PARÍS – Dos escuelas de pensamiento suelen dominar los debates económicos actuales. Según los economistas del libre mercado, los gobiernos deben bajar los impuestos, reducir los reglamentos, reformar la legislación laboral y después dejar el paso libre para que los consumidores consuman y los productores creen puestos de trabajo. Según la economía keynesiana, los gobiernos deben impulsar la demanda total mediante la relajación cuantitativa y el estímulo fiscal. Sin embargo, ninguno de los dos planteamientos está dando buenos resultados. Necesitamos una economía del desarrollo sostenible, en la que los gobiernos promuevan nuevos tipos de inversiones.
La economía del libre mercado produce grandes resultados para los ricos, pero resultados bastante miserables para todos los demás. Los gobiernos de los Estados Unidos y de ciertas partes de Europa están recortando el gasto social, la creación de puestos de trabajo, la inversión en infraestructuras y la formación profesional, porque a los jefes ricos que pagan las campañas electorales de los políticos les va muy bien, precisamente cuando las sociedades en su derredor están desmoronándose.
Sin embargo, las soluciones keynesianas –dinero fácil y grandes déficits presupuestarios– tampoco han logrado los resultados prometidos. Muchos gobiernos probaron a aplicar el gasto para el estímulo después de la crisis financiera de 2008. Al fin y al cabo, a la mayoría de los políticos le encanta gastar un dinero que no tiene. No obstante, el impulso a corto plazo fracasó de dos formas importantes.
En primer lugar, la deuda de los Estados se puso por las nubes y sus calificaciones crediticias se desplomaron. Incluso los EE.UU. perdieron su calificación AAA. En segundo lugar, el sector privado no reaccionó aumentando la inversión empresarial y contratando a nuevos trabajadores. En cambio, las empresas acumularon enormes reservas de dinero, principalmente en cuentas en el extranjero libres de impuestos.
El problema de la economía –tanto la de libre mercado como la keynesiana– es el de que no entienden bien la naturaleza de la inversión moderna. Las dos escuelas creen que la inversión está impulsada por el sector privado, ya sea porque los impuestos sean bajos (en el modelo de libre mercado) o porque la demanda agregada sea elevada (en el modelo keynesiano).
Sin embargo, la inversión actual del sector privado depende de la inversión del sector público. Nuestra época se caracteriza por esa complementariedad. A no ser que el sector público invierta y lo haga juiciosamente, el sector privado seguirá haciendo acopio de sus fondos o los devolverá a los accionistas en forma de dividendos o de recompra de acciones.
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Lo fundamental es reflexionar sobre seis clases de bienes de capital: el capital comercial, las infraestructuras, el capital humano, el capital intelectual, el capital natural y el capital social. Todos ellos son productivos, pero cada uno de ellos tiene un papel distintivo.
El capital comercial abarca las fábricas, las máquinas, el equipo de transporte y los sistemas de información de las empresas privadas. Las infraestructuras comprenden las carreteras, los ferrocarriles, los sistemas eléctricos e hídricos, la fibra óptica, los gasoductos y los oleoductos y los aeropuertos y puertos de mar. El capital humano es la educación, las aptitudes y la salud de la fuerza laboral. El capital intelectual abarca los conocimientos especializados –científicos y tecnológicos– fundamentales de la sociedad. El capital natural son los ecosistemas y los recursos primarios que apoyan la agricultura, la salud y las ciudades y el capital social es la confianza comunitaria, que hace posible un comercio, unas finanzas y una gestión de los asuntos públicos eficientes.
Esas seis formas de capital funcionan de forma complementaria. La inversión empresarial sin infraestructuras y capital humano no puede ser rentable. Tampoco los mercados financieros funcionan, si el capital social (la confianza) se agota. Sin capital natural (incluidos un clima inocuo, suelos productivos, agua disponible y protección contra las inundaciones), los otros tipos de capital se pueden perder fácilmente y, sin un acceso universal a las inversiones públicas en capital humano, las sociedades sucumbirán ante las desigualdades extremas de renta y riqueza.
La inversión solía ser un asunto mucho más sencillo. La clave para el desarrollo era la educación básica, una red de carreteras y de electricidad, un puerto en funcionamiento y el acceso a los mercados mundiales. Sin embargo, actualmente la educación pública básica ya no basta; los trabajadores necesitan aptitudes muy especializadas que se adquieren mediante formación profesional, diplomas de estudios avanzados y programas de aprendizaje que combinen financiación pública y privada. El transporte requiere algo más que la simple construcción de carreteras por el Estado; las redes eléctricas deben reflejar la urgente necesidad de una electricidad con escasas emisiones de carbono y en todas partes los gobiernos deben invertir en nuevos tipos de capital intelectual para resolver problemas de salud pública, cambio climático, degradación medioambiental, gestión de sistemas de información y de otra índole carentes de precedentes.
Sin embargo, en la mayoría de los países, los gobiernos no están encabezando y guiando –ni participando siquiera en– el proceso de inversión. Están haciendo recortes. Los ideólogos del libre mercado afirman que los Estados no pueden hacer inversiones productivas. Tampoco los keynesianos reflexionan lo suficiente sobre los tipos de inversiones públicas que son necesarias; para ellos, el gasto es el gasto. El resultado es un vacío del sector público y una escasez de inversiones públicas, lo que, a su vez, frena la necesaria inversión en el sector privado.
