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La cooperación internacional en la era Trump

PARÍS – La investidura presidencial de Donald Trump está cada vez más cerca, y el ambiente en Bruselas y en las capitales europeas oscila entre el pánico y la resignación; muchos tienen sus esperanzas puestas en que sea posible hallar un modus vivendi transaccional. Pero la búsqueda de acuerdos ad hoc no responderá la gran pregunta que flota en el aire: ¿cómo afectará la segunda presidencia de Trump a la cooperación internacional? ¿Qué esperanzas hay para los esfuerzos colectivos en pos de salvaguardar bienes públicos mundiales como el clima y la salud pública y preservar la prosperidad proveyendo apoyo a la interdependencia económica?

No hay duda de que la elección de Trump es mala noticia para quienes creemos en una responsabilidad compartida por los bienes comunes mundiales y en la necesidad de gestionar la interdependencia con reglas claras, estables y coherentes. Trump es un nacionalista acérrimo, para quien la gobernanza mundial es ante todo un obstáculo contra la primacía estadounidense. No adhiere a principios y normas, su actuación es puramente transaccional. Ya ha amenazado con imponer aranceles a Canadá y México si no detienen la entrada de fentanilo y migrantes a Estados Unidos; ha advertido a los nueve países del grupo BRICS que cualquier intento de crear un rival para el dólar generará duras represalias; y ha dicho a Europa que debe comprar más petróleo y gas a Estados Unidos o también enfrentará aranceles.

Peor aún, hay buenas razones para pensar que Trump no es una aberración transitoria, como dijo el presidente estadounidense Joe Biden en 2020, sino más bien la expresión aberrante de un cambio fundamental en la actitud estadounidense hacia el liderazgo internacional. Con un Estados Unidos cada vez más cansado de ser desde hace mucho el timonel de la comunidad internacional, el mundo está en una encrucijada. Recordemos el análisis del historiador económico Charles Kindleberger sobre la Gran Depresión: la crisis no sólo reflejó la pérdida relativa de poder de Gran Bretaña, sino también la falta de voluntad de Estados Unidos para hacerse cargo del liderazgo mundial.

Pero desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha asumido plenamente ese papel, que combina privilegios exorbitantes con deberes desmesurados. La supremacía mundial del dólar le confiere enormes beneficios (entre otras cosas, porque le provee ingresos por señoreaje internacional), al tiempo que lo hace responsable por la estabilidad monetaria y financiera del mundo. Esto implica proveer liquidez en dólares a los bancos centrales asociados en tiempos de tensión monetaria (como en 2008‑10) y mantener abierto el mercado de bienes estadounidense cuando la demanda mundial es baja.

Pero Estados Unidos ha dejado de aceptar este contrato implícito, y el mundo actual está demasiado fragmentado y diversificado como para que lo domine un solo país. Aunque Estados Unidos sigue siendo la única superpotencia financiera (con una capitalización bursátil cercana a los 60 billones de dólares, frente a los 9,5 billones de China, y con una ventaja aún mayor en segmentos de mercado innovadores), ya no quiere las obligaciones que conlleva el liderazgo. Europa está fuera de la competencia, en razón de su decreciente peso demográfico y económico. Y China está demasiado absorta en sí misma para convertirse en el próximo hegemón. Aunque sea la superpotencia fabril del mundo (representa el 35% de la producción mundial), está muy lejos de asumir responsabilidades globales.

Felizmente, no todos los problemas demandan liderazgo de un único país dominante. En la tercera década del siglo XXI, el mundo debe transicionar a nuevos ordenamientos que impliquen una distribución más amplia de las responsabilidades globales. En nuestro libro New World New Rules: Global Cooperation in a World of Geopolitical Rivalries, analizamos esquemas de gobernanza en una variedad de ámbitos, desde los bienes comunes mundiales hasta la interdependencia económica tradicional y lo que denominamos cuestiones de «integración tras la frontera». En cada caso, el objetivo es salvar la acción colectiva en un mundo caracterizado por la fragmentación y la divergencia de preferencias.

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En cuanto al clima, el bien común mundial más emblemático (e incluso existencial), es probable que Estados Unidos repita su retirada del Acuerdo de París de 2015 (revertida luego por la administración Biden). Pero en esto Estados Unidos es un actor secundario, ya que sólo representa el 13% de las emisiones mundiales, y muchos de los programas estadounidenses de reducción de emisiones en el nivel de los estados continuarán. Además, la Unión Europea y China podrían asumir conjuntamente el liderazgo necesario para unir a las grandes economías emergentes, movilizar financiación privada en pos de la descarbonización y alentar la acción de la sociedad civil.

En cuanto al comercio internacional (principal canal de interdependencia económica), puede que los aranceles de Trump sean el último clavo en el ataúd del régimen multilateral basado en reglas. Intentará dividir a los países europeos aplicando aranceles diferenciales para castigar o chantajear a diversos gobiernos por separado. Pero Europa puede ofrecer resistencia presentando un frente unido (junto con el Reino Unido). Eso le permitirá ofrecer a Trump un acuerdo que incluya compras en los sectores de la energía y la defensa, tomar medidas de represalia eficaces o formar coaliciones con terceros países (de ahí la importancia del reciente acuerdo comercial de la UE con los países latinoamericanos del Mercosur).

En cualquier caso, ya es evidente que las normas comerciales multilaterales vigentes son demasiado exigentes para un mundo fragmentado. La UE debe establecer un proceso de consulta con sus principales socios para distinguir las conductas inaceptables de las que sólo son indeseables.

En cuanto a las macrofinanzas (el otro gran canal de interdependencia económica internacional), la tendencia a la desglobalización comenzó hace tiempo. Aunque las instituciones centrales del sistema (el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial) siguen siendo sólidas, puede que Trump use el poder de veto de los Estados Unidos para cambiar sus políticas en una serie de cuestiones, en particular las medidas de mitigación y adaptación frente al cambio climático, que el año pasado constituyeron nada menos que el 44% de los préstamos del Banco Mundial.

Para preservar la red de seguridad financiera internacional, Europa debe centrarse en las complementariedades entre instituciones regionales. Pero para fomentar una cooperación constructiva, tendrá que aceptar que se diluya su papel en las principales organizaciones mundiales para dar cabida al ascenso de China y de varias potencias intermedias.

Además de estas áreas centrales de la formulación de políticas, existen cuestiones de integración tras la frontera, como la gobernanza tributaria, bancaria y de la competencia, donde incluso sin reglas explícitas rigurosas, pueden obtenerse resultados deseables mediante la aceptación generalizada de redes informales y principios de extraterritorialidad. Parece improbable que la cooperación tributaria sobreviva a otra administración Trump, al menos en lo que atañe a las multinacionales; pero algunos debates y procesos técnicos podrían continuar bajo el radar. Tal vez el mejor modo de preservar los avances logrados hasta la fecha sea adoptar un enfoque más gradual y granular.

En todas estas cuestiones y en otras más, los funcionarios tendrán que adaptarse a un mundo sin una única potencia dominante. Eso exige definir, para cada ámbito, qué formas de gobernanza mundial se adaptan mejor a un terreno que se ha vuelto irreversiblemente más variado y fragmentado.

Traducción: Esteban Flamini

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