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El peligro de una Europa ensimismada

MADRID – Mientras el mundo aguarda con ansiedad el clímax del drama de la eurozona, el comportamiento de sus líderes parece el equivalente político de lo que los físicos llaman “movimiento browniano”, con funcionarios que van de aquí para allá entre una consulta bilateral crucial o una cumbre europea vital y la siguiente. Un día se hacen declaraciones tajantes, que supuestamente resolverán los problemas de la unión monetaria, y al día siguiente ya casi no tienen ningún efecto.

Entretanto, infinidad de diagnósticos y recetas –a cuál más pesimista- pugnan por atraer nuestra atención. Pero casi todos ellos se concentran en los aspectos económicos de la crisis del euro, lo cual es en sí mismo parte del problema; porque esta crisis es, ante todo, reflejo de debilidades profundamente arraigadas en las Instituciones Europeas y en el tejido social Europeo. Si no fuera así, lo que comenzó como una crisis de deuda marginal  (agravada por la indecisión política en Grecia y en la totalidad de la Unión Europea) no se habría convertido en semejante momento existencial decisivo para el proyecto europeo.

Son tres los problemas distintos que aquejan a Europa. En primer lugar, todavía es incapaz de adaptarse a las realidades de un mundo cuyo centro de gravedad se ha desplazado definitivamente hacia el Pacífico, atrayendo hacia sí la atención de los Estados Unidos. En segundo lugar, los europeos están, hoy más que nunca, absortos en sí mismos, mientras cierta actitud arrogante se une a un escepticismo que todo lo invade (una combinación que llega hasta los niveles más altos de la Unión y de los gobiernos nacionales de Europa).

Al mismo tiempo, en momentos en que la ley fundamental de la Unión Europea (el Tratado de Lisboa) necesita reformas, la Unión entera está paralizada por la actitud de una Alemania ensimismada, incapaz de olvidar recuerdos ingratos de lo que le ocurrió hace 90 años a la desdichada República de Weimar. Allí está el problema: el proceso de toma de decisiones en el que se basó gran parte de la construcción de la UE (y que fue sumamente eficaz durante la Guerra Fría, cuando se sentaron los cimientos legales e institucionales de la Unión) sigue casi intacto, y eso impide a Europa hacer frente a los desafíos actuales.

Fundada en la estabilidad del orden internacional bipolar durante la Guerra Fría, la UE tenía a su disposición todo el tiempo del mundo para deliberar respecto de cada nuevo ladrillo añadido a su edificación. Tan pronto como se colocara un componente nuevo, habría allí agentes de una mayor integración listos para infiltrar la estructura ya creada y establecer las bases para el crecimiento futuro de la UE.

De hecho, algunas de las iniciativas principales de la Unión (de las que la Unión Económica y Monetaria es un claro ejemplo) se prepararon durante años antes de ver la luz del día. La UEM, implementada en 1999 con la introducción del euro, tenía el sello del Comité Delors, que en 1988 sentó las bases para la moneda común. No han faltado críticos que pusieran reparos a la naturaleza incompleta de la estructura original del euro, que hasta el día de hoy permanece inalterada. Pero estos críticos olvidan que el error de cálculo más grande fue basarse en un supuesto de estabilidad, en el mismo momento en que Europa se asomaba al borde de una transformación sistémica impregnada de volatilidad.

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La crisis actual de Europa nace de una pérdida. Las amarras que la ataban a buen puerto durante la época bipolar de la Guerra Fría se cortaron, y la marejada del mundo globalizado la arrastró, dejándola imposibilitada de encontrar su posición y su rumbo. Y lo que es más grave, Europa conservó sus viejos instintos y su modus operandi durante demasiado tiempo, mientras a su alrededor la esfera de los asuntos internacionales se transformaba.

Y todavía los conserva. Por eso, enfrentada a la prueba más difícil de su historia, Europa parece como ausente: sus líderes proyectan confusión e indecisión; sus ciudadanos rezuman una mezcla de complacencia, indiferencia e inseguridad; y sus instituciones están trabadas en batallas territoriales y empantanadas en la observancia de trabajosos protocolos y procedimientos.

Esto también sirve para explicar, en parte, por qué los mercados no dejan de asediar a la eurozona. Lo que perciben los inversores no es la debilidad de los fundamentos económicos, sino la debilidad de los fundamentos políticos de Europa: la ausencia de una estructura de gobernanza investida de poder real, y dispuesta a aplicar ese poder a la resolución de los problemas. Para que Europa se adapte a las exigencias de este nuevo “mundo del Pacífico”, no basta con hacer pequeños ajustes, lo que se necesita es un diseño nuevo.

La UE es una estructura política basada en el Estado de Derecho. Por eso, no puede permitirse el lujo de ignorar la necesidad imperiosa de actualizar sus elementos procedimentales. En un nivel más básico, los europeos deben renunciar a esta inseguridad melodramática (y totalmente infundada) y adoptar en cambio el orgullo y la determinación que corresponden al ejemplo de democracia y prosperidad que da el continente. Y, más en lo inmediato, es hora de que Alemania deje de mirarse el ombligo y empiece a actuar en conjunto con el resto de Europa.

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