En una palabra, los gobiernos necesitan estrategias de inversión a largo plazo y formas de sufragarlas. Deben entender mucho mejor cómo asignar prioridad a las inversiones en carreteras, ferrocarriles, electricidad y puertos, cómo hacer inversiones medioambientalmente sostenibles adoptando un sistema energético con escasas emisiones de carbono, cómo capacitar a los trabajadores jóvenes para que obtengan puestos de trabajo decorosos, no sólo un empleo poco remunerado en el sector de los servicios, y cómo crear capital social, en una época en la que hay poca confianza y una considerable corrupción.
En resumen, los gobiernos deben aprender a hacer previsiones. También eso es contrario al criterio económico imperante. Los ideólogos del libre mercado no quieren que los gobiernos piensen en nada y los keynesianos quieren gobiernos que piensen sólo a corto plazo, porque llevan hasta el extremo la famosa broma de John Maynard Keynes: “A largo plazo, todos estaremos muertos”.
Veamos una idea que es anatema en Washington, D.C., pero que merece reflexión. La economía del mundo que crece más rápidamente, China, depende de planes quinquenales para la inversión pública, dirigida por la Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma. Los Estados Unidos carecen de una institución de esa clase o incluso de organismo alguno que examine sistemáticamente las estrategias de inversión pública, pero todos los países necesitan ahora algo más que planes quinquenales; necesitan estrategias a veinte años vista y a lo largo de generaciones para crear las aptitudes, las infraestructuras y una economía con escasas emisiones de carbono, propia del siglo XXI.
Recientemente, el G-20 dio un pequeño paso en la dirección correcta, al hacer un nuevo hincapié en una mayor inversión en infraestructuras como cometido compartido de los sectores público y privado. Necesitamos mucho más pensamiento de esa clase en el próximo año, pues los gobiernos están negociando nuevos acuerdos sobre la financiación del desarrollo sostenible (en Addis Abeba, en julio de 2015), los objetivos del desarrollo sostenible (en las Naciones Unidas en septiembre de 2015) y el cambio climático (en París en diciembre de 2015).
Dichos acuerdos son prometedores con miras a dar forma al futuro de la Humanidad en sentido positivo. Si salen adelante, la nueva era del desarrollo sostenible debería originar también una nueva economía del desarrollo sostenible.
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At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
ask Project Syndicate contributors to select the books that resonated with them the most over the past year.
PARÍS – Dos escuelas de pensamiento suelen dominar los debates económicos actuales. Según los economistas del libre mercado, los gobiernos deben bajar los impuestos, reducir los reglamentos, reformar la legislación laboral y después dejar el paso libre para que los consumidores consuman y los productores creen puestos de trabajo. Según la economía keynesiana, los gobiernos deben impulsar la demanda total mediante la relajación cuantitativa y el estímulo fiscal. Sin embargo, ninguno de los dos planteamientos está dando buenos resultados. Necesitamos una economía del desarrollo sostenible, en la que los gobiernos promuevan nuevos tipos de inversiones.
La economía del libre mercado produce grandes resultados para los ricos, pero resultados bastante miserables para todos los demás. Los gobiernos de los Estados Unidos y de ciertas partes de Europa están recortando el gasto social, la creación de puestos de trabajo, la inversión en infraestructuras y la formación profesional, porque a los jefes ricos que pagan las campañas electorales de los políticos les va muy bien, precisamente cuando las sociedades en su derredor están desmoronándose.
Sin embargo, las soluciones keynesianas –dinero fácil y grandes déficits presupuestarios– tampoco han logrado los resultados prometidos. Muchos gobiernos probaron a aplicar el gasto para el estímulo después de la crisis financiera de 2008. Al fin y al cabo, a la mayoría de los políticos le encanta gastar un dinero que no tiene. No obstante, el impulso a corto plazo fracasó de dos formas importantes.
En primer lugar, la deuda de los Estados se puso por las nubes y sus calificaciones crediticias se desplomaron. Incluso los EE.UU. perdieron su calificación AAA. En segundo lugar, el sector privado no reaccionó aumentando la inversión empresarial y contratando a nuevos trabajadores. En cambio, las empresas acumularon enormes reservas de dinero, principalmente en cuentas en el extranjero libres de impuestos.
El problema de la economía –tanto la de libre mercado como la keynesiana– es el de que no entienden bien la naturaleza de la inversión moderna. Las dos escuelas creen que la inversión está impulsada por el sector privado, ya sea porque los impuestos sean bajos (en el modelo de libre mercado) o porque la demanda agregada sea elevada (en el modelo keynesiano).
Sin embargo, la inversión actual del sector privado depende de la inversión del sector público. Nuestra época se caracteriza por esa complementariedad. A no ser que el sector público invierta y lo haga juiciosamente, el sector privado seguirá haciendo acopio de sus fondos o los devolverá a los accionistas en forma de dividendos o de recompra de acciones.
