LONDRES – Con la compra de su próximo auto, ¿pagaría usted cien dólares más por saber que el acero usado en él se fabricó sin emitir dióxido de carbono?
Yo creo que casi todos los lectores dirán que sí. La mayoría de las personas en casi todos los países, incluido Estados Unidos, aceptan la contundente evidencia científica de que las emisiones humanas de gases de efecto invernadero están causando un cambio climático potencialmente peligroso. Casi todas las personas con ingresos aceptables pagarían algo a cambio de lograr la economía descarbonizada necesaria para reducir los riesgos del cambio climático. Y hay cada vez más pruebas de que el costo total de esa transición será mucho menos que el 1 o 2% del PIB que calculó Nicholas Stern en su precursor informe de 2006 The Economics of Climate Change. Pero pese a lo bajo del costo, el cambio no será suficientemente rápido si no se introducen políticas firmes.
El costo de producir electricidad a partir de fuentes renovables se redujo incluso más rápido que lo que hasta los optimistas más extremos creían posible hace apenas unos años. En lugares favorables muy soleados, como el norte de Chile, los precios obtenidos en licitaciones para la provisión de electricidad con energía solar se derrumbaron 90% en diez años. En la no tan soleada Alemania, se lograron reducciones del 80%. El costo de la energía eólica se redujo un 70% y el de las baterías cerca de 80% desde 2010.
Como planteó la Energy Transitions Commission en su informe de abril de 2017 Better Energy-Greater Prosperity, en 2030 los sistemas de energía dependientes en un 85 a 90% de fuentes renovables intermitentes podrán producir energía por un costo total (incluido el almacenamiento y la provisión de sistemas de respaldo flexibles) menor al de los combustibles fósiles. Para el suministro de energía, la estimación de Stern de que el costo de pasar a sistemas ecológicos será muy pequeño resultó demasiado pesimista: en realidad, será negativo.
Este abaratamiento drástico no se dio en el vacío. Es el resultado de una política pública deliberada e inicialmente costosa. Hubo varias décadas de inversión estatal para la investigación básica en tecnología fotovoltaica, y grandes subsidios a la instalación inicial, particularmente en Alemania, que permitieron a la industria solar alcanzar un volumen suficiente para que comenzaran a sentirse efectos de economía de escala y de avance en la curva de aprendizaje.
Contra lo que dicen los modelos económicos simplistas, el ritmo de la innovación y de la reducción de costos no es una variable exógena, sino que depende en gran medida de los objetivos a largo plazo de los gobiernos. En las curvas de costo que los economistas usan para comparar las tecnologías de reducción del carbono, la energía fotovoltaica solar era hace apenas diez años una de las opciones más costosas. Ahora es una de las más baratas: eso fue posible gracias a un decidido apoyo político.
El extremo superior de las curvas de costo más publicadas ahora lo ocupan acciones para descarbonizar sectores económicos donde la electrificación parece imposible, difícil o cara. Las emisiones derivadas de la reacción química que tiene lugar en la producción de cemento permanecerán aunque se electrifique el suministro de calor; y la instalación de mecanismos de captura y almacenamiento de carbono (CCS) supone un costo adicional considerable. En cuanto a la aeronáutica, tal vez puedan usarse baterías para distancias cortas, pero la aviación internacional demandará por mucho tiempo (quizá para siempre) la densidad de energía presente en un hidrocarburo líquido, y es probable que suministrar esa densidad con biocombustibles o mediante la síntesis con hidrógeno y CO2 extraído del aire sea siempre más costoso que derivarla del petróleo.
Asimismo, la producción de acero podría descarbonizarse mediante la aplicación de CCS o el uso de hidrógeno electrolítico como agente de reducción (en vez de carbón de coque). Pero a menos que la generación descarbonizada de electricidad se abarate mucho más, la ruta del hidrógeno seguirá siendo más cara que la tecnología actual. Y por definición, agregar CCS al proceso supone costos adicionales.
