Toda la gente que me encuentro afirma que le encantan los árboles –que de veras le encantan los árboles—y sin embargo, a nivel colectivo los humanos se comportan como si odiaran lo verde. Si retrocedemos un paso desde cualquier bioma en el que estemos ahora y vemos toda la Tierra y sus bosques a lo largo de la historia, veremos que la relación entre humanos y árboles
Parece curiosamente una guerra
(el título de un libro reciente de Derrick Jensen y George Draffan sobre los bosques).
La magnitud exacta del daño es difícil de discernir, porque durante muchos años no hubo registros, pero se calcula que los humanos han talado o quemado el 75% de los bosques originales del mundo. Por supuesto, algunos han vuelto a crecer o se han vuelto a plantar, pero se cree que actualmente sólo tenemos la mitad de las tierras forestales que alguna vez tuvimos en este planeta. En algunos lugares, particularmente en las regiones más áridas del globo, la deforestación fue tan severa y le siguió un pastoreo tan intenso que los bosques no han podido volver a crecer. El paisaje se ha alterado permanentemente.
Cuando pensamos en Grecia, Italia e Iraq, es probable que nos imaginemos un paisaje seco con vistas abiertas, como son actualmente. Sin embargo, los registros históricos señalan que esas regiones alguna vez estuvieron cubiertas por bosques densos. Los bosques cayeron a medida que las civilizaciones florecieron, de forma que mientras más pronto se “civilizaba” un lugar, más rápido se deforestaba. John Perlin documentó este avance del llamado progreso y la consecuente pérdida de bosques en su libro
A Forest Journey
de 1989. Así, actualmente estamos en un planeta que sólo conserva el 50% de su cobertura forestal. Y esta es la parte que debería llenarnos los ojos de lágrimas: cada año perdemos más cobertura forestal.
Las pérdidas más recientes están bien documentadas. Cada cinco años las Naciones Unidas preparan un informe resumido llamado Evaluación de los Recursos Forestales Mundiales. El equipo que está a cargo de elaborar la evaluación recurre a informes por Internet y vigilancia vía satélite para obtener las cifras. Según el informe más reciente, entre 2000 y 2005 se perdió un área equivalente a la superficie de Panamá –más de 77 mil kilómetros cuadrados de bosques perdidos, algunos de los cuales jamás volverán. El próximo informe está previsto para 2010. Cuando se publique y yo lea que la superficie forestal global ha seguido disminuyendo no me sorprenderé.
Si esto sucede cuando afirmamos que nos gustan los árboles, tiemblo al pensar qué pasaría si fuéramos ambivalentes al respecto, o si pensáramos que podemos vivir sin ellos.
En los Estados Unidos la deforestación comenzó en cuanto se establecieron las colonias. No mucho tiempo después, estaban exportando madera a las múltiples naciones que ya no tenían la que necesitaban para fabricar barcos, barriles, tablillas y otros materiales de construcción. También cortaban árboles para abrir tierras de cultivo, generar calor y la incipiente nación estaba utilizando sus bosques para construir sus fundiciones y sus ferrocarriles.
Para 1920, más de las tres cuartas partes de los bosques originales de los Estados Unidos se habían talado. Al igual que en el caso de las cifras globales, actualmente los Estados Unidos sólo tienen la cobertura forestal que tenían en 1600. Y seguimos destruyendo tierras forestales.
En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de Río de Janeiro se acordó que “debería emprenderse una labor de reverdecimiento de la Tierra”. Las Naciones Unidas reconocen que “los bosques son indispensables para el desarrollo económico y todas las formas de vida”. Pero la Carta de las Naciones Unidas también establece que: “los Estados tienen el derecho soberano de explotar sus propios recursos”. Y eso hacemos.
Aunque las Naciones Unidas y mi país reconocen el valor de los bosques, tanto ecológica como económicamente, esas recomendaciones no son lo suficientemente firmes para evitar que mis autoridades locales voten por el “sí” a la deforestación. La semana pasada fui a una junta sobre uso de suelo en la ciudad donde vivo. Un empresario de bienes raíces que iba a realizar un proyecto residencial quería cortar muchas hectáreas de árboles para poder construir casas. Esa tierra forestal se perderá, tal vez para siempre, y se añadirán unos números más al total de la deforestación global el año que viene.
¿Por qué los políticos, amantes todos de los árboles, permiten que haya más destrucción forestal? ¿Por qué todos los humanos sostienen que les gustan los árboles aunque sus acciones contradigan sus afirmaciones? Creo que tiene que ver con el miedo. Cuando un explotador potencial de árboles se presenta ante un político y solicita, o exige, el derecho de talar un bosque, el político accede por miedo. Pero los árboles no nos asustan. No tememos sus represalias.
Los árboles tienen que permanecer mudos ante nuestra traición. Tal vez esa sea una de las razones por las que verdaderamente nos encantan. Pero si queremos hacer algo más por ellos, si queremos salvarlos, debemos superar nuestros miedos.