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Lo fundamental es reflexionar sobre seis clases de bienes de capital: el capital comercial, las infraestructuras, el capital humano, el capital intelectual, el capital natural y el capital social. Todos ellos son productivos, pero cada uno de ellos tiene un papel distintivo.
El capital comercial abarca las fábricas, las máquinas, el equipo de transporte y los sistemas de información de las empresas privadas. Las infraestructuras comprenden las carreteras, los ferrocarriles, los sistemas eléctricos e hídricos, la fibra óptica, los gasoductos y los oleoductos y los aeropuertos y puertos de mar. El capital humano es la educación, las aptitudes y la salud de la fuerza laboral. El capital intelectual abarca los conocimientos especializados –científicos y tecnológicos– fundamentales de la sociedad. El capital natural son los ecosistemas y los recursos primarios que apoyan la agricultura, la salud y las ciudades y el capital social es la confianza comunitaria, que hace posible un comercio, unas finanzas y una gestión de los asuntos públicos eficientes.
Esas seis formas de capital funcionan de forma complementaria. La inversión empresarial sin infraestructuras y capital humano no puede ser rentable. Tampoco los mercados financieros funcionan, si el capital social (la confianza) se agota. Sin capital natural (incluidos un clima inocuo, suelos productivos, agua disponible y protección contra las inundaciones), los otros tipos de capital se pueden perder fácilmente y, sin un acceso universal a las inversiones públicas en capital humano, las sociedades sucumbirán ante las desigualdades extremas de renta y riqueza.
La inversión solía ser un asunto mucho más sencillo. La clave para el desarrollo era la educación básica, una red de carreteras y de electricidad, un puerto en funcionamiento y el acceso a los mercados mundiales. Sin embargo, actualmente la educación pública básica ya no basta; los trabajadores necesitan aptitudes muy especializadas que se adquieren mediante formación profesional, diplomas de estudios avanzados y programas de aprendizaje que combinen financiación pública y privada. El transporte requiere algo más que la simple construcción de carreteras por el Estado; las redes eléctricas deben reflejar la urgente necesidad de una electricidad con escasas emisiones de carbono y en todas partes los gobiernos deben invertir en nuevos tipos de capital intelectual para resolver problemas de salud pública, cambio climático, degradación medioambiental, gestión de sistemas de información y de otra índole carentes de precedentes.
Sin embargo, en la mayoría de los países, los gobiernos no están encabezando y guiando –ni participando siquiera en– el proceso de inversión. Están haciendo recortes. Los ideólogos del libre mercado afirman que los Estados no pueden hacer inversiones productivas. Tampoco los keynesianos reflexionan lo suficiente sobre los tipos de inversiones públicas que son necesarias; para ellos, el gasto es el gasto. El resultado es un vacío del sector público y una escasez de inversiones públicas, lo que, a su vez, frena la necesaria inversión en el sector privado.
En una palabra, los gobiernos necesitan estrategias de inversión a largo plazo y formas de sufragarlas. Deben entender mucho mejor cómo asignar prioridad a las inversiones en carreteras, ferrocarriles, electricidad y puertos, cómo hacer inversiones medioambientalmente sostenibles adoptando un sistema energético con escasas emisiones de carbono, cómo capacitar a los trabajadores jóvenes para que obtengan puestos de trabajo decorosos, no sólo un empleo poco remunerado en el sector de los servicios, y cómo crear capital social, en una época en la que hay poca confianza y una considerable corrupción.
En resumen, los gobiernos deben aprender a hacer previsiones. También eso es contrario al criterio económico imperante. Los ideólogos del libre mercado no quieren que los gobiernos piensen en nada y los keynesianos quieren gobiernos que piensen sólo a corto plazo, porque llevan hasta el extremo la famosa broma de John Maynard Keynes: “A largo plazo, todos estaremos muertos”.
Veamos una idea que es anatema en Washington, D.C., pero que merece reflexión. La economía del mundo que crece más rápidamente, China, depende de planes quinquenales para la inversión pública, dirigida por la Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma. Los Estados Unidos carecen de una institución de esa clase o incluso de organismo alguno que examine sistemáticamente las estrategias de inversión pública, pero todos los países necesitan ahora algo más que planes quinquenales; necesitan estrategias a veinte años vista y a lo largo de generaciones para crear las aptitudes, las infraestructuras y una economía con escasas emisiones de carbono, propia del siglo XXI.
Recientemente, el G-20 dio un pequeño paso en la dirección correcta, al hacer un nuevo hincapié en una mayor inversión en infraestructuras como cometido compartido de los sectores público y privado. Necesitamos mucho más pensamiento de esa clase en el próximo año, pues los gobiernos están negociando nuevos acuerdos sobre la financiación del desarrollo sostenible (en Addis Abeba, en julio de 2015), los objetivos del desarrollo sostenible (en las Naciones Unidas en septiembre de 2015) y el cambio climático (en París en diciembre de 2015).
Dichos acuerdos son prometedores con miras a dar forma al futuro de la Humanidad en sentido positivo. Si salen adelante, la nueva era del desarrollo sostenible debería originar también una nueva economía del desarrollo sostenible.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.