La política de la identidad en Francia

Una de las grandes sorpresas de la actual campaña presidencial en Francia es cómo la “identidad nacional” ha pasado al primer plano del debate político. Durante la campaña presidencial de 2005, los temas principales eran el desempleo y las divisiones sociales. En 2002, la prioridad fue la seguridad. Pero esta vez, los tres principales candidatos –Nicolas Sarkozy, Segolene Royal y Francois Bayrou—le han dado una configuración totalmente distinta a la campaña.

Sarkozy, por ejemplo, propone establecer un ministerio de inmigración e identidad nacional. Igualmente, si bien Royal conserva cuidadosamente la distinción entre nación y nacionalismo, se está distanciando del apoyo tradicional del Partido Socialista a La Internacional para defender en cambio a La Marsellesa y sugiere que todos los ciudadanos deberían desplegar una bandera francesa el día nacional. Bayrou critica la “obsesión nacionalista” de sus competidores, pero apoya la abrogación del jus soli (el derecho a obtener la nacionalidad francesa por nacimiento) para las personas de la isla francesa de Mayotte, debido a los enormes flujos de mujeres embarazadas que llegan ahí.

Por su parte, el líder de la extrema derecha, Jean-Marie Le Pen, dice que le alegra esta evolución. En efecto, el debate sobre la identidad nacional no es nada nuevo. El problema es que la identidad francesa siempre ha estado conformada por elementos contradictorios y en ocasiones opuestos, como las tradiciones católicas y seculares del país, su ideología revolucionaria y sus preferencias conservadoras, y los enfoques culturales de sus ciudadanos campesinos y obreros.

El historiador Ernest Renan, quien reflexionaba sobre la identidad nacional después de la derrota de Francia en la guerra franco-prusiana de 1871, definió a la nación como un “alma” conformada de dos partes. Una parte, la “rica herencia de los recuerdos”, está arraigada en el pasado, mientras que la otra, que se relaciona con el presente y la búsqueda del camino hacia el futuro, consiste en la voluntad común de los ciudadanos de construir juntos su vida pública. Renan le dio prioridad a esta voluntad de una vida en común frente a cualquier definición étnica, y puso a la idea francesa de nación en contraste directo con la noción casi racial de pueblo (Volk) que predomina en la tradición alemana.

En este enfoque, la identidad nacional es un “concepto espiritual” basado en una historia y un conjunto de valores comunes. Algunos de estos valores están arraigados en una especie de cristianismo secular y otros en las creencias revolucionarias de la Ilustración sobre los derechos humanos, la igualdad, el idioma francés, la educación laica y la idea de que el Estado es responsable del interés común y la aplicación de los principios republicanos.

Esta es la visión de la identidad nacional –una que trasciende raza, color, origen y religión— que está en disputa. La crisis de identidad por la que ahora atraviesa Francia está alimentada por la conjunción de muchos factores: la globalización, que provoca incertidumbre, la Unión Europea, que limita la libertad de los líderes nacionales, el dominio estratégico de Estados Unidos, que ha reducido la posición de Francia en el mundo, y el crecimiento de las potencias asiáticas.

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Esto representa un desafío grave para los pensadores que a veces se burlan de la idea misma de nación y argumentan que ahora vivimos en un mundo “postnacional”. Para ellos, la identidad nacional se debe abandonar a favor de una identidad europea, aunque los pueblos de la UE no tienen un sentimiento profundo de pertenencia a Europa.

En cambio, el vínculo entre identidad y migración, una vieja cantaleta de la extrema derecha, sigue siendo fuerte y el tema se ha vuelto más candente por la incapacidad de Francia para desarrollar una política eficiente que integre a los inmigrantes de África. Para empeorar las cosas, mientras que en Francia la religión y la cultura se han limitado tradicionalmente a la esfera personal, algunas exigencias religiosas han invadido la vida pública, como lo demuestran las disputas que tienen que ver con el uso del velo en las escuelas por las niñas musulmanas.

El problema del vínculo entre la identidad nacional y el pluralismo cultural está surgiendo ahora de manera casi igual en Inglaterra, Holanda y Dinamarca –países que, a diferencia de Francia, adoptaron desde hace mucho una política de multiculturalismo. En Estados Unidos, un país con una inmigración enorme, las comunidades pueden construir una fuerte identidad cultural y un patriotismo profundamente arraigado. Francia también se ha construido con oleadas sucesivas de inmigrantes. Pero, a diferencia de Estados Unidos, la integración en Francia no se basa en la asimilación, sino en un deseo de promover la homogeneidad—la nación unificada como “única e indivisible”.

Hoy en día, en un mundo cambiado por la globalización, Francia debe encarar el difícil reto que le plantean sus nuevos inmigrantes: mantener los principios que están en el corazón de la identidad francesa y al mismo tiempo cumplir los deseos de algunos de sus nuevos ciudadanos de mantener su propia identidad, lo que de hecho puede ir en contra de algunos de esos principios. El debate actual sobre la identidad nacional surge de esta tensión, por lo que no es sorprendente que se haya convertido en tema central de la campaña presidencial. Pero lo que está en juego en ese debate son valores que no sólo construyeron a Francia sino que también han construido y seguirán construyendo a Europa.

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