Junto con un grupo de la facultad, personal y estudiantes de mi universidad en Islamabad, viajé a Balakot, cerca del epicentro del terremoto de Cachemira. Esa ciudad montañesa, situada en las orillas del río Kunhar, ha quedado destruida. Hay escombros y el olor –que revuelve las tripas– a cadáveres en descomposición. Las ratas lo tienen fácil; la que yo pisé accidentalmente ya estaba gorda. Si hay un plan para retirar los escombros de hormigón en la ciudad y sus alrededores, nadie parece saber cuál es, pero los balakotíes parecen tomárselo con calma: se ven mascarillas por doquier.
Junto con un grupo de la facultad, personal y estudiantes de mi universidad en Islamabad, viajé a Balakot, cerca del epicentro del terremoto de Cachemira. Esa ciudad montañesa, situada en las orillas del río Kunhar, ha quedado destruida. Hay escombros y el olor –que revuelve las tripas– a cadáveres en descomposición. Las ratas lo tienen fácil; la que yo pisé accidentalmente ya estaba gorda. Si hay un plan para retirar los escombros de hormigón en la ciudad y sus alrededores, nadie parece saber cuál es, pero los balakotíes parecen tomárselo con calma: se ven mascarillas por doquier.