"Si les doy la impresión de ser indebidamente claro", les dijo Alan Greenspan a sus amos políticos en el Congreso de Estados Unidos, "deben de haber malinterpretado lo que dije". Corría el año 1987 y el presidente recientemente confirmado de la Reserva Federal estaba refiriéndose a cómo había "aprendido a mascullar con una gran incoherencia" en los breves seis meses desde que "se había convertido en un banquero central".
Greenspan estaba profundamente convencido, en la práctica si no en la teoría -¿quién podría entender su teoría después de todo?- de que los banqueros centrales debían hablar en un dialecto opaco y enrevesado. En comparación, el oráculo en el consejo de Delfos al rey de Lidia -"Si atacan Persia, destruirán un gran reino"- es la claridad misma.
Existía un viejo argumento para el "Greenspanés": los votantes o los políticos o ambos son inherentemente cortos de vista y miopes. Siempre verían y querrían aprehender los beneficios de las tasas de interés más bajas y un poco más de presión de la demanda -más producción, más empleo, mayores salarios y mayores beneficios en el corto plazo-. Pero o no verían o serían cínicamente indiferentes a los problemas del estancamiento que inevitablemente vendrían después. La tarea del banco central, según el antecesor distante de Greenspan, William McChesney Martin, consistía en “retirar el recipiente de (bajas tasas de interés) antes de que la fiesta realmente se ponga buena”.
Pero, según el argumento, la Fed no podía decir que esto era lo que estaba haciendo en un lenguaje claro y transparente ya que, si los votantes y los políticos llegaban a entender a los banqueros centrales, luego los obligarían a seguir políticas inflacionarias destructivas que serían peores para todos, al menos a largo plazo. Al usar un lenguaje opaco y enrevesado, los únicos extraños -periodistas, políticos y académicos- que serían capaces de entender lo que el banco central estaba diciendo serían aquellos que habían estudiado cuidadosamente las cuestiones y el idioma. Esto, a su vez, los llevaría a todos (con la rara excepción de un crítico rebelde como William Greider) a entender y aprobar, y a aceptar que hablar en "Greenspanés" es esencial para permitirles a los bancos centrales asegurar la estabilidad de precios.
Hoy parece haber un acuerdo general de que este argumento ya no se aplica, si es que alguna vez fue verdaderamente válido. Los votantes y los políticos hoy, al parecer, le temen a la inflación y están dispuestos a aceptar recesiones económicas ocasionales y un desempleo por sobre su nivel natural como consecuencias desafortunadas pero inevitables de la necesaria y beneficiosa búsqueda de la estabilidad de precios a largo plazo. El debate sobre política monetaria, por ende, puede ser fructífero y productivo, aunque ya no esté restringido a aquellos que aprendieron “Greenspanés”.
En consecuencia, en todo el núcleo del Atlántico norte de la economía mundial, los bancos centrales se embarcaron en una iniciativa de “transparencia” para lograr que los objetivos, suposiciones, procedimientos y políticas se conozcan amplia y claramente. Se basan en la predisposición elemental de los economistas a creer que más información es siempre mejor que menos, que los individuos son buenos jueces de lo que necesitan saber y que son capaces de evaluar y situar en perspectiva lo que saben.
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Sin embargo, recientemente –y cada vez más en los últimos meses-, las dudas de los banqueros centrales sobre la utilidad de la iniciativa de la transparencia se incrementaron. Cuanto más hablan los bancos centrales, y cuanto más claro intentan que sea su lenguaje, mayor es la sensación de que los mercados pueden estar reaccionando excesiva e inapropiadamente a declaraciones que ni siquiera son noticia. Una mayor información puede llevar a una mayor confusión y no a un mejor conocimiento.
A nosotros los economistas nos resulta difícil determinar por qué parece haber tanta estática en la línea de comunicaciones. ¿Por qué tanta gente en los mercados financieros estaba tan segura de que la declaración de la reunión de fines de marzo de la Fed presagiaba la posibilidad de subas en las tasas de interés pronto, en lugar de admitir simplemente (como decía explícitamente la Fed) que lo que había sido muy improbable ahora era una posibilidad? ¿Por qué las personalidades de la televisión por cable están tan ansiosas por enfatizar la rapidez con que los cambios centrales cambian su visión del futuro probable? ¿Por qué los participantes en los mercados financieros operan según el consejo de las personalidades de la televisión por cable cuando, si se hacen unas mínimas cuentas, queda claro que los beneficios deben ser más bajos que los costos de las transacciones en los que se incurrió por operar con excesiva frecuencia?
No tenemos respuestas a estos interrogantes. De modo que realmente no sabemos si deberíamos decirles a los banqueros centrales que pulan su Greenspanés.
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Recent developments that look like triumphs of religious fundamentalism represent not a return of religion in politics, but simply the return of the political as such. If they look foreign to Western eyes, that is because the West no longer stands for anything Westerners are willing to fight and die for.
thinks the prosperous West no longer understands what genuine political struggle looks like.
