GINEBRA – Antes de que surgiera la amenaza de una guerra comercial entre Estados Unidos y China, el alza de mercados de valores y los crecientes beneficios corporativos habían opacado el hecho de que el sistema económico se encuentra bajo un estrés existencial. La estabilidad financiera global sigue estando en condiciones muy precarias. De hecho, en momentos que los líderes financieros mundiales se reúnen para asistir a la conferencia de primavera del FMI/Banco Mundial en Washington, DC, el veloz ritmo del cambio tecnológico y la creciente desigualdad alimentan con cada vez más fuerza las llamadas a una reevaluación radical del sistema.
Si los gobiernos han de responder a estas presiones en aumento, tendrán que reformular las herramientas clave en las que han confiado durante más de un siglo, comenzando en primer lugar por la tributación.
Puede que la muerte y los impuestos hayan sido las únicas dos cosas ciertas en el mundo de Benjamín Franklin hace dos siglos; en la actualidad, solo sabemos con certeza que vamos a morir. Con el surgimiento de la economía digital, cada vez más valor económico se deriva de intangibles como los datos reunidos a través de plataformas digitales, redes sociales o la economía colaborativa. Y puesto que las casas matrices de las compañías ahora se pueden mudar de país con facilidad, los gobiernos se encuentran con cada vez más dificultades a la hora de elevar impuestos. Al mismo tiempo, es probable que el gasto público tenga que aumentar para satisfacer las demandas de quienes han quedado detrás en la era de la globalización y las tecnologías digitales.
En su mayor parte, los legisladores han tratado de fomentar la innovación, con la esperanza de que las nuevas industrias eleven la capacidad productiva y, en su debido momento, llenen las arcas fiscales. Sin embargo, los proveedores de servicios digitales han crecido en prácticamente todo, excepto en los impuestos que pagan.
Es posible que esto esté a punto de cambiar. Una idea que está cobrando fuerza en gravar de manera diferente a las firmas que ofrecen servicios digitales de uso gratuito, de modo que su valor intangible reciba el mismo trato tributario que el valor tangible producido por los fabricantes y proveedores de servicios tradicionales.
Pero la tributación se encuentra en la antesala de una transformación mucho mayor que no se limita a la economía digital. Hoy se espera que las empresas aporten más a la sociedad que lo que consta en sus balances: hay un nuevo ímpetu para basar parte de la tributación en la huella social de una firma. Por ejemplo, los gobiernos podrían ajustar las tasas de impuestos al liderazgo ambiental de una compañía o el tamaño de su fuerza de trabajo.
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Otra idea es hacer pagar impuestos a los robots y tecnologías relacionadas como compensación por la deriva de las retribuciones económicas que las aleja de la mano de obra. En cualquier caso, la ampliación de la base tributaria requerirá nuevos enfoques para la medir el valor en la economía.
Más allá del debate sobre cómo hacer tributar a los gigantes tecnológicos, las economías occidentales se enfrentan a la pregunta más fundamental de si los mercados siguen representando la manera más eficaz de asignar recursos. De muchas maneras, las tecnologías transformativas de hoy son un desafío a esa premisa.
La ciencia moderna de análisis de datos, por ejemplo, está avanzando tanto que los algoritmos producto de los datos de consumo actuales pronto podrían asumir la tarea de tomar decisiones de compra más eficientes. La pregunta sería entonces si el mercado o un estado dotado de conocimientos algorítmicos sería mejor para la provisión de ciertos bienes y servicios.
Los datos también influyen sobre nuestra consciencia económica de otras maneras. Por una parte, los consumidores están comenzando a darse cuenta hasta qué punto los servicios digitales se benefician de su información personal. Los datos son el manantial de la inteligencia artificial, el aprendizaje por máquinas y tecnologías similares, que tendrán un creciente impacto económico. Así, puede que nos acerquemos a un punto de inflexión en que los consumidores exijan que se pague por sus datos.
El “big data” afectará a gran parte del sector financiero, además. Por ejemplo, la industria de los seguros se basa en asimetrías de la información y la mutualización de los riesgos. A medida que nos acercamos a un ecosistema de información casi perfecto, las herramientas para poner un precio preciso al riesgo se volverán cada vez más potentes.
