MADRID – Cuando llegue el momento de valorar el legado del nuevo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, una variable tendrá un peso enormemente significativo: las relaciones que haya forjado su Administración con China. La competición entre ambas potencias se ha convertido en la gran envolvente de la geoestrategia global, pero los términos en los que se producirá distan mucho de estar irrevocablemente definidos. Pese a su más que evidente rivalidad, Estados Unidos y China están condenados a entenderse y, a buen seguro, Biden actuará con mayor pericia, responsabilidad y altura de miras que su predecesor. De que Washington y Pekín consigan encarrilar su relación bilateral dependerán, en gran medida, la paz y la prosperidad de la humanidad en el siglo XXI.
MADRID – Cuando llegue el momento de valorar el legado del nuevo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, una variable tendrá un peso enormemente significativo: las relaciones que haya forjado su Administración con China. La competición entre ambas potencias se ha convertido en la gran envolvente de la geoestrategia global, pero los términos en los que se producirá distan mucho de estar irrevocablemente definidos. Pese a su más que evidente rivalidad, Estados Unidos y China están condenados a entenderse y, a buen seguro, Biden actuará con mayor pericia, responsabilidad y altura de miras que su predecesor. De que Washington y Pekín consigan encarrilar su relación bilateral dependerán, en gran medida, la paz y la prosperidad de la humanidad en el siglo XXI.