PRINCETON – La temporada de huracanes del Atlántico en 2017, que comenzó oficialmente el 1 de junio y terminará el 30 de noviembre, probablemente sea la más cara de la historia. Los huracanes se han cobrado la vida de unas 300 personas en la región esta temporada, y los cálculos de los daños hasta el momento rondan los 224.000 millones de dólares. En una escala que mide la energía ciclónica acumulada de los huracanes, esta temporada es la primera en registrar tres tormentas por encima de 40. Afortunadamente, una de las tres, el huracán José, se mantuvo esencialmente en el mar, donde los daños que causó fueron pocos; pero los huracanes Irma y María causaron una destrucción generalizada en el Caribe, inclusive en Puerto Rico. Irma tenía una energía ciclónica acumulada de 66,6, la tercera más alta que alguna vez se haya registrado.
El huracán Harvey tenía menos energía pero trajo aparejadas lluvias e inundaciones sin precedentes en Houston y otras partes de Texas y Luisiana. Harvey puede ser la tormenta más cara en la historia de Estados Unidos, excediendo inclusive el costo de la reconstrucción de Nueva Orleans después del huracán Katrina en 2005. Las cifras de empleo demuestran que Estados Unidos perdió 33.000 empleos en septiembre, cifra que los analistas atribuyen a los huracanes. Entonces, justo cuando parecía que la temporada estaba amainando, el huracán Nate causó por lo menos 24 muertes en Costa Rica, Nicaragua y Honduras, antes de dirigirse a Estados Unidos.
Harvey, Irma y María fueron tormentas extraordinariamente poderosas. Pero la cantidad de vidas perdidas y el volumen del daño ocasionado reflejan decisiones humanas. La estrategia tristemente célebre de laissez-faire de Houston en materia de zonificación permitió que se construyeran viviendas en planicies aluviales. Entre 1996 y 2010, informó el Houston Chronicle, la región perdió más de 21.000 hectáreas de humedales, donde podría haberse absorbido parte del agua de lluvia. La capacidad de drenaje del agua pluvial no tuvo el mismo ritmo que la expansión de las áreas pavimentadas. En una ciudad con controles de planificación más previsores, habría habido menos pérdidas de vidas y menos daños.
La planificación a futuro puede permitir ahorrar grandes cantidades. Según un estudio independiente realizado para la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias de Estados Unidos, un dólar que se gasta en mitigar los desastres les ahorra a los contribuyentes 3,65 dólares en promedio y, a la sociedad, otros 4 dólares.
El ratio costo-beneficio es aún mayor en los países en desarrollo. En Bangladesh, donde millones de personas viven en deltas fértiles pero proclives a las inundaciones, la organización sin fines de lucro Islamic Relief descubrió que, elevando los terrenos en los que vivía la gente, se podía ofrecer protección a largo plazo contra las inundaciones a un costo de 400 libras (525 dólares) por familia. De lo contrario, era probable que la familia perdiera todo en una inundación importante, en cuyo caso necesitaría 440 libras en ayuda de emergencia en un solo mes. Bangladesh también ha salvado muchas vidas construyendo refugios para las tormentas y ofreciendo advertencias por anticipado antes de las tormentas.
A pesar de la evidencia clara y cada vez mayor de la relación costo-beneficio de una acción oportuna para mitigar el daño que causan las tormentas, el mundo gasta mucho más en ayuda y reconstrucción post-desastre que en mitigación, y esto es específicamente válido en los países pobres. Eso es entendible porque, inclusive en los buenos tiempos, los países pobres tienen escasos recursos.
Sin embargo, debería ser más fácil cambiar el equilibro del gasto de las organizaciones de ayuda humanitaria. Informes de Naciones Unidas y del Banco Mundial indican que entre 2000 y 2008, los gobiernos de los países ricos dedicaron el 20% de toda la ayuda al trabajo de socorro luego de los desastres, pero menos del 1% a la prevención de desastres.
Dos elementos de la psicología humana contribuyen a nuestra negligencia irracional de las medidas preventivas. No somos buenos para darle el peso apropiado a los acontecimientos de bajo riesgo, por más catastróficos que puedan ser, y estamos más preocupados por salvar a gente identificable que por salvar vidas cuando no conocemos quiénes serán salvados.
