PARÍS – La próxima presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha trazado una agenda climática sumamente ambiciosa. En sus primeros cien días en el cargo, espera proponer un pacto ecológico europeo, además de leyes que comprometan a la Unión Europea a alcanzar la neutralidad de carbono en 2050. Su prioridad inmediata será acelerar los esfuerzos por reducir las emisiones de gases de efecto invernadero de la UE, con el ambicioso nuevo objetivo de llevarlas a la mitad (respecto de los niveles de 1990) en 2030. Ahora la cuestión es cómo hacer que esta enorme transición sea política y económicamente sostenible.
El programa de von der Leyen refleja la creciente inquietud de la ciudadanía europea por el cambio climático. Incluso antes de la última ola de calor que azotó al continente, las protestas de estudiantes de secundaria y el avance de los partidos verdes en la elección para el Parlamento Europeo fueron una llamada de atención para los políticos. Muchos ahora consideran que la acción climática no es sólo una responsabilidad hacia las generaciones futuras, sino también un deber hacia la juventud de hoy. Y los partidos políticos temen que mostrarse vacilantes les haga perder el apoyo de enormes números de votantes de menos de 40 años de edad.
Pero lo cierto es que en la actualidad, la UE (incluido el Reino Unido) es una de las regiones que menos contribuye al cambio climático. La proporción que representa el bloque dentro de las emisiones mundiales de CO2 cayó de 99% hace dos siglos a menos de 10% hoy (en términos anuales, no acumulados). Y esta cifra puede reducirse a 5% en 2030 si la UE cumple en esa fecha la meta de emisión que propone von der Leyen.
Mientras la UE emprenderá la difícil tarea de reducir en 1500 millones de toneladas su nivel de emisión anual, es probable que en 2030 el resto del mundo lo haya aumentado en 8500 millones de toneladas. De modo que la temperatura global promedio seguirá subiendo, tal vez unos 3 °C o más en 2100. Lo que haga Europa no bastará para salvar al planeta.
Cómo responda Europa al costo que supone llevar la delantera será crucial. El plan de von der Leyen traerá en forma inevitable pérdida de empleos, disminución de la riqueza y de los ingresos, y limitación de oportunidades económicas, al menos al principio. Sin una estrategia para convertir el imperativo moral de la acción climática en un argumento indiscutible, la UE no podrá sostener el plan: se producirá una contrarreacción, con graves consecuencias políticas.
¿Qué estrategia puede adoptar Europa? Una opción es apostar a liderar con el ejemplo. Mediante la creación de un modelo de desarrollo respetuoso del medioambiente, Europa y otros pioneros climáticos pueden señalarle un camino al resto. Y convenios internacionales no vinculantes, como el acuerdo climático de París (2015), pueden ayudar a medir el avance y así motivar la acción de los gobiernos rezagados.
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Pero como la protección del clima es un ejemplo típico de bien común, las coaliciones en torno de objetivos climáticos son inherentemente inestables; y cuanto más grandes son, mayor el incentivo a los miembros para abandonarlas y aprovecharse de los esfuerzos del resto. De modo que el liderazgo por el ejemplo no será suficiente.
Como alternativa, Europa puede aprovechar el hecho de llevar la delantera para desarrollar una ventaja competitiva en nuevas tecnologías, productos y servicios ecológicos. Como sostienenPhilippe Aghion y otros, la innovación puede ayudar a aprovechar el potencial de esas tecnologías y comenzar a cambiar la dirección del desarrollo económico.
Hay en esto señales alentadoras: el costo de los paneles solares se redujo más rápido de lo previsto, y las fuentes de energía renovables ya son más competitivas que lo que se esperaba hace apenas diez años. Pero por desgracia, Europa no consiguió convertir la acción climática en liderazgo industrial. La mayor parte de la producción de paneles solares y baterías eléctricas se realiza en China, con Estados Unidos como único competidor importante.
Pero a Europa le queda otra carta: el tamaño de su mercado, que todavía supone un 25% del consumo mundial. Como ninguna empresa global puede darse el lujo de ignorarlo, la UE es una importante potencia regulatoria en áreas como la seguridad de los consumidores y la privacidad. Además, los estándares europeos suelen difundirse fuera del continente, porque los fabricantes y proveedores de servicios que se adaptan a las exigentes normas de la UE tienden a cumplirlas también en otros mercados.
La apuesta de la UE es que su firme compromiso propio con la descarbonización combinado con el acuerdo de París, mucho más blando pero de alcance global, lleven a las empresas a redirigir actividades de investigación y desarrollo hacia las tecnologías verdes. La idea es que aunque otros países no se fijen metas ambiciosas, tal vez se redirijan suficientes inversiones para que el desarrollo ecológico sea menos costoso para todos los países.
Pero el avance actual en este tema es claramente insuficiente para frenar las emisiones globales y limitar el incremento mundial de temperaturas durante este siglo muy por debajo de 2 °C por encima de los niveles preindustriales, como estipula el acuerdo de París. Por ejemplo, la capacidad mundial de generación de energía a partir de carbón todavía está creciendo, porque el ritmo de construcción de centrales en China y la India supera al de su desmantelamiento en Estados Unidos y Europa.
