PRINCETON -- ¿Se puede de verdad someter a examen la nacionalidad? Un número cada vez mayor de países –en particular en Europa, pero también en otras partes– parecen creerlo.
En el último decenio, han proliferado los exámenes a inmigrantes, pero también las polémicas sobre lo que se puede preguntar legítimamente en ellos. Recientemente, la revelación de que en el examen sobre “la vida en el Reino Unido” se intenta inculcar respeto a las colas –es decir, a guardar cola– inspiró tanto ridículo como indignación.
El ministro británico encargado del examen justificó la idea afirmando que “el simple acto de esperar al turno propio al guardar cola es una de las cosas que mantienen unido a nuestro país. Es muy importante que los recién llegados a ocupar su lugar al guardar cola, ya sea la de un autobús o la de pedir una taza de té”. Aunque esto puede parecer un fragmento de un sainete de Monty Python, plantea una cuestión importante: ¿debe haber límites para lo que se pregunte en el examen a los posibles ciudadanos futuros? ¿Pueden llegar a ser contraproducentes los exámenes?
Así lo creen los críticos del recurso, que se va extendiendo, a los exámenes para obtener la nacionalidad; de hecho, llegan hasta el extremo de lamentar el ascenso de un nuevo “liberalismo represivo”: las medidas adoptadas por los Estados occidentales para alcanzar fines democráticos y liberales con medios cada vez menos liberales. La obligación de seguir ”cursos de integración” y aprendizaje del idioma, la prohibición de los velos en las escuelas, como en Francia, o la limitación de los derechos de los inmigrantes a casarse con extranjeros, como en Dinamarca, son sólo algunos ejemplos de medidas coercitivas adoptadas en nombre de valores liberales supuestamente universales.
Semejantes medidas parecen un programa (aparentemente contradictorio) para obligar a los hombres y a las mujeres a ser libres. Los exámenes para obtener la nacionalidad forman parte integrante de ese programa y, en opinión de los críticos, parecen “juramentos de lealtad” y otras medidas intolerantes tradicionalmente asociadas con la caza de brujas anticomunista del maccarthysmo en los Estados Unidos del decenio de 1950.
Pero, ¿dejan los países automáticamente de ser liberales simplemente porque adopten determinadas medidas obligatorias? Si así fuera, la “legislación progresista” sería inevitablemente una contradicción en los términos. La verdaderacuestión es la de si los Estados ponen la mira a propósito en ciertos grupos o incluso los excluyen, al tiempo que aplican ostensiblemente normas universales.
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Piénsese, por ejemplo, en un examen (oral) alemán que se iba a hacer sólo a inmigrantes procedentes de la Organización de la Conferencia Islámica (más adelante fue retirado) y en el que se preguntaba, entre otras cosas, la opinión del solicitante sobre el hecho de que en Alemania haya homosexuales que ocupen altos cargos públicos. Tendencias similares aparecieron en los Países Bajos, país en tiempos comprometido con el multiculturalismo, pero que más recientemente ha llegado a mostrar a los futuros ciudadanos imágenes de hombres besándose y de mujeres con los pechos desnudos al salir de las aguas del mar del Norte... para transmitir la idea –es de suponer– de que a un ciudadano holandés de verdad le conviene ser tolerante.
No cabe duda de que a los inmigrantes les resulta útil recibir insinuaciones sobre cómo guiarse de forma práctica en la vida diaria, como, por ejemplo, las normas sobre guardar cola, pero esa clase de conocimientos locales no debe ser objeto de un examen. La mayoría de las personas adquieren aptitudes para la supervivencia –si no formas más complejas de mundología– de forma oficiosa, como un vistazo rápido a la experiencia de la inmigración en los Estados Unidos demuestra. También llegarán a entender normas sociales más oficiosas: la que se opone a la homofobia, por ejemplo.
La enseñanza que se desprende es la de que los gobiernos nacionales no deben someter a examen las actitudes de los inmigrantes para con las cuestiones morales y culturales que siguen siendo polémicas incluso entre los miembros de derecho del país anfitrión. Sería hipócrita, por ejemplo, fingir que todo el mundo en las democracias liberales occidentales siente entusiasmo por los homosexuales o los nudistas: lo que importa es que se respeten sus derechos, no que gusten a todo el mundo. Los exámenes deben impartir enseñanzas sobre los derechos y la democracia, es decir, la política, no sobre los estilos vitales o la supuesta esencia básica de una “cultura nacional” (sobre la cual a los propios miembros de derecho de un país anfitrión les resultaría muy difícil alcanzar un consenso).
Naturalmente, es cierto que los ciudadanos por nacimiento hacen su vida –y conservan su nacionalidad– sin ser sometidos jamás a exámenes sobre los principios básicos de su sistema político, pero es razonable esperar que los ciudadanos sepan –con frecuencia gracias a una educación cívica legítima impartida a todos los niños– participar en los asuntos públicos y, en particular, que sepan cuáles son sus derechos y los de los demás.
Así, pues, los exámenes para obtener la ciudadanía –en lugar de ser represivos– pueden ser, en realidad, emancipadores, si dan a conocer a los inmigrantes los derechos y las posibilidades de participación. Son parecidos a los requisitos lingüísticos, excepto que en este caso se trata de un lenguaje cívico, no nacional, que en el mejor de los casos permite a los nuevos ciudadanos expresar sus preocupaciones con una gramática política perfecta. Los exámenes pueden también dar sentido al paso a la adquisición de la nacionalidad, ritual similar al solemne juramento de fidelidad, que se puede integrar como un episodio importante en la historia de la vida propia (desde luego, algunos siempre desecharán esa clase de ceremonias por considerarlas de mal gusto político).
Lo que esa clase de exámenes no pueden –ni deben intentar– hacer es examinar las convicciones políticas de las personas. Para empezar,quienes estén decididos a disimular siempre pueden fingir dichas convicciones. Al mismo tiempo, la mayoría de los futuros ciudadanos se sentirán probablemente marginados en un Estado que sospeche un peligro político representado por los recién llegados y les dé a entender una constante desconfianza.
A fin de cuentas, los exámenes para obtener la nacionalidad, en lugar de ser “exámenes” en sentido válido alguno, son instrumentos de comunicación y todos los países deben pensar muy cuidadosamente lo que desean comunicar sobre sí mismos.
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Donald Trump's return to the White House will almost certainly trigger an unmanaged decoupling of the world’s most important geopolitical relationship, increasing the risk of global economic disruption and crisis. After all, Chinese leaders will be far less conciliatory than they were during his first term.
thinks Xi Jinping's government will be less accommodative of the “Tariff Man's” demands this time around.
No matter how committed Donald Trump and his oligarch cronies are to a tax cut, the laws of arithmetic cannot be repealed. If only a handful of Republican lawmakers keep their promise not to increase the US budget deficit, there is no way that the incoming administration can enact its economic agenda and keep the government running.
points out that no amount of bluster or strong-arming can overcome the laws of arithmetic.
PRINCETON -- ¿Se puede de verdad someter a examen la nacionalidad? Un número cada vez mayor de países –en particular en Europa, pero también en otras partes– parecen creerlo.
En el último decenio, han proliferado los exámenes a inmigrantes, pero también las polémicas sobre lo que se puede preguntar legítimamente en ellos. Recientemente, la revelación de que en el examen sobre “la vida en el Reino Unido” se intenta inculcar respeto a las colas –es decir, a guardar cola– inspiró tanto ridículo como indignación.
El ministro británico encargado del examen justificó la idea afirmando que “el simple acto de esperar al turno propio al guardar cola es una de las cosas que mantienen unido a nuestro país. Es muy importante que los recién llegados a ocupar su lugar al guardar cola, ya sea la de un autobús o la de pedir una taza de té”. Aunque esto puede parecer un fragmento de un sainete de Monty Python, plantea una cuestión importante: ¿debe haber límites para lo que se pregunte en el examen a los posibles ciudadanos futuros? ¿Pueden llegar a ser contraproducentes los exámenes?
Así lo creen los críticos del recurso, que se va extendiendo, a los exámenes para obtener la nacionalidad; de hecho, llegan hasta el extremo de lamentar el ascenso de un nuevo “liberalismo represivo”: las medidas adoptadas por los Estados occidentales para alcanzar fines democráticos y liberales con medios cada vez menos liberales. La obligación de seguir ”cursos de integración” y aprendizaje del idioma, la prohibición de los velos en las escuelas, como en Francia, o la limitación de los derechos de los inmigrantes a casarse con extranjeros, como en Dinamarca, son sólo algunos ejemplos de medidas coercitivas adoptadas en nombre de valores liberales supuestamente universales.