Finalmente, la actual transformación económica ha impulsado un sano debate sobre la relación entre el producto económico y el bienestar o la felicidad. Evidentemente, es difícil de medir el bienestar mismo, por lo que se puede argumentar la bondad de aproximarse al asunto desde el otro extremo, identificando los factores que nos hacen menos felices. Esa es la idea que subyace al Bloomberg Misery Index (Índice Bloomberg de la Desgracia), que mide la inflación y el desempleo en el supuesto de que ambos generan costes económicos para las sociedades.
El enfoque de Bloomberg plantea la pregunta clave de cómo deberíamos medir las economías en el siglo veintiuno. En los años 30, el economista Simon Kuznets identificó el producto nacional bruto como indicador de la producción de bienes y servicios de una economía para un periodo determinado. Hoy el PGB (junto con el producto interno bruto, o PIB) se considera como el indicador de facto del bienestar nacional en todo el planeta.
Pero estos índices inducen a error, porque no dan cuenta de asuntos que importan a las sociedades, como la equidad, la movilidad social o la sostenibilidad. Incluso si el PIB fuera un buen predictor de éxito en esas categorías, todavía no expresaría en valor intangible que se estuviera creando en la economía digital.
A fin de cuentas, el principal reto que enfrentan los gobiernos es el mismo que en otras épocas: mejorar la vida (más prolongada, más sana, más adinerada y más segura) para las generaciones actuales y futuras. La mayor diferencia en la actualidad es que el veloz cambio tecnológico, junto con los crecientes desafíos ambientales e intergeneracionales, afecta directamente la capacidad de maniobra de los gobiernos.
Pero los gobiernos no alcanzarán sus objetivos con herramientas caducas. No va a funcionar si se usan códigos tributarios escritos para una economía analógica ni métodos estadísticos que no captan la riqueza real. Es inevitable un nuevo enfoque para asegurar la felicidad y el bienestar en las décadas que se avecinan.
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From cutting taxes to raising tariffs to eroding central-bank independence, US President-elect Donald Trump has made a wide range of economic promises, many of which threaten to blow up the deficit and fuel inflation. But powerful institutional, political, and economic constraints, together with Trump’s capriciousness, have spurred disagreement about how worried we should be.
Anti-immigration politicians like US President-elect Donald Trump frequently portray migrants as displacing native workers and straining social security systems. But studies consistently show that increased migration brings enormous economic benefits to both host and origin countries.
warns that stricter border controls often exacerbate the very problems they aim to solve.
GINEBRA – Antes de que surgiera la amenaza de una guerra comercial entre Estados Unidos y China, el alza de mercados de valores y los crecientes beneficios corporativos habían opacado el hecho de que el sistema económico se encuentra bajo un estrés existencial. La estabilidad financiera global sigue estando en condiciones muy precarias. De hecho, en momentos que los líderes financieros mundiales se reúnen para asistir a la conferencia de primavera del FMI/Banco Mundial en Washington, DC, el veloz ritmo del cambio tecnológico y la creciente desigualdad alimentan con cada vez más fuerza las llamadas a una reevaluación radical del sistema.
Si los gobiernos han de responder a estas presiones en aumento, tendrán que reformular las herramientas clave en las que han confiado durante más de un siglo, comenzando en primer lugar por la tributación.
Puede que la muerte y los impuestos hayan sido las únicas dos cosas ciertas en el mundo de Benjamín Franklin hace dos siglos; en la actualidad, solo sabemos con certeza que vamos a morir. Con el surgimiento de la economía digital, cada vez más valor económico se deriva de intangibles como los datos reunidos a través de plataformas digitales, redes sociales o la economía colaborativa. Y puesto que las casas matrices de las compañías ahora se pueden mudar de país con facilidad, los gobiernos se encuentran con cada vez más dificultades a la hora de elevar impuestos. Al mismo tiempo, es probable que el gasto público tenga que aumentar para satisfacer las demandas de quienes han quedado detrás en la era de la globalización y las tecnologías digitales.
En su mayor parte, los legisladores han tratado de fomentar la innovación, con la esperanza de que las nuevas industrias eleven la capacidad productiva y, en su debido momento, llenen las arcas fiscales. Sin embargo, los proveedores de servicios digitales han crecido en prácticamente todo, excepto en los impuestos que pagan.