Toda la gente que me encuentro afirma que le encantan los árboles –que de veras le encantan los árboles—y sin embargo, a nivel colectivo los humanos se comportan como si odiaran lo verde. Si retrocedemos un paso desde cualquier bioma en el que estemos ahora y vemos toda la Tierra y sus bosques a lo largo de la historia, veremos que la relación entre humanos y árboles Parece curiosamente una guerra (el título de un libro reciente de Derrick Jensen y George Draffan sobre los bosques).
La magnitud exacta del daño es difícil de discernir, porque durante muchos años no hubo registros, pero se calcula que los humanos han talado o quemado el 75% de los bosques originales del mundo. Por supuesto, algunos han vuelto a crecer o se han vuelto a plantar, pero se cree que actualmente sólo tenemos la mitad de las tierras forestales que alguna vez tuvimos en este planeta. En algunos lugares, particularmente en las regiones más áridas del globo, la deforestación fue tan severa y le siguió un pastoreo tan intenso que los bosques no han podido volver a crecer. El paisaje se ha alterado permanentemente.
Cuando pensamos en Grecia, Italia e Iraq, es probable que nos imaginemos un paisaje seco con vistas abiertas, como son actualmente. Sin embargo, los registros históricos señalan que esas regiones alguna vez estuvieron cubiertas por bosques densos. Los bosques cayeron a medida que las civilizaciones florecieron, de forma que mientras más pronto se “civilizaba” un lugar, más rápido se deforestaba. John Perlin documentó este avance del llamado progreso y la consecuente pérdida de bosques en su libro A Forest Journey de 1989. Así, actualmente estamos en un planeta que sólo conserva el 50% de su cobertura forestal. Y esta es la parte que debería llenarnos los ojos de lágrimas: cada año perdemos más cobertura forestal.
Las pérdidas más recientes están bien documentadas. Cada cinco años las Naciones Unidas preparan un informe resumido llamado Evaluación de los Recursos Forestales Mundiales. El equipo que está a cargo de elaborar la evaluación recurre a informes por Internet y vigilancia vía satélite para obtener las cifras. Según el informe más reciente, entre 2000 y 2005 se perdió un área equivalente a la superficie de Panamá –más de 77 mil kilómetros cuadrados de bosques perdidos, algunos de los cuales jamás volverán. El próximo informe está previsto para 2010. Cuando se publique y yo lea que la superficie forestal global ha seguido disminuyendo no me sorprenderé.
Si esto sucede cuando afirmamos que nos gustan los árboles, tiemblo al pensar qué pasaría si fuéramos ambivalentes al respecto, o si pensáramos que podemos vivir sin ellos.
En los Estados Unidos la deforestación comenzó en cuanto se establecieron las colonias. No mucho tiempo después, estaban exportando madera a las múltiples naciones que ya no tenían la que necesitaban para fabricar barcos, barriles, tablillas y otros materiales de construcción. También cortaban árboles para abrir tierras de cultivo, generar calor y la incipiente nación estaba utilizando sus bosques para construir sus fundiciones y sus ferrocarriles.
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Para 1920, más de las tres cuartas partes de los bosques originales de los Estados Unidos se habían talado. Al igual que en el caso de las cifras globales, actualmente los Estados Unidos sólo tienen la cobertura forestal que tenían en 1600. Y seguimos destruyendo tierras forestales.
En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de Río de Janeiro se acordó que “debería emprenderse una labor de reverdecimiento de la Tierra”. Las Naciones Unidas reconocen que “los bosques son indispensables para el desarrollo económico y todas las formas de vida”. Pero la Carta de las Naciones Unidas también establece que: “los Estados tienen el derecho soberano de explotar sus propios recursos”. Y eso hacemos.
Aunque las Naciones Unidas y mi país reconocen el valor de los bosques, tanto ecológica como económicamente, esas recomendaciones no son lo suficientemente firmes para evitar que mis autoridades locales voten por el “sí” a la deforestación. La semana pasada fui a una junta sobre uso de suelo en la ciudad donde vivo. Un empresario de bienes raíces que iba a realizar un proyecto residencial quería cortar muchas hectáreas de árboles para poder construir casas. Esa tierra forestal se perderá, tal vez para siempre, y se añadirán unos números más al total de la deforestación global el año que viene.
¿Por qué los políticos, amantes todos de los árboles, permiten que haya más destrucción forestal? ¿Por qué todos los humanos sostienen que les gustan los árboles aunque sus acciones contradigan sus afirmaciones? Creo que tiene que ver con el miedo. Cuando un explotador potencial de árboles se presenta ante un político y solicita, o exige, el derecho de talar un bosque, el político accede por miedo. Pero los árboles no nos asustan. No tememos sus represalias.
Los árboles tienen que permanecer mudos ante nuestra traición. Tal vez esa sea una de las razones por las que verdaderamente nos encantan. Pero si queremos hacer algo más por ellos, si queremos salvarlos, debemos superar nuestros miedos.