Semejantes medidas parecen un programa (aparentemente contradictorio) para obligar a los hombres y a las mujeres a ser libres. Los exámenes para obtener la nacionalidad forman parte integrante de ese programa y, en opinión de los críticos, parecen “juramentos de lealtad” y otras medidas intolerantes tradicionalmente asociadas con la caza de brujas anticomunista del maccarthysmo en los Estados Unidos del decenio de 1950.
Pero, ¿dejan los países automáticamente de ser liberales simplemente porque adopten determinadas medidas obligatorias? Si así fuera, la “legislación progresista” sería inevitablemente una contradicción en los términos. La verdadera cuestión es la de si los Estados ponen la mira a propósito en ciertos grupos o incluso los excluyen, al tiempo que aplican ostensiblemente normas universales.
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Piénsese, por ejemplo, en un examen (oral) alemán que se iba a hacer sólo a inmigrantes procedentes de la Organización de la Conferencia Islámica (más adelante fue retirado) y en el que se preguntaba, entre otras cosas, la opinión del solicitante sobre el hecho de que en Alemania haya homosexuales que ocupen altos cargos públicos. Tendencias similares aparecieron en los Países Bajos, país en tiempos comprometido con el multiculturalismo, pero que más recientemente ha llegado a mostrar a los futuros ciudadanos imágenes de hombres besándose y de mujeres con los pechos desnudos al salir de las aguas del mar del Norte... para transmitir la idea –es de suponer– de que a un ciudadano holandés de verdad le conviene ser tolerante.
No cabe duda de que a los inmigrantes les resulta útil recibir insinuaciones sobre cómo guiarse de forma práctica en la vida diaria, como, por ejemplo, las normas sobre guardar cola, pero esa clase de conocimientos locales no debe ser objeto de un examen. La mayoría de las personas adquieren aptitudes para la supervivencia –si no formas más complejas de mundología– de forma oficiosa, como un vistazo rápido a la experiencia de la inmigración en los Estados Unidos demuestra. También llegarán a entender normas sociales más oficiosas: la que se opone a la homofobia, por ejemplo.
La enseñanza que se desprende es la de que los gobiernos nacionales no deben someter a examen las actitudes de los inmigrantes para con las cuestiones morales y culturales que siguen siendo polémicas incluso entre los miembros de derecho del país anfitrión. Sería hipócrita, por ejemplo, fingir que todo el mundo en las democracias liberales occidentales siente entusiasmo por los homosexuales o los nudistas: lo que importa es que se respeten sus derechos, no que gusten a todo el mundo. Los exámenes deben impartir enseñanzas sobre los derechos y la democracia, es decir, la política, no sobre los estilos vitales o la supuesta esencia básica de una “cultura nacional” (sobre la cual a los propios miembros de derecho de un país anfitrión les resultaría muy difícil alcanzar un consenso).
Naturalmente, es cierto que los ciudadanos por nacimiento hacen su vida –y conservan su nacionalidad– sin ser sometidos jamás a exámenes sobre los principios básicos de su sistema político, pero es razonable esperar que los ciudadanos sepan –con frecuencia gracias a una educación cívica legítima impartida a todos los niños– participar en los asuntos públicos y, en particular, que sepan cuáles son sus derechos y los de los demás.
Así, pues, los exámenes para obtener la ciudadanía –en lugar de ser represivos– pueden ser, en realidad, emancipadores, si dan a conocer a los inmigrantes los derechos y las posibilidades de participación. Son parecidos a los requisitos lingüísticos, excepto que en este caso se trata de un lenguaje cívico, no nacional, que en el mejor de los casos permite a los nuevos ciudadanos expresar sus preocupaciones con una gramática política perfecta. Los exámenes pueden también dar sentido al paso a la adquisición de la nacionalidad, ritual similar al solemne juramento de fidelidad, que se puede integrar como un episodio importante en la historia de la vida propia (desde luego, algunos siempre desecharán esa clase de ceremonias por considerarlas de mal gusto político).
Lo que esa clase de exámenes no pueden –ni deben intentar– hacer es examinar las convicciones políticas de las personas. Para empezar, quienes estén decididos a disimular siempre pueden fingir dichas convicciones. Al mismo tiempo, la mayoría de los futuros ciudadanos se sentirán probablemente marginados en un Estado que sospeche un peligro político representado por los recién llegados y les dé a entender una constante desconfianza.
A fin de cuentas, los exámenes para obtener la nacionalidad, en lugar de ser “exámenes” en sentido válido alguno, son instrumentos de comunicación y todos los países deben pensar muy cuidadosamente lo que desean comunicar sobre sí mismos.