En las informaciones sobre los tsunamis que devastaron el Asia sudoriental hace apenas un mes han predominado –y resulta comprensible- los relatos de muertes, sufrimientos y destrucción física de las infraestructuras, pero el hombre no fue el único que sintió sus repercusiones. También resultaron afectados los ecosistemas y otras especies.
Desde luego, en las imágenes fotográficas y de vídeo transmitidas por los medios de comunicación se han visto árboles barridos por las olas y tierras totalmente encharcadas. Otras informaciones se han referido a la fauna salvaje que escapó a la destrucción, pues algún tipo de instinto parece haberle inspirado la necesidad de buscar terrenos más altos antes de la llegada de las olas del tsunami. Y, sin embargo, se sigue informando menos de lo que se debería sobre el alcance total de las repercusiones medioambientales de los tsunamis, pese a su evidente importancia para la recuperación de las zonas afectadas y el bienestar de los supervivientes.
La experiencia adquirida con motivo de anteriores tsunamis y otras inundaciones importantes indica que los daños medioambientales que causan están vinculados con la invasión de las capas freáticas por el agua salada y la desaparición de las playas o su aparición en otros lugares. Los tsunamis pueden hacer que islas pequeñas y bajas resulten inhabitables. La vegetación en grandes extensiones de tierras bajas puede resultar dañada en gran medida, pues los manglares y las hierbas que resisten el agua salada ocupan el lugar de otras especies. En el caso de animales escasos y con emplazamientos concretos para la reproducción, como las tortugas marinas, los efectos de los tsunamis pueden significar su extinción.
Pero, mientras que los daños al medio ambiente en tierra se pueden ver, los estragos causados al medio ambiente marino quedan ocultos. Evidentemente, cuando olas extraordinariamente fuertes azotan los arrecifes de coral, parte de este último se rompe, pero ése es un problema relativamente menor. La superficie del coral es muy delicada y ahora quedará expuesta a mayores daños causados por toda clase de cienos y restos arrastrados por el agua, al retirarse de la tierra inundada.
Al mismo tiempo, el material arrastrado desde la tierra hasta el mar comprende nutrientes y oligoelementos que causan un auge entre el plancton, lo que, a su vez, alimenta la biota marina de otra índole. Localmente, pero a veces aún en gran escala, las olas de choque hacen que importantes sedimentos se deslicen por empinadas pendientes submarinas, como, por ejemplo, las plataformas continentales.
Muchos ecosistemas naturales, más cercanos a la costa -y muy en particular los arrecifes de coral y los manglares- desempeñan la función natural de absorber los choques y hacen de rompeolas. Durante los últimos decenios, dichos ecosistemas han resultado dañados y reducidos en muchos países ribereños del océano Índico. De hecho, los daños causados por las olas del tsunami fueron mucho más devastadores de lo que habrían sido, si dichos ecosistemas hubieran seguido intactos.
La fauna salvaje y la flora silvestre pueden salir mejor libradas que el medio ambiente físico, lo que resulta aplicable en particular a las poblaciones de peces, gracias a la destrucción en gran escala de las pesquerías. Tan sólo en Sri Lanka, más de 13.000 pescadores resultaron muertos y otros 5.000 fueron evacuados y el 80 por ciento de la flota pesquera se perdió o resultó gravemente dañada. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, en la costa tailandesa 4.500 barcos pesqueros resultaron destrozados, lo que puso en peligro los medios de vida de 120.000 personas en los pueblos pesqueros de esa zona.
La situación en Sumatra es igualmente sombría y tal vez sea peor incluso en las islas Maldivas, Lacadivas, Andaman y Nikobar, donde no sólo desaparecieron pescadores y barcos, sino que, además, quedaron destruidos puertos. A lo largo de la costa de los Estados indios de Andhra Pradesh y Tamil Nadu, se perdió el 30 por ciento, más o menos, de la capacidad pesquera. Mozambique, Somalia y Tanzania, en la costa africana del océano Índico, han comunicado también graves daños a su sector pesquero.
Semejantes pérdidas importantes de la capacidad pesquera, junto con sus negativas consecuencias socioeconómicas en gran escala para las poblaciones humanas afectadas, han de tener importantes efectos –la mayoría favorables- en las poblaciones de peces. La razón es sencilla: como en la actualidad la mayoría de las poblaciones de peces están gravemente afectadas por la pesca excesiva, un menor número de pescadores significará otro mayor de peces. Otro factor que ayudará a las poblaciones de peces es la renuncia, por motivos religiosos, por parte del público de ciertas zonas a comer peces marinos, porque pueden haberse alimentado con los cadáveres humanos arrastrados hasta el mar.
Puede parecer una muestra de crueldad o insensibilidad centrar la atención en semejantes consecuencias medioambientales que acompañan a inmensas pérdidas y sufrimientos humanos, pero, cuando el mundo intenta organizar una reacción civilizada ante la tragedia humana del Asia sudoriental, también debe afrontar la lección de humildad que se desprende de la amoralidad de la naturaleza y, por tanto, comprender los efectos medioambientales que determinarán la vida de los supervivientes y sus descendientes.
