MELBOURNE.– Poco antes de que fuese asesinado en noviembre de 1995 por un extremista judío de derecha, me reuní en Tel Aviv con el primer ministro israelí Isaac Rabin. Estaba visitando Israel como ministro de relaciones exteriores de Australia para abogar por una rápida implementación de los acuerdos de paz de Oslo –como paso intermedio de las negociaciones que condujesen finalmente al reconocimiento del estado palestino. Cerré mi discurso afirmando, tal vez con excesivo descaro, «Pero, por supuesto, estoy predicando para los conversos». La respuesta de Rabin está grabada en mi memoria. Hizo una pausa y luego, con una semisonrisa, comentó: «Para los comprometidos, no los conversos».
MELBOURNE.– Poco antes de que fuese asesinado en noviembre de 1995 por un extremista judío de derecha, me reuní en Tel Aviv con el primer ministro israelí Isaac Rabin. Estaba visitando Israel como ministro de relaciones exteriores de Australia para abogar por una rápida implementación de los acuerdos de paz de Oslo –como paso intermedio de las negociaciones que condujesen finalmente al reconocimiento del estado palestino. Cerré mi discurso afirmando, tal vez con excesivo descaro, «Pero, por supuesto, estoy predicando para los conversos». La respuesta de Rabin está grabada en mi memoria. Hizo una pausa y luego, con una semisonrisa, comentó: «Para los comprometidos, no los conversos».