Es posible que esto esté a punto de cambiar. Una idea que está cobrando fuerza en gravar de manera diferente a las firmas que ofrecen servicios digitales de uso gratuito, de modo que su valor intangible reciba el mismo trato tributario que el valor tangible producido por los fabricantes y proveedores de servicios tradicionales.
Pero la tributación se encuentra en la antesala de una transformación mucho mayor que no se limita a la economía digital. Hoy se espera que las empresas aporten más a la sociedad que lo que consta en sus balances: hay un nuevo ímpetu para basar parte de la tributación en la huella social de una firma. Por ejemplo, los gobiernos podrían ajustar las tasas de impuestos al liderazgo ambiental de una compañía o el tamaño de su fuerza de trabajo.
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Más allá del debate sobre cómo hacer tributar a los gigantes tecnológicos, las economías occidentales se enfrentan a la pregunta más fundamental de si los mercados siguen representando la manera más eficaz de asignar recursos. De muchas maneras, las tecnologías transformativas de hoy son un desafío a esa premisa.
La ciencia moderna de análisis de datos, por ejemplo, está avanzando tanto que los algoritmos producto de los datos de consumo actuales pronto podrían asumir la tarea de tomar decisiones de compra más eficientes. La pregunta sería entonces si el mercado o un estado dotado de conocimientos algorítmicos sería mejor para la provisión de ciertos bienes y servicios.
Los datos también influyen sobre nuestra consciencia económica de otras maneras. Por una parte, los consumidores están comenzando a darse cuenta hasta qué punto los servicios digitales se benefician de su información personal. Los datos son el manantial de la inteligencia artificial, el aprendizaje por máquinas y tecnologías similares, que tendrán un creciente impacto económico. Así, puede que nos acerquemos a un punto de inflexión en que los consumidores exijan que se pague por sus datos.
El “big data” afectará a gran parte del sector financiero, además. Por ejemplo, la industria de los seguros se basa en asimetrías de la información y la mutualización de los riesgos. A medida que nos acercamos a un ecosistema de información casi perfecto, las herramientas para poner un precio preciso al riesgo se volverán cada vez más potentes.
Finalmente, la actual transformación económica ha impulsado un sano debate sobre la relación entre el producto económico y el bienestar o la felicidad. Evidentemente, es difícil de medir el bienestar mismo, por lo que se puede argumentar la bondad de aproximarse al asunto desde el otro extremo, identificando los factores que nos hacen menos felices. Esa es la idea que subyace al Bloomberg Misery Index (Índice Bloomberg de la Desgracia), que mide la inflación y el desempleo en el supuesto de que ambos generan costes económicos para las sociedades.
El enfoque de Bloomberg plantea la pregunta clave de cómo deberíamos medir las economías en el siglo veintiuno. En los años 30, el economista Simon Kuznets identificó el producto nacional bruto como indicador de la producción de bienes y servicios de una economía para un periodo determinado. Hoy el PGB (junto con el producto interno bruto, o PIB) se considera como el indicador de facto del bienestar nacional en todo el planeta.
Pero estos índices inducen a error, porque no dan cuenta de asuntos que importan a las sociedades, como la equidad, la movilidad social o la sostenibilidad. Incluso si el PIB fuera un buen predictor de éxito en esas categorías, todavía no expresaría en valor intangible que se estuviera creando en la economía digital.
A fin de cuentas, el principal reto que enfrentan los gobiernos es el mismo que en otras épocas: mejorar la vida (más prolongada, más sana, más adinerada y más segura) para las generaciones actuales y futuras. La mayor diferencia en la actualidad es que el veloz cambio tecnológico, junto con los crecientes desafíos ambientales e intergeneracionales, afecta directamente la capacidad de maniobra de los gobiernos.
Pero los gobiernos no alcanzarán sus objetivos con herramientas caducas. No va a funcionar si se usan códigos tributarios escritos para una economía analógica ni métodos estadísticos que no captan la riqueza real. Es inevitable un nuevo enfoque para asegurar la felicidad y el bienestar en las décadas que se avecinan.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen