SÃO PAULO – Las recientes victorias electorales de partidos de izquierda en Francia y el Reino Unido pueden ser preanuncio de una nueva era para la política climática en Europa. El nuevo gobierno laborista británico tiene planes ambiciosos de ampliar la capacidad de generación de energía a partir de fuentes renovables; y en Francia, aunque todavía queda la difícil tarea de formar coalición de gobierno, se ha frenado a la ultraderecha y su escepticismo climático.
Ojalá la inercia de este momento se traslade a la reunión ministerial del G20 que tendrá lugar en Río de Janeiro el 24 de julio. Allí, los países ricos analizarán la novedosa propuesta brasileña de cobrar un impuesto a la riqueza del 2% anual (mínimo) a los milmillonarios del mundo. Ese impuesto, junto con nuevos instrumentos de financiación para la acción climática cuyo anuncio se espera, puede sostener inversiones en crecimiento verde, adaptación climática y medidas para encarar la desigualdad interna de los países.
Pero tener más vehículos de inversión no será suficiente. Nuestra experiencia con la COVID‑19 nos mostró que los mecanismos de mercado por sí solos no bastaron para enfrentar una pandemia; tampoco pueden ayudar a contrarrestar la destrucción del medioambiente o la creciente disparidad de riqueza mundial. Incluso los países ricos han comenzado a abandonar la ortodoxia neoliberal de privatización y desregulación. Pero mientras los países en desarrollo sigan supeditados a las viejas reglas, les será difícil desarrollar modelos económicos propios y moldear sus destinos.
Antes, los defensores del libre comercio en Occidente criticaban el uso chino de medidas proteccionistas y subsidios en favor de sectores estratégicos; ahora estas prácticas son de rigor en las economías avanzadas. Estados Unidos con su Ley de Reducción de la Inflación está inyectando cifras siderales en la fabricación local de baterías y vehículos eléctricos y usando el Estado para estimular la inversión y la creación de empleo en los sectores de la economía verde. Pero el combate al cambio climático es global, y las normas del comercio internacional por lo general no permiten a los países en desarrollo impulsar del mismo modo sus industrias locales. Por ejemplo, Indonesia (líder mundial en la producción de níquel, un metal esencial para las baterías de los vehículos eléctricos) recibió un castigo de la Organización Mundial del Comercio por seguir una estrategia industrial.
Es decir que al mismo tiempo que las recetas neoliberales pierden el favor de las economías desarrolladas, se las reacondiciona en nuevas presentaciones verdes para uso de los países menos ricos. Los funcionarios de los países de altos ingresos pueden apelar a costosas herramientas de política industrial (por ejemplo incentivos fiscales y garantías de préstamo), mientras que los países en desarrollo no pueden darse los mismos lujos, sino que deben encontrar el modo de crear empleo, reducir la desigualdad y descarbonizar sus economías con un conjunto de herramientas y capacidades tecnológicas mucho más limitado.
Además, los países más ricos presionan a los países en desarrollo para que hagan el «salto» a las fuentes renovables a un ritmo que no es realista. No reconocen la necesidad de los países en desarrollo de hacer un uso limitado de los combustibles fósiles por algún tiempo, ni el hecho de que normas de comercio injustas limitan el acceso de los países más pobres a tecnología verde y capital en forma asequible. Este uso de la doble vara es indicativo de los mismos desequilibrios de poder que se observaron en años recientes, cuando los países más ricos acapararon vacunas, recortaron los presupuestos de ayuda internacional y no cumplieron sus promesas de financiar la acción climática.
La hipocresía no ha pasado inadvertida. Populistas autoritarios como el expresidente brasileño Jair Bolsonaro, el presidente argentino Javier Milei y el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan hanpromovidotodos ellos la narrativa de que las políticas climáticas debilitan el crecimiento económico. Es posible que en muchos casos tengan razón, pero sólo por las limitaciones impuestas por las políticas neoliberales.
Si los países en desarrollo pudieran decidir sus propias políticas, la inversión climática impulsaría la creación de empleo y el crecimiento inclusivo. Un gobierno al que se le pide descarbonizar su economía necesita financiación flexible en condiciones favorables. Tampoco le vendrán mal unos esquemas impositivos progresivos en los niveles nacional e internacional, sobre la base de éxitos recientes como la convención tributaria de Naciones Unidas, una iniciativa liderada por los países en desarrollo que busca democratizar la normativa tributaria y arrancarle el control a clubes cerrados como la OCDE.
El retroceso del neoliberalismo da a las economías emergentes y en desarrollo una oportunidad para cooperar en el diseño de un nuevo paradigma. Mediante la creación de modelos guiados por el Estado que vinculen las estrategias de descarbonización con el desarrollo socioeconómico, podrán blindar la agenda climática contra ataques de oportunistas autoritarios. Así como hay diferentes tipos de capitalismo, hay diferentes rutas hacia el desarrollo verde.
Basta pensar en México, una potencia industrial y petrolera que acaba de elegir como presidenta a una climatóloga, Claudia Sheinbaum. Su gobierno planea invertir 13 600 millones de dólares en las energías renovables, con el objetivo de satisfacer el 50% de la demanda de electricidad con fuentes descarbonizadas en 2030. Con una adecuada implementación, estas iniciativas pueden promover la creación de empleo y reducir desigualdades, usando las empresas estatales para que faciliten el despliegue de tecnologías verdes. Además, el esperanzador anuncio de la creación de un nuevo ministerio para la ciencia y la innovación puede colaborar con el desarrollo de industrias fabriles y de alta tecnología avanzadas.
Brasil también está bien posicionado para ser una vanguardia en políticas verdes para el mundo en desarrollo. Ya sin el gobierno desestabilizador de Bolsonaro, la administración del presidente Luiz Inácio Lula da Silva está impulsando el desarrollo sostenible y la reforma impositiva. Coordinando en forma eficaz su política industrial, sus objetivos en materia de infraestructura e iniciativas verdes como el Plan de Transformación Ecológica, el país puede avanzar con una sólida agenda de crecimiento verde nacional y al mismo tiempo ampliar su influencia regional e internacional como anfitrión de la reunión de este mes del G20 y de la Conferencia de la ONU sobre el Cambio Climático (COP30) que tendrá lugar el año entrante.
Podemos construir un nuevo mundo de justicia climática y equidad social sobre las ruinas del neoliberalismo. Para lograrlo, necesitamos nuevas estructuras económicas, en las que los países de ingresos bajos y medios actúen como fuente de información, diseño y mantenimiento. Un orden mundial más justo demanda estados más fuertes y proactivos capaces de diseñar e implementar políticas que impulsen el crecimiento económico, la creación de empleo, la reducción de la desigualdad y la descarbonización.
Traducción: Esteban Flamini
SÃO PAULO – Las recientes victorias electorales de partidos de izquierda en Francia y el Reino Unido pueden ser preanuncio de una nueva era para la política climática en Europa. El nuevo gobierno laborista británico tiene planes ambiciosos de ampliar la capacidad de generación de energía a partir de fuentes renovables; y en Francia, aunque todavía queda la difícil tarea de formar coalición de gobierno, se ha frenado a la ultraderecha y su escepticismo climático.
Ojalá la inercia de este momento se traslade a la reunión ministerial del G20 que tendrá lugar en Río de Janeiro el 24 de julio. Allí, los países ricos analizarán la novedosa propuesta brasileña de cobrar un impuesto a la riqueza del 2% anual (mínimo) a los milmillonarios del mundo. Ese impuesto, junto con nuevos instrumentos de financiación para la acción climática cuyo anuncio se espera, puede sostener inversiones en crecimiento verde, adaptación climática y medidas para encarar la desigualdad interna de los países.
Pero tener más vehículos de inversión no será suficiente. Nuestra experiencia con la COVID‑19 nos mostró que los mecanismos de mercado por sí solos no bastaron para enfrentar una pandemia; tampoco pueden ayudar a contrarrestar la destrucción del medioambiente o la creciente disparidad de riqueza mundial. Incluso los países ricos han comenzado a abandonar la ortodoxia neoliberal de privatización y desregulación. Pero mientras los países en desarrollo sigan supeditados a las viejas reglas, les será difícil desarrollar modelos económicos propios y moldear sus destinos.
Antes, los defensores del libre comercio en Occidente criticaban el uso chino de medidas proteccionistas y subsidios en favor de sectores estratégicos; ahora estas prácticas son de rigor en las economías avanzadas. Estados Unidos con su Ley de Reducción de la Inflación está inyectando cifras siderales en la fabricación local de baterías y vehículos eléctricos y usando el Estado para estimular la inversión y la creación de empleo en los sectores de la economía verde. Pero el combate al cambio climático es global, y las normas del comercio internacional por lo general no permiten a los países en desarrollo impulsar del mismo modo sus industrias locales. Por ejemplo, Indonesia (líder mundial en la producción de níquel, un metal esencial para las baterías de los vehículos eléctricos) recibió un castigo de la Organización Mundial del Comercio por seguir una estrategia industrial.
Es decir que al mismo tiempo que las recetas neoliberales pierden el favor de las economías desarrolladas, se las reacondiciona en nuevas presentaciones verdes para uso de los países menos ricos. Los funcionarios de los países de altos ingresos pueden apelar a costosas herramientas de política industrial (por ejemplo incentivos fiscales y garantías de préstamo), mientras que los países en desarrollo no pueden darse los mismos lujos, sino que deben encontrar el modo de crear empleo, reducir la desigualdad y descarbonizar sus economías con un conjunto de herramientas y capacidades tecnológicas mucho más limitado.
Además, los países más ricos presionan a los países en desarrollo para que hagan el «salto» a las fuentes renovables a un ritmo que no es realista. No reconocen la necesidad de los países en desarrollo de hacer un uso limitado de los combustibles fósiles por algún tiempo, ni el hecho de que normas de comercio injustas limitan el acceso de los países más pobres a tecnología verde y capital en forma asequible. Este uso de la doble vara es indicativo de los mismos desequilibrios de poder que se observaron en años recientes, cuando los países más ricos acapararon vacunas, recortaron los presupuestos de ayuda internacional y no cumplieron sus promesas de financiar la acción climática.
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La hipocresía no ha pasado inadvertida. Populistas autoritarios como el expresidente brasileño Jair Bolsonaro, el presidente argentino Javier Milei y el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan hanpromovidotodos ellos la narrativa de que las políticas climáticas debilitan el crecimiento económico. Es posible que en muchos casos tengan razón, pero sólo por las limitaciones impuestas por las políticas neoliberales.
Si los países en desarrollo pudieran decidir sus propias políticas, la inversión climática impulsaría la creación de empleo y el crecimiento inclusivo. Un gobierno al que se le pide descarbonizar su economía necesita financiación flexible en condiciones favorables. Tampoco le vendrán mal unos esquemas impositivos progresivos en los niveles nacional e internacional, sobre la base de éxitos recientes como la convención tributaria de Naciones Unidas, una iniciativa liderada por los países en desarrollo que busca democratizar la normativa tributaria y arrancarle el control a clubes cerrados como la OCDE.
El retroceso del neoliberalismo da a las economías emergentes y en desarrollo una oportunidad para cooperar en el diseño de un nuevo paradigma. Mediante la creación de modelos guiados por el Estado que vinculen las estrategias de descarbonización con el desarrollo socioeconómico, podrán blindar la agenda climática contra ataques de oportunistas autoritarios. Así como hay diferentes tipos de capitalismo, hay diferentes rutas hacia el desarrollo verde.
Basta pensar en México, una potencia industrial y petrolera que acaba de elegir como presidenta a una climatóloga, Claudia Sheinbaum. Su gobierno planea invertir 13 600 millones de dólares en las energías renovables, con el objetivo de satisfacer el 50% de la demanda de electricidad con fuentes descarbonizadas en 2030. Con una adecuada implementación, estas iniciativas pueden promover la creación de empleo y reducir desigualdades, usando las empresas estatales para que faciliten el despliegue de tecnologías verdes. Además, el esperanzador anuncio de la creación de un nuevo ministerio para la ciencia y la innovación puede colaborar con el desarrollo de industrias fabriles y de alta tecnología avanzadas.
Brasil también está bien posicionado para ser una vanguardia en políticas verdes para el mundo en desarrollo. Ya sin el gobierno desestabilizador de Bolsonaro, la administración del presidente Luiz Inácio Lula da Silva está impulsando el desarrollo sostenible y la reforma impositiva. Coordinando en forma eficaz su política industrial, sus objetivos en materia de infraestructura e iniciativas verdes como el Plan de Transformación Ecológica, el país puede avanzar con una sólida agenda de crecimiento verde nacional y al mismo tiempo ampliar su influencia regional e internacional como anfitrión de la reunión de este mes del G20 y de la Conferencia de la ONU sobre el Cambio Climático (COP30) que tendrá lugar el año entrante.
Podemos construir un nuevo mundo de justicia climática y equidad social sobre las ruinas del neoliberalismo. Para lograrlo, necesitamos nuevas estructuras económicas, en las que los países de ingresos bajos y medios actúen como fuente de información, diseño y mantenimiento. Un orden mundial más justo demanda estados más fuertes y proactivos capaces de diseñar e implementar políticas que impulsen el crecimiento económico, la creación de empleo, la reducción de la desigualdad y la descarbonización.
Traducción: Esteban Flamini