En las informaciones sobre los tsunamis que devastaron el Asia sudoriental hace apenas un mes han predominado –y resulta comprensible- los relatos de muertes, sufrimientos y destrucción física de las infraestructuras, pero el hombre no fue el único que sintió sus repercusiones. También resultaron afectados los ecosistemas y otras especies.
Desde luego, en las imágenes fotográficas y de vídeo transmitidas por los medios de comunicación se han visto árboles barridos por las olas y tierras totalmente encharcadas. Otras informaciones se han referido a la fauna salvaje que escapó a la destrucción, pues algún tipo de instinto parece haberle inspirado la necesidad de buscar terrenos más altos antes de la llegada de las olas del tsunami. Y, sin embargo, se sigue informando menos de lo que se debería sobre el alcance total de las repercusiones medioambientales de los tsunamis, pese a su evidente importancia para la recuperación de las zonas afectadas y el bienestar de los supervivientes.
La experiencia adquirida con motivo de anteriores tsunamis y otras inundaciones importantes indica que los daños medioambientales que causan están vinculados con la invasión de las capas freáticas por el agua salada y la desaparición de las playas o su aparición en otros lugares. Los tsunamis pueden hacer que islas pequeñas y bajas resulten inhabitables. La vegetación en grandes extensiones de tierras bajas puede resultar dañada en gran medida, pues los manglares y las hierbas que resisten el agua salada ocupan el lugar de otras especies. En el caso de animales escasos y con emplazamientos concretos para la reproducción, como las tortugas marinas, los efectos de los tsunamis pueden significar su extinción.
Pero, mientras que los daños al medio ambiente en tierra se pueden ver, los estragos causados al medio ambiente marino quedan ocultos. Evidentemente, cuando olas extraordinariamente fuertes azotan los arrecifes de coral, parte de este último se rompe, pero ése es un problema relativamente menor. La superficie del coral es muy delicada y ahora quedará expuesta a mayores daños causados por toda clase de cienos y restos arrastrados por el agua, al retirarse de la tierra inundada.
Al mismo tiempo, el material arrastrado desde la tierra hasta el mar comprende nutrientes y oligoelementos que causan un auge entre el plancton, lo que, a su vez, alimenta la biota marina de otra índole. Localmente, pero a veces aún en gran escala, las olas de choque hacen que importantes sedimentos se deslicen por empinadas pendientes submarinas, como, por ejemplo, las plataformas continentales.
Muchos ecosistemas naturales, más cercanos a la costa -y muy en particular los arrecifes de coral y los manglares- desempeñan la función natural de absorber los choques y hacen de rompeolas. Durante los últimos decenios, dichos ecosistemas han resultado dañados y reducidos en muchos países ribereños del océano Índico. De hecho, los daños causados por las olas del tsunami fueron mucho más devastadores de lo que habrían sido, si dichos ecosistemas hubieran seguido intactos.
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La fauna salvaje y la flora silvestre pueden salir mejor libradas que el medio ambiente físico, lo que resulta aplicable en particular a las poblaciones de peces, gracias a la destrucción en gran escala de las pesquerías. Tan sólo en Sri Lanka, más de 13.000 pescadores resultaron muertos y otros 5.000 fueron evacuados y el 80 por ciento de la flota pesquera se perdió o resultó gravemente dañada. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, en la costa tailandesa 4.500 barcos pesqueros resultaron destrozados, lo que puso en peligro los medios de vida de 120.000 personas en los pueblos pesqueros de esa zona.
La situación en Sumatra es igualmente sombría y tal vez sea peor incluso en las islas Maldivas, Lacadivas, Andaman y Nikobar, donde no sólo desaparecieron pescadores y barcos, sino que, además, quedaron destruidos puertos. A lo largo de la costa de los Estados indios de Andhra Pradesh y Tamil Nadu, se perdió el 30 por ciento, más o menos, de la capacidad pesquera. Mozambique, Somalia y Tanzania, en la costa africana del océano Índico, han comunicado también graves daños a su sector pesquero.
Semejantes pérdidas importantes de la capacidad pesquera, junto con sus negativas consecuencias socioeconómicas en gran escala para las poblaciones humanas afectadas, han de tener importantes efectos –la mayoría favorables- en las poblaciones de peces. La razón es sencilla: como en la actualidad la mayoría de las poblaciones de peces están gravemente afectadas por la pesca excesiva, un menor número de pescadores significará otro mayor de peces. Otro factor que ayudará a las poblaciones de peces es la renuncia, por motivos religiosos, por parte del público de ciertas zonas a comer peces marinos, porque pueden haberse alimentado con los cadáveres humanos arrastrados hasta el mar.
Puede parecer una muestra de crueldad o insensibilidad centrar la atención en semejantes consecuencias medioambientales que acompañan a inmensas pérdidas y sufrimientos humanos, pero, cuando el mundo intenta organizar una reacción civilizada ante la tragedia humana del Asia sudoriental, también debe afrontar la lección de humildad que se desprende de la amoralidad de la naturaleza y, por tanto, comprender los efectos medioambientales que determinarán la vida de los supervivientes y sus descendientes.