La primera deficiencia está demostrada por la necesidad de legislación que garantice que la gente que viaja en automóvil se abroche el cinturón de seguridad, aunque cualquier cálculo racional del costo-beneficio indicaría que hacerlo es la opción sensata. La segunda se refleja en nuestra voluntad para gastar sumas casi ilimitadas para rescatar a mineros atrapados y nuestro rechazo a pagar por normas de seguridad más estrictas que salvarían más vidas a un costo más bajo. Empatizamos con los mineros atrapados, pero no podemos identificarnos con la gente cuya vida se salvará si contamos con medidas de seguridad más estrictas. Sin embargo, cada "vida estadística" salvada será, a su vez, la vida de una persona identificable.
Finalmente, ¿qué podemos decir de las tormentas? Pensamos en los huracanes como episodios naturales e irresistibles, de modo que todo lo que podemos hacer es reducir la pérdida de vidas y el daño que causan. Sin embargo, los científicos dedicados al clima nos han venido advirtiendo desde hace décadas que la continua emisión de gases de tipo invernadero está haciendo subir la temperatura de nuestro planeta. Aunque es imposible atribuir cualquier tormenta en particular al cambio climático, sabemos que cuando se forman tormentas tropicales como consecuencia de una mayor temperatura del agua se vuelven más fuertes y más intensas. Los científicos dedicados al clima, por lo tanto, han previsto huracanes más frecuentes y más dañinos.
La temporada de huracanes del Atlántico en 2017 se suma a la creciente evidencia en respaldo de esa predicción. El costo de reparar el daño debe tenerse en cuenta en la discusión sobre el costo-beneficio de pasar a usar fuentes de energía limpias y reducir las emisiones de metano causadas por la industria de la carne. La pregunta no es si podemos o no afrontar un cambio a energía limpia y a alimentos más amigables con el medio ambiente, sino si podemos darnos el lujo de seguir viviendo con un planeta que se calienta y todas sus consecuencias.
PRINCETON – La temporada de huracanes del Atlántico en 2017, que comenzó oficialmente el 1 de junio y terminará el 30 de noviembre, probablemente sea la más cara de la historia. Los huracanes se han cobrado la vida de unas 300 personas en la región esta temporada, y los cálculos de los daños hasta el momento rondan los 224.000 millones de dólares. En una escala que mide la energía ciclónica acumulada de los huracanes, esta temporada es la primera en registrar tres tormentas por encima de 40. Afortunadamente, una de las tres, el huracán José, se mantuvo esencialmente en el mar, donde los daños que causó fueron pocos; pero los huracanes Irma y María causaron una destrucción generalizada en el Caribe, inclusive en Puerto Rico. Irma tenía una energía ciclónica acumulada de 66,6, la tercera más alta que alguna vez se haya registrado.
El huracán Harvey tenía menos energía pero trajo aparejadas lluvias e inundaciones sin precedentes en Houston y otras partes de Texas y Luisiana. Harvey puede ser la tormenta más cara en la historia de Estados Unidos, excediendo inclusive el costo de la reconstrucción de Nueva Orleans después del huracán Katrina en 2005. Las cifras de empleo demuestran que Estados Unidos perdió 33.000 empleos en septiembre, cifra que los analistas atribuyen a los huracanes. Entonces, justo cuando parecía que la temporada estaba amainando, el huracán Nate causó por lo menos 24 muertes en Costa Rica, Nicaragua y Honduras, antes de dirigirse a Estados Unidos.
Harvey, Irma y María fueron tormentas extraordinariamente poderosas. Pero la cantidad de vidas perdidas y el volumen del daño ocasionado reflejan decisiones humanas. La estrategia tristemente célebre de laissez-faire de Houston en materia de zonificación permitió que se construyeran viviendas en planicies aluviales. Entre 1996 y 2010, informó el Houston Chronicle, la región perdió más de 21.000 hectáreas de humedales, donde podría haberse absorbido parte del agua de lluvia. La capacidad de drenaje del agua pluvial no tuvo el mismo ritmo que la expansión de las áreas pavimentadas. En una ciudad con controles de planificación más previsores, habría habido menos pérdidas de vidas y menos daños.
La planificación a futuro puede permitir ahorrar grandes cantidades. Según un estudio independiente realizado para la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias de Estados Unidos, un dólar que se gasta en mitigar los desastres les ahorra a los contribuyentes 3,65 dólares en promedio y, a la sociedad, otros 4 dólares.
El ratio costo-beneficio es aún mayor en los países en desarrollo. En Bangladesh, donde millones de personas viven en deltas fértiles pero proclives a las inundaciones, la organización sin fines de lucro Islamic Relief descubrió que, elevando los terrenos en los que vivía la gente, se podía ofrecer protección a largo plazo contra las inundaciones a un costo de 400 libras (525 dólares) por familia. De lo contrario, era probable que la familia perdiera todo en una inundación importante, en cuyo caso necesitaría 440 libras en ayuda de emergencia en un solo mes. Bangladesh también ha salvado muchas vidas construyendo refugios para las tormentas y ofreciendo advertencias por anticipado antes de las tormentas.
A pesar de la evidencia clara y cada vez mayor de la relación costo-beneficio de una acción oportuna para mitigar el daño que causan las tormentas, el mundo gasta mucho más en ayuda y reconstrucción post-desastre que en mitigación, y esto es específicamente válido en los países pobres. Eso es entendible porque, inclusive en los buenos tiempos, los países pobres tienen escasos recursos.
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Sin embargo, debería ser más fácil cambiar el equilibro del gasto de las organizaciones de ayuda humanitaria. Informes de Naciones Unidas y del Banco Mundial indican que entre 2000 y 2008, los gobiernos de los países ricos dedicaron el 20% de toda la ayuda al trabajo de socorro luego de los desastres, pero menos del 1% a la prevención de desastres.
Dos elementos de la psicología humana contribuyen a nuestra negligencia irracional de las medidas preventivas. No somos buenos para darle el peso apropiado a los acontecimientos de bajo riesgo, por más catastróficos que puedan ser, y estamos más preocupados por salvar a gente identificable que por salvar vidas cuando no conocemos quiénes serán salvados.
La primera deficiencia está demostrada por la necesidad de legislación que garantice que la gente que viaja en automóvil se abroche el cinturón de seguridad, aunque cualquier cálculo racional del costo-beneficio indicaría que hacerlo es la opción sensata. La segunda se refleja en nuestra voluntad para gastar sumas casi ilimitadas para rescatar a mineros atrapados y nuestro rechazo a pagar por normas de seguridad más estrictas que salvarían más vidas a un costo más bajo. Empatizamos con los mineros atrapados, pero no podemos identificarnos con la gente cuya vida se salvará si contamos con medidas de seguridad más estrictas. Sin embargo, cada "vida estadística" salvada será, a su vez, la vida de una persona identificable.
Finalmente, ¿qué podemos decir de las tormentas? Pensamos en los huracanes como episodios naturales e irresistibles, de modo que todo lo que podemos hacer es reducir la pérdida de vidas y el daño que causan. Sin embargo, los científicos dedicados al clima nos han venido advirtiendo desde hace décadas que la continua emisión de gases de tipo invernadero está haciendo subir la temperatura de nuestro planeta. Aunque es imposible atribuir cualquier tormenta en particular al cambio climático, sabemos que cuando se forman tormentas tropicales como consecuencia de una mayor temperatura del agua se vuelven más fuertes y más intensas. Los científicos dedicados al clima, por lo tanto, han previsto huracanes más frecuentes y más dañinos.
La temporada de huracanes del Atlántico en 2017 se suma a la creciente evidencia en respaldo de esa predicción. El costo de reparar el daño debe tenerse en cuenta en la discusión sobre el costo-beneficio de pasar a usar fuentes de energía limpias y reducir las emisiones de metano causadas por la industria de la carne. La pregunta no es si podemos o no afrontar un cambio a energía limpia y a alimentos más amigables con el medio ambiente, sino si podemos darnos el lujo de seguir viviendo con un planeta que se calienta y todas sus consecuencias.