De modo que Europa necesita más herramientas para que su transición a la neutralidad de carbono sea económica y políticamente sostenible. Y en su discurso ante el Parlamento Europeo, von der Leyen hizo un anuncio espectacular: prometió introducir un impuesto de frontera para impedir la “fuga de carbono”, esto es, el mero traslado de procesos de producción contaminantes a países fuera de la UE.
Ese impuesto recibirá elogios de los ambientalistas, que creen (a menudo erradamente) que el comercio internacional es perjudicial para el clima mundial. Sobre todo, la medida corregiría distorsiones que afectan la competencia y disuadiría a los países tentados de no formar parte de la coalición climática internacional. Mientras no haya un acuerdo climático vinculante, un impuesto de frontera al carbono tiene sentido desde el punto de vista económico.
Pero ponerlo en práctica no será fácil. Los defensores acérrimos del libre comercio (o lo que queda de ellos) pondrán el grito en el cielo. Los importadores protestarán. Los países en desarrollo y Estados Unidos (a menos que cambie de rumbo) dirán que es una agresión proteccionista. Y el ya bastante maltrecho sistema de comercio internacional recibirá otra sacudida.
Es irónico que con el largo historial de defensa de los mercados abiertos que tiene la UE, su nueva dirigencia vaya a contraponer la protección del clima y el libre comercio. Pero es un conflicto inevitable, de cuyo manejo dependerán tanto el destino de la globalización cuanto el del clima.
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In 2024, global geopolitics and national politics have undergone considerable upheaval, and the world economy has both significant weaknesses, including Europe and China, and notable bright spots, especially the US. In the coming year, the range of possible outcomes will broaden further.
offers his predictions for the new year while acknowledging that the range of possible outcomes is widening.
PARÍS – La próxima presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha trazado una agenda climática sumamente ambiciosa. En sus primeros cien días en el cargo, espera proponer un pacto ecológico europeo, además de leyes que comprometan a la Unión Europea a alcanzar la neutralidad de carbono en 2050. Su prioridad inmediata será acelerar los esfuerzos por reducir las emisiones de gases de efecto invernadero de la UE, con el ambicioso nuevo objetivo de llevarlas a la mitad (respecto de los niveles de 1990) en 2030. Ahora la cuestión es cómo hacer que esta enorme transición sea política y económicamente sostenible.
El programa de von der Leyen refleja la creciente inquietud de la ciudadanía europea por el cambio climático. Incluso antes de la última ola de calor que azotó al continente, las protestas de estudiantes de secundaria y el avance de los partidos verdes en la elección para el Parlamento Europeo fueron una llamada de atención para los políticos. Muchos ahora consideran que la acción climática no es sólo una responsabilidad hacia las generaciones futuras, sino también un deber hacia la juventud de hoy. Y los partidos políticos temen que mostrarse vacilantes les haga perder el apoyo de enormes números de votantes de menos de 40 años de edad.
Pero lo cierto es que en la actualidad, la UE (incluido el Reino Unido) es una de las regiones que menos contribuye al cambio climático. La proporción que representa el bloque dentro de las emisiones mundiales de CO2 cayó de 99% hace dos siglos a menos de 10% hoy (en términos anuales, no acumulados). Y esta cifra puede reducirse a 5% en 2030 si la UE cumple en esa fecha la meta de emisión que propone von der Leyen.
Mientras la UE emprenderá la difícil tarea de reducir en 1500 millones de toneladas su nivel de emisión anual, es probable que en 2030 el resto del mundo lo haya aumentado en 8500 millones de toneladas. De modo que la temperatura global promedio seguirá subiendo, tal vez unos 3 °C o más en 2100. Lo que haga Europa no bastará para salvar al planeta.
Cómo responda Europa al costo que supone llevar la delantera será crucial. El plan de von der Leyen traerá en forma inevitable pérdida de empleos, disminución de la riqueza y de los ingresos, y limitación de oportunidades económicas, al menos al principio. Sin una estrategia para convertir el imperativo moral de la acción climática en un argumento indiscutible, la UE no podrá sostener el plan: se producirá una contrarreacción, con graves consecuencias políticas.
¿Qué estrategia puede adoptar Europa? Una opción es apostar a liderar con el ejemplo. Mediante la creación de un modelo de desarrollo respetuoso del medioambiente, Europa y otros pioneros climáticos pueden señalarle un camino al resto. Y convenios internacionales no vinculantes, como el acuerdo climático de París (2015), pueden ayudar a medir el avance y así motivar la acción de los gobiernos rezagados.
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Pero como la protección del clima es un ejemplo típico de bien común, las coaliciones en torno de objetivos climáticos son inherentemente inestables; y cuanto más grandes son, mayor el incentivo a los miembros para abandonarlas y aprