestas al respecto) y su capacidad de obtener los fondos necesarios.
Algunos se presentan por vanidad o por codicia. Incluso para un candidato perdedor, la publicidad que atrae la campaña puede significar el contrato para un libro, un trabajo en televisión o una carrera bien paga como conferenciante (e incluso las tres cosas a la vez). Trump se presentó por su renombre. Un constructor rico y famoso, que dio su apellido a toda clase de edificios, protagonista de un “reality show” que estuvo mucho tiempo en horario central: un imán para la cultura popular estadounidense. Sabía que con un sistema de partidos tan nebuloso como el de Estados Unidos, podía tomar él solo la decisión de competir para ser candidato del Partido Republicano, y que ninguna estructura partidaria podría detenerlo. (O al menos, es lo que espera, si llega a la convención de Cleveland de mitad de año sin delegados suficientes para asegurarse la nominación.)
Trump supo leer el espíritu de los tiempos: apeló al malestar de la clase trabajadora, relegada por la conversión de una economía fabril a otra basada en la información. Fue la más perjudicada por tratados de libre comercio como el NAFTA, que alentó a las empresas estadounidenses a llevarse sus fábricas a México y dio a los empresarios que se quedaron poder de negociación para reprimir los salarios.
Trump habla pestes del NAFTA, y promete que como presidente puede lograr acuerdos mucho más favorables a los trabajadores. Y desde muy temprano basó su campaña en la xenofobia: la inauguró llamando a los inmigrantes mexicanos “violadores” y “asesinos”.
La campaña de Trump se basa en su reputación de empresario superexitoso (aunque sea discutible, ya que tuvo cuatro quiebras y algunas de las empresas basadas en su marca personal fracasaron). Le molesta que le pregunten si es verdad que su fortuna asciende a diez mil millones de dólares (como dice él), y se resiste a publicar sus declaraciones de impuestos (como se espera de los aspirantes a la presidencia).
Aunque sigue hablando de su promesa absurda de construir un muro en la frontera con México (y hacérselo pagar), ahora centró su discurso en el comercio internacional. No es coincidencia que tanto Trump como Bernie Sanders (el adversario de Hillary Clinton en la interna del Partido Demócrata) den tanta importancia a este tema. Los dos cabalgan a lomos de una revuelta de la clase media. El desempleo entre los graduados universitarios recientes (un electorado clave para Sanders) es 12%. En cuanto a Trump, la mayoría de sus seguidores tal vez no fueron a la universidad, y si perdieron sus empleos por un tratado de libre comercio (o piensan que fue así), no recibieron la recapacitación que les prometieron (o tienen empleos cuyos salarios no cambiaron en años).
La campaña de Trump tuvo un tufillo fascista desde el primer momento: he aquí un hombre fuerte, que quitará las barreras que impiden a sus partidarios progresar, que mejorará sus vidas sólo con la fuerza de su voluntad.
En un mitín de campaña que tuvo lugar en Birmingham (Alabama) en noviembre, cuando algunos de sus seguidores golpearon a un manifestante opositor negro, Trump los alentó a golpearlo más fuerte y gritó “sáquenlo de aquí”. Fascinado con el sonido de la frase y la respuesta entusiasmada del público presente, Trump la repitió varias veces, y siguió haciéndolo en otros mitines. En vez de ignorar a esos manifestantes (como hacen muchos políticos), Trump los pone en el centro de la atención, para mostrar cómo responde un hombre fuerte.
Atizar la violencia es uno de los instrumentos de Trump para ganar poder. Si llegara a ser presidente (algo que en este punto no se puede descartar), es casi seguro que la capitalizará como herramienta para conservarlo. Los incidentes que ocurrieron a mediados de marzo en una universidad de Chicago donde estaba previsto un mitín de Trump probablemente no fueron accidente: ya la elección del lugar era una provocación. Trump se adjudicó la decisión de suspender el mitín y, sabiendo como funcionan los medios, dio entrevistas a los tres noticieros de cable más importantes, mientras se pasaban una y otra vez imágenes de los incidentes.
El establishment republicano está aterrorizado; su único objetivo ahora es evitar que Trump consiga suficientes delegados para la nominación. Pero tal vez esté demasiado dividido y debilitado para lograrlo. Además, discuten sobre la conveniencia de tratar de detenerlo en la convención, porque saben que si lo hacen podrían desatar una rebelión entre sus seguidores. Hace unas semanas, algunos pocos republicanos empezaron a hacerse a la idea de que un presidente Trump no sería tan malo; pero esto se acabó cuando Trump siguió, aparentemente, alentando la violencia. Otros republicanos concluyeron que su nacionalismo y nativismo, sumado a su ignorancia de los asuntos públicos, lo convierten en un peligro. Y ahora tienen motivos para temer que se haya soltado algo que nadie puede detener.
Traducción: Esteban Flamini
WASHINGTON, DC – Pase lo que pase con su candidatura (si obtiene o no la nominación por el Partido Republicano o incluso si es electo presidente) los estadounidenses y el resto del mundo estarán mucho tiempo preguntándose como fue que ocurrió el fenómeno Donald Trump (ya lo están haciendo).
Lo primero que hay que entender es que en Estados Unidos, los partidos políticos no deciden quién se presenta a elecciones. Son básicamente grupos de funcionarios que organizan el proceso de elegir el candidato presidencial del partido y trabajan para que este obtenga triunfos en las elecciones de noviembre.
Pero los candidatos en sí son independientes. Deciden por sí mismos si se presentarán a elecciones, según la confianza que tengan en poder ganar (y a veces, lo que digan las encuestas al respecto) y su capacidad de obtener los fondos necesarios.
Algunos se presentan por vanidad o por codicia. Incluso para un candidato perdedor, la publicidad que atrae la campaña puede significar el contrato para un libro, un trabajo en televisión o una carrera bien paga como conferenciante (e incluso las tres cosas a la vez). Trump se presentó por su renombre. Un constructor rico y famoso, que dio su apellido a toda clase de edificios, protagonista de un “reality show” que estuvo mucho tiempo en horario central: un imán para la cultura popular estadounidense. Sabía que con un sistema de partidos tan nebuloso como el de Estados Unidos, podía tomar él solo la decisión de competir para ser candidato del Partido Republicano, y que ninguna estructura partidaria podría detenerlo. (O al menos, es lo que espera, si llega a la convención de Cleveland de mitad de año sin delegados suficientes para asegurarse la nominación.)
Trump supo leer el espíritu de los tiempos: apeló al malestar de la clase trabajadora, relegada por la conversión de una economía fabril a otra basada en la información. Fue la más perjudicada por tratados de libre comercio como el NAFTA, que alentó a las empresas estadounidenses a llevarse sus fábricas a México y dio a los empresarios que se quedaron poder de negociación para reprimir los salarios.
Trump habla pestes del NAFTA, y promete que como presidente puede lograr acuerdos mucho más favorables a los trabajadores. Y desde muy temprano basó su campaña en la xenofobia: la inauguró llamando a los inmigrantes mexicanos “violadores” y “asesinos”.
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La campaña de Trump se basa en su reputación de empresario superexitoso (aunque sea discutible, ya que tuvo cuatro quiebras y algunas de las empresas basadas en su marca personal fracasaron). Le molesta que le pregunten si es verdad que su fortuna asciende a diez mil millones de dólares (como dice él), y se resiste a publicar sus declaraciones de impuestos (como se espera de los aspirantes a la presidencia).
Aunque sigue hablando de su promesa absurda de construir un muro en la frontera con México (y hacérselo pagar), ahora centró su discurso en el comercio internacional. No es coincidencia que tanto Trump como Bernie Sanders (el adversario de Hillary Clinton en la interna del Partido Demócrata) den tanta importancia a este tema. Los dos cabalgan a lomos de una revuelta de la clase media. El desempleo entre los graduados universitarios recientes (un electorado clave para Sanders) es 12%. En cuanto a Trump, la mayoría de sus seguidores tal vez no fueron a la universidad, y si perdieron sus empleos por un tratado de libre comercio (o piensan que fue así), no recibieron la recapacitación que les prometieron (o tienen empleos cuyos salarios no cambiaron en años).
La campaña de Trump tuvo un tufillo fascista desde el primer momento: he aquí un hombre fuerte, que quitará las barreras que impiden a sus partidarios progresar, que mejorará sus vidas sólo con la fuerza de su voluntad.
En un mitín de campaña que tuvo lugar en Birmingham (Alabama) en noviembre, cuando algunos de sus seguidores golpearon a un manifestante opositor negro, Trump los alentó a golpearlo más fuerte y gritó “sáquenlo de aquí”. Fascinado con el sonido de la frase y la respuesta entusiasmada del público presente, Trump la repitió varias veces, y siguió haciéndolo en otros mitines. En vez de ignorar a esos manifestantes (como hacen muchos políticos), Trump los pone en el centro de la atención, para mostrar cómo responde un hombre fuerte.
Atizar la violencia es uno de los instrumentos de Trump para ganar poder. Si llegara a ser presidente (algo que en este punto no se puede descartar), es casi seguro que la capitalizará como herramienta para conservarlo. Los incidentes que ocurrieron a mediados de marzo en una universidad de Chicago donde estaba previsto un mitín de Trump probablemente no fueron accidente: ya la elección del lugar era una provocación. Trump se adjudicó la decisión de suspender el mitín y, sabiendo como funcionan los medios, dio entrevistas a los tres noticieros de cable más importantes, mientras se pasaban una y otra vez imágenes de los incidentes.
El establishment republicano está aterrorizado; su único objetivo ahora es evitar que Trump consiga suficientes delegados para la nominación. Pero tal vez esté demasiado dividido y debilitado para lograrlo. Además, discuten sobre la conveniencia de tratar de detenerlo en la convención, porque saben que si lo hacen podrían desatar una rebelión entre sus seguidores. Hace unas semanas, algunos pocos republicanos empezaron a hacerse a la idea de que un presidente Trump no sería tan malo; pero esto se acabó cuando Trump siguió, aparentemente, alentando la violencia. Otros republicanos concluyeron que su nacionalismo y nativismo, sumado a su ignorancia de los asuntos públicos, lo convierten en un peligro. Y ahora tienen motivos para temer que se haya soltado algo que nadie puede detener.
Traducción: Esteban Flamini