Readers seeking a self-critical analysis of the former German chancellor’s 16-year tenure will be disappointed by her long-awaited memoir, as she offers neither a mea culpa nor even an acknowledgment of her missteps. Still, the book provides a rare glimpse into the mind of a remarkable politician.
highlights how and why the former German chancellor’s legacy has soured in the three years since she left power.
"Si les doy la impresión de ser indebidamente claro", les dijo Alan Greenspan a sus amos políticos en el Congreso de Estados Unidos, "deben de haber malinterpretado lo que dije". Corría el año 1987 y el presidente recientemente confirmado de la Reserva Federal estaba refiriéndose a cómo había "aprendido a mascullar con una gran incoherencia" en los breves seis meses desde que "se había convertido en un banquero central".
Greenspan estaba profundamente convencido, en la práctica si no en la teoría -¿quién podría entender su teoría después de todo?- de que los banqueros centrales debían hablar en un dialecto opaco y enrevesado. En comparación, el oráculo en el consejo de Delfos al rey de Lidia -"Si atacan Persia, destruirán un gran reino"- es la claridad misma.
Existía un viejo argumento para el "Greenspanés": los votantes o los políticos o ambos son inherentemente cortos de vista y miopes. Siempre verían y querrían aprehender los beneficios de las tasas de interés más bajas y un poco más de presión de la demanda -más producción, más empleo, mayores salarios y mayores beneficios en el corto plazo-. Pero o no verían o serían cínicamente indiferentes a los problemas del estancamiento que inevitablemente vendrían después. La tarea del banco central, según el antecesor distante de Greenspan, William McChesney Martin, consistía en “retirar el recipiente de (bajas tasas de interés) antes de que la fiesta realmente se ponga buena”.
Pero, según el argumento, la Fed no podía decir que esto era lo que estaba haciendo en un lenguaje claro y transparente ya que, si los votantes y los políticos llegaban a entender a los banqueros centrales, luego los obligarían a seguir políticas inflacionarias destructivas que serían peores para todos, al menos a largo plazo. Al usar un lenguaje opaco y enrevesado, los únicos extraños -periodistas, políticos y académicos- que serían capaces de entender lo que el banco central estaba diciendo serían aquellos que habían estudiado cuidadosamente las cuestiones y el idioma. Esto, a su vez, los llevaría a todos (con la rara excepción de un crítico rebelde como William Greider) a entender y aprobar, y a aceptar que hablar en "Greenspanés" es esencial para permitirles a los bancos centrales asegurar la estabilidad de precios.
Hoy parece haber un acuerdo general de que este argumento ya no se aplica, si es que alguna vez fue verdaderamente válido. Los votantes y los políticos hoy, al parecer, le temen a la inflación y están dispuestos a aceptar recesiones económicas ocasionales y un desempleo por sobre su nivel natural como consecuencias desafortunadas pero inevitables de la necesaria y beneficiosa búsqueda de la estabilidad de precios a largo plazo. El debate sobre política monetaria, por ende, puede ser fructífero y productivo, aunque ya no esté restringido a aquellos que aprendieron “Greenspanés”.
En consecuencia, en todo el núcleo del Atlántico norte de la economía mundial, los bancos centrales se embarcaron en una iniciativa de “transparencia” para lograr que los objetivos, suposiciones, procedimientos y políticas se conozcan amplia y claramente. Se basan en la predisposición elemental de los economistas a creer que más información es siempre mejor que menos, que los individuos son buenos jueces de lo que necesitan saber y que son capaces de evaluar y situar en perspectiva lo que saben.
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Sin embargo, recientemente –y cada vez más en los últimos meses-, las dudas de los banqueros centrales sobre la utilidad de la iniciativa de la transparencia se incrementaron. Cuanto más hablan los bancos centrales, y cuanto más claro intentan que sea su lenguaje, mayor es la sensación de que los mercados pueden estar reaccionando excesiva e inapropiadamente a declaraciones que ni siquiera son noticia. Una mayor información puede llevar a una mayor confusión y no a un mejor conocimiento.
A nosotros los economistas nos resulta difícil determinar por qué parece haber tanta estática en la línea de comunicaciones. ¿Por qué tanta gente en los mercados financieros estaba tan segura de que la declaración de la reunión de fines de marzo de la Fed presagiaba la posibilidad de subas en las tasas de interés pronto, en lugar de admitir simplemente (como decía explícitamente la Fed) que lo que había sido muy improbable ahora era una posibilidad? ¿Por qué las personalidades de la televisión por cable están tan ansiosas por enfatizar la rapidez con que los cambios centrales cambian su visión del futuro probable? ¿Por qué los participantes en los mercados financieros operan según el consejo de las personalidades de la televisión por cable cuando, si se hacen unas mínimas cuentas, queda claro que los beneficios deben ser más bajos que los costos de las transacciones en los que se incurrió por operar con excesiva frecuencia?
No tenemos respuestas a estos interrogantes. De modo que realmente no sabemos si deberíamos decirles a los banqueros centrales que pulan su Greenspanés.