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Por una UE de principios y poder

MADRID – Cada inicio de curso, cuando los europeos regresan de sus vacaciones de verano, los llamamientos a la revisión estructural de la Unión Europea son prácticamente inevitables. Este año no será diferente, si bien el ímpetu por un cambio podría ser más potente que nunca.

La UE enfrenta numerosos retos de enormes proporciones, hasta existenciales. La guerra causa estragos a sus puertas, la competitividad económica anda mal y persiste una profunda polarización social. La incertidumbre política en Francia y la indecisión en Alemania agravan la fragilidad de la UE, precisamente en un momento en que una transición impredecible de liderazgo en Estados Unidos -que amenaza con dar comienzo a un período prolongado de aislacionismo norteamericano- deja a Europa con pocas opciones más que hacerse cargo de su propio destino.

La UE ha logrado superar varios momentos disyuntivos en los últimos años, desde crisis de deuda soberana hasta la salida del Reino Unido. Pero, en el contexto geopolítico de hoy, la Unión es débil, vulnerable y está mal preparada para hacer frente a los desafíos que se le plantean. Entre los factores determinantes de esta situación, destaca la influencia persistente de las fuerzas populistas que instrumentalizan los temores por la migración ilegal y desafían abiertamente la unidad europea.

Así, el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, que ha encabezado el gobierno de Hungría desde 2010 (después de haber gobernado de 1998 a 2002), parece haber asumido como misión la erosión del Estado de Derecho en Hungría y en toda la UE, minando -al mismo tiempo- la cohesión europea. Circunstancia esta que adquiere especial relevancia en la inmediata reflexión pendiente, pues Budapest ejerce este segundo semestre la Presidencia rotatoria del Consejo de la UE.

En cuestión de días, tras asumir esta alta responsabilidad, Orbán realizó visitas sorpresivas -no tratadas con sus socios- a Kyiv, Moscú y Pekín, para discutir un acuerdo de paz con Ucrania de su ideación y protagonismo -una apuesta destinada a explotar personalmente el aparato institucional de la UE que, en la práctica, no hace sino minarla estratégicamente-. Igualmente asistió -una vez más, sin ninguna coordinación o advertencia- a la cumbre de la Organización de Estados Túrquicos, que incluye como “observador” a la no reconocida República Turca del Norte de Chipre.

Los líderes de la UE se apresuraron a dejar claro que Orbán no tenía ningún mandato para representar a la Unión externamente, y mucho menos para negociar algún tipo de acuerdo de paz para Ucrania. Para subrayar que Orbán estaba actuando fuera de lugar, el responsable de la política exterior de la UE, Josep Borrell, negó a Hungría ser sede de la próxima reunión de ministros de Relaciones Exteriores y Defensa -contraviniendo una costumbre arraigada de dejar esa decisión al presidente del Consejo de la UE-.

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Sin inmutarse, Orbán procedió a anunciar un nuevo sistema de visado rápido que les permitiría a los ciudadanos de ocho países -entre ellos Rusia y Bielorrusia- entrar en Hungría sin controles de seguridad, lo que hizo sonar las alarmas sobre la integridad del espacio Schengen de viajes sin fronteras y, en términos más generales, sobre la seguridad de la UE. Orbán también intentó, junto con los colegas de Eslovaquia, utilizar los resortes de la UE para obligar a Ucrania a poner fin a su prohibición del tránsito de petróleo ruso por el oleoducto de Druzhba que atraviesa su territorio. Más recientemente, Hungría bloqueó una declaración conjunta de la UE sobre las irregularidades de las elecciones presidenciales en Venezuela, lo que llevó a Borrell a emitir un comunicado por separado.

Los líderes de la UE pueden hacer todo el control de daños que quieran, pero Orbán está logrando que la imagen de la UE rezume confusión y discordia, además de debilidad. Tras haber internalizado lecciones clave de la era soviética, sabe que los imperios y las instituciones empiezan a fallar cuando se vuelven objeto de ridículo.

Esto ha contribuido a la creciente impresión de que, en un mundo cada vez más definido por los juegos de poder geopolítico y la realpolitik, la autoridad moral de la UE y su compromiso con una gobernanza basada en reglas aparezcan trasnochadas y poco efectivos -reliquias del pasado-. Una falta de liderazgo visionario y de cohesión entre los principales miembros no ha hecho sino agravar el problema.

No solo el motor franco-alemán de integración europea pasó de la eficacia a ir a trompicones. También parece improbable que el nuevo mandato de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen -alcanzado mediante una plataforma de ambigüedades que intentaba seducir a un amplio espectro de intereses-, genere un cambio profundo. En este contexto, forjar una visión coherente sobre cuestiones críticas como la competitividad, la innovación y la defensa resultará, en el mejor de los casos, difícil. Quienes van a salir más beneficiados de esta situación son los saboteadores, como Orbán, que han aprendido a explotar la desunión y la indeterminación.

En crisis pasadas -desde los acuerdos originados por el Brexit hasta las negociaciones anteriores de la UE con Hungría por los ataques de Orbán a la democracia y al Estado de Derecho-, la UE ha adoptado, en general, una estrategia legalista y tecnocrática, que muchas veces la dejó peor parada. Pero los reclamos para que la UE empiece a hablar el “lenguaje del poder” siguen sin ser escuchados. Y aunque ya se han presentado propuestas para reforzar el mandato del Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, no representan más que cambios cosméticos.

Para recuperar su equilibrio, la UE debe actuar con urgencia y resolución, inclusive si ello conlleva confrontaciones incómodas con Estados miembro. Y para prosperar en el mundo de hoy y mañana, debe establecerse, una vez más, como un socio indispensable para Estados Unidos.

Esto implica fortalecer su economía, sobre todo a través de la innovación. También implica seguir el consejo de Robert Gates, exsecretario de Defensa de Estados Unidos, de relacionarse de manera más efectiva con las generaciones más jóvenes. Es esencial impulsar la imagen de la UE, que muchas veces recibe una mirada más negativa que los Estados miembro individuales.

Ahora que no cabe duda de que el presidente estadounidense, Joe Biden, en ningún caso irá más allá de enero próximo, Ucrania y Europa han entrado en un período de extrema vulnerabilidad. Los ataques híbridos de Rusia podrían escalar en los próximos meses, lo que plantea un enorme desafío para la UE, especialmente con Orbán al mando del Consejo. Si la inminente votación presidencial de Estados Unidos vuelve a instalar a Donald Trump en la Casa Blanca, la presión por una “paz negociada” en Ucrania podría intensificarse, alterando aún más un panorama geopolítico -de por sí frágil-.

La UE se enfrenta a una elección difícil: puede seguir permitiendo que fuerzas internas y externas la debiliten, o puede actuar con audacia para amachambrar su integridad y aumentar su influencia. Desde incentivar la innovación e impulsar el Estado de Derecho hasta establecer e implementar una visión de política exterior compartida, la UE debe demostrar que puede tener principios y poder, o arriesgarse a derivar hacia la irrelevancia.

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