Pero no son tan altos. Ciertas estimaciones indican que con costos ya alcanzables para la generación de electricidad a partir de fuentes renovables, la producción de acero mediante reducción directa con hidrógeno costaría cien dólares más por tonelada (es decir, se agregarían cien dólares al costo de un automóvil que pese una tonelada). Y es posible que estos costos se reduzcan considerablemente si, como parece probable, el hidrógeno se convierte en una vía importante de descarbonización en muchos sectores, incluida la aviación (mediante el uso de combustibles sintéticos), el transporte naval (mediante el uso de amoníaco derivado de hidrógeno ecológico en vez de fueloil pesado) y el transporte a larga distancia en camión (donde las celdas de combustible de hidrógeno pueden resultar importantes).
El desarrollo a gran escala de una economía del hidrógeno puede llevar el costo de los electrolizadores a una senda descendente similar a la observada en el caso de los paneles solares y las baterías. Y la tecnología CCS también puede abaratarse considerablemente con políticas públicas que apoyen su implementación en gran escala.
El desafío está en trasladar el asombroso éxito que hemos visto en la energía renovable y las baterías a sectores más difíciles de descarbonizar, como el transporte en camión, barco y avión, y las industrias del acero, el cemento y los productos químicos. Para eso se necesitará una mezcla de impuestos al carbono, regulación y apoyo estatal a la investigación y a la implementación inicial.
Algunas de las políticas demandan coordinación internacional, pero otras pueden ser encaradas por los países en forma individual. Si se impusiera la norma de que todos los autos que se vendan en Europa o China deben estar hechos con “acero ecológico” certificado, en el que la proporción de acero producido sin emisión de carbono vaya creciendo gradualmente hasta el 100% en las próximas décadas, habría un fuerte incentivo a descarbonizar la producción de acero. Si varios países grandes acordaran esa norma, o la imposición de un impuesto considerable al carbono, el progreso sería incluso más rápido.
Las tecnologías para descarbonizar hasta los sectores más difíciles ya existen, y los costos estimados no son enormes. Con la introducción de políticas decididas, es posible que las innovaciones tecnológicas y los efectos de avance en la curva de aprendizaje terminen demostrando que, como en el caso de las fuentes renovables, las estimaciones de costo iniciales fueron pesimistas. Si hoy aceptamos pagar cien dólares más por tener un auto ecológico, es probable que dentro de pocas décadas el costo sea menor, pero sólo si la política pública impone el ritmo.
Traducción: Esteban Flamini
LONDRES – Con la compra de su próximo auto, ¿pagaría usted cien dólares más por saber que el acero usado en él se fabricó sin emitir dióxido de carbono?
Yo creo que casi todos los lectores dirán que sí. La mayoría de las personas en casi todos los países, incluido Estados Unidos, aceptan la contundente evidencia científica de que las emisiones humanas de gases de efecto invernadero están causando un cambio climático potencialmente peligroso. Casi todas las personas con ingresos aceptables pagarían algo a cambio de lograr la economía descarbonizada necesaria para reducir los riesgos del cambio climático. Y hay cada vez más pruebas de que el costo total de esa transición será mucho menos que el 1 o 2% del PIB que calculó Nicholas Stern en su precursor informe de 2006 The Economics of Climate Change. Pero pese a lo bajo del costo, el cambio no será suficientemente rápido si no se introducen políticas firmes.
El costo de producir electricidad a partir de fuentes renovables se redujo incluso más rápido que lo que hasta los optimistas más extremos creían posible hace apenas unos años. En lugares favorables muy soleados, como el norte de Chile, los precios obtenidos en licitaciones para la provisión de electricidad con energía solar se derrumbaron 90% en diez años. En la no tan soleada Alemania, se lograron reducciones del 80%. El costo de la energía eólica se redujo un 70% y el de las baterías cerca de 80% desde 2010.
Como planteó la Energy Transitions Commission en su informe de abril de 2017 Better Energy-Greater Prosperity, en 2030 los sistemas de energía dependientes en un 85 a 90% de fuentes renovables intermitentes podrán producir energía por un costo total (incluido el almacenamiento y la provisión de sistemas de respaldo flexibles) menor al de los combustibles fósiles. Para el suministro de energía, la estimación de Stern de que el costo de pasar a sistemas ecológicos será muy pequeño resultó demasiado pesimista: en realidad, será negativo.
Este abaratamiento drástico no se dio en el vacío. Es el resultado de una política pública deliberada e inicialmente costosa. Hubo varias décadas de inversión estatal para la investigación básica en tecnología fotovoltaica, y grandes subsidios a la instalación inicial, particularmente en Alemania, que permitieron a la industria solar alcanzar un volumen suficiente para que comenzaran a sentirse efectos de economía de escala y de avance en la curva de aprendizaje.
Contra lo que dicen los modelos económicos simplistas, el ritmo de la innovación y de la reducción de costos no es una variable exógena, sino que depende en gran medida de los objetivos a largo plazo de los gobiernos. En las curvas de costo que los economistas usan para comparar las tecnologías de reducción del carbono, la energía fotovoltaica solar era hace apenas diez años una de las opciones más costosas. Ahora es una de las más baratas: eso fue posible gracias a un decidido apoyo político.
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El extremo superior de las curvas de costo más publicadas ahora lo ocupan acciones para descarbonizar sectores económicos donde la electrificación parece imposible, difícil o cara. Las emisiones derivadas de la reacción química que tiene lugar en la producción de cemento permanecerán aunque se electrifique el suministro de calor; y la instalación de mecanismos de captura y almacenamiento de carbono (CCS) supone un costo adicional considerable. En cuanto a la aeronáutica, tal vez puedan usarse baterías para distancias cortas, pero la aviación internacional demandará por mucho tiempo (quizá para siempre) la densidad de energía presente en un hidrocarburo líquido, y es probable que suministrar esa densidad con biocombustibles o mediante la síntesis con hidrógeno y CO2 extraído del aire sea siempre más costoso que derivarla del petróleo.
Asimismo, la producción de acero podría descarbonizarse mediante la aplicación de CCS o el uso de hidrógeno electrolítico como agente de reducción (en vez de carbón de coque). Pero a menos que la generación descarbonizada de electricidad se abarate mucho más, la ruta del hidrógeno seguirá siendo más cara que la tecnología actual. Y por definición, agregar CCS al proceso supone costos adicionales.
Pero no son tan altos. Ciertas estimaciones indican que con costos ya alcanzables para la generación de electricidad a partir de fuentes renovables, la producción de acero mediante reducción directa con hidrógeno costaría cien dólares más por tonelada (es decir, se agregarían cien dólares al costo de un automóvil que pese una tonelada). Y es posible que estos costos se reduzcan considerablemente si, como parece probable, el hidrógeno se convierte en una vía importante de descarbonización en muchos sectores, incluida la aviación (mediante el uso de combustibles sintéticos), el transporte naval (mediante el uso de amoníaco derivado de hidrógeno ecológico en vez de fueloil pesado) y el transporte a larga distancia en camión (donde las celdas de combustible de hidrógeno pueden resultar importantes).
El desarrollo a gran escala de una economía del hidrógeno puede llevar el costo de los electrolizadores a una senda descendente similar a la observada en el caso de los paneles solares y las baterías. Y la tecnología CCS también puede abaratarse considerablemente con políticas públicas que apoyen su implementación en gran escala.
El desafío está en trasladar el asombroso éxito que hemos visto en la energía renovable y las baterías a sectores más difíciles de descarbonizar, como el transporte en camión, barco y avión, y las industrias del acero, el cemento y los productos químicos. Para eso se necesitará una mezcla de impuestos al carbono, regulación y apoyo estatal a la investigación y a la implementación inicial.
Algunas de las políticas demandan coordinación internacional, pero otras pueden ser encaradas por los países en forma individual. Si se impusiera la norma de que todos los autos que se vendan en Europa o China deben estar hechos con “acero ecológico” certificado, en el que la proporción de acero producido sin emisión de carbono vaya creciendo gradualmente hasta el 100% en las próximas décadas, habría un fuerte incentivo a descarbonizar la producción de acero. Si varios países grandes acordaran esa norma, o la imposición de un impuesto considerable al carbono, el progreso sería incluso más rápido.
Las tecnologías para descarbonizar hasta los sectores más difíciles ya existen, y los costos estimados no son enormes. Con la introducción de políticas decididas, es posible que las innovaciones tecnológicas y los efectos de avance en la curva de aprendizaje terminen demostrando que, como en el caso de las fuentes renovables, las estimaciones de costo iniciales fueron pesimistas. Si hoy aceptamos pagar cien dólares más por tener un auto ecológico, es probable que dentro de pocas décadas el costo sea menor, pero sólo si la política pública impone el ritmo.
Traducción: Esteban Flamini