El cielo en extinción

Hace algunos meses, un astronauta norteamericano accidentalmente dejó escapar una herramienta en órbita, despertando temores por el posible peligro de que se convirtiera en un objeto perdido que pudiera destruir un satélite costoso o, incluso, amenazar vidas en lo alto. Poco tiempo después, China hizo estallar uno de sus satélites, duplicando de inmediato el tipo de desechos orbitantes que son peligrosos por la dificultad que implica rastrearlos.

Una vez más, el mundo tomó conciencia de la extraña situación que se está produciendo en nuestros cielos. El cielo es un dominio único, que está regulado de manera inadecuada. Con la llegada de las contaminaciones y las tecnologías globales, remediar esta situación se está convirtiendo en un problema cada vez más urgente.

En la mayoría de los casos, las leyes para los cielos reflejan las que gobiernan los océanos del mundo. Los océanos pertenecen a todos, excepto los que están cerca de las masas de tierra, que son controlados de manera similar a las fronteras terrestres de un país. En consecuencia, el cielo suele conceptualizarse en términos de tráfico. Los aviones de línea y los de combate operan en un aire "controlado" cercano a la tierra, mientras que la nacionalidad, se supone, importa menos cuanto más alto uno va. Los frágiles tratados que se ocupan de este aspecto se hacen cumplir principalmente por el hecho de que son pocos los países que pueden permitirse colocar activos a tanta altura.

Ultimamente, sin embargo, están empezando a surgir problemas más complejos a partir del hecho de que la humanidad comparte la atmósfera. El carbono y los fluorocarbonos afectan a los hijos de todos. Cuando estalló Chernobyl, no fue sólo Ucrania la que heredó generaciones de efectos radioactivos. Pronto los países colonizarán la luna, dando lugar a la misma situación insatisfactoria y tentadora que tenemos en la Antártida, donde los países toman sin poseer legalmente.

Se necesita una estrategia más esclarecida para los recursos compartidos, que sea menos dependiente del control neo-colonial.

Algunos sugieren que la gobernancia de los cielos siga el precedente establecido por el espectro electromagnético. Las "ondas de aire" son utilizadas para una variedad de comunicaciones, entre ellas el uso gubernamental y el acceso público como la radio. El rango de territorio utilizable -el espectro- es administrado por los gobiernos como si fuera un inmueble, y se divide según la longitud de onda, con una cantidad asignada a los celulares, otros fragmentos a los pilotos militares, y así sucesivamente.

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Esta situación sería desastrosa si no se la pudiera controlar de cerca, ya que la gente transmitiría simultáneamente y se superpondría. Pronto, veremos que el espectro se volverá incluso más activo, con la fusión de la infraestructura de telefonía celular y de la relativamente desregulada Internet.

A esto probablemente le sigan medios de comunicación más sofisticados basados en el acceso al aire. Hasta cierto punto, todos nos beneficiaremos con esto, porque los gobiernos no podrán censurar tanto la información. Pero, ¿sería un mejor modelo de administración atmosférica?

Tal vez no. El problema es que al menos algunas ondas electromagnéticas son peligrosas. Consideremos lo siguiente: en un momento dado, al ciudadano promedio en el mundo desarrollado le pasan miles de millones de mensajes por el cerebro. Se puede demostrar que las células son capaces de detectar estos mensajes, pero se desconoce hasta qué punto afectan al organismo.

Sin embargo, se sabe que las abejas se están muriendo en el hemisferio norte. Esta es una preocupación importante porque muchos alimentos dependen de las abejas para la polinización. Las causas principales de esta epidemia reciente son los gérmenes y las garrapatas, pero estos estuvieron siempre entre nosotros. ¿Por qué, entonces, están afectando ahora a las abejas?

Un estudio alemán sugiere que la proliferación de las torres de telefonía celular está debilitando los sistemas inmunológicos de las abejas (el estudio vincula las torres y la potencia de la señal con las muertes de las abejas). El jurado todavía no se ha pronunciado, pero tal vez no exista un nivel seguro de exposición a muchas radiaciones comunes; cuanto más expuestos estamos, más daño causamos. El resultado de esto lo veríamos en efectos indirectos, como el creciente nivel de asma e hiperactividad en los chicos.

El problema de los modelos regulatorios existentes tal vez resida en la presunción de que toda la atmósfera está disponible para un uso ilimitado. Entendemos intuitivamente la importancia de los límites cuando la pérdida de nuestro cielo se articula en términos poéticos. A medida que la contaminación lumínica cubre cada vez más superficie del planeta, estamos perdiendo una de nuestras más antiguas conexiones con la naturaleza: la antigua capacidad de contemplar las estrellas. Si las abejas moribundas no inspiran lineamientos formales sobre cómo debemos compartir el cielo, esperemos que el espacio vacío sí lo logre.

El cielo debe pertenecer a la gente. El abuso de él nos afecta a todos, y los beneficios de su utilización también deberían beneficiarnos a todos, lo que conlleva la necesidad de establecer derechos democráticos mundiales sobre algo que, incuestionablemente, es un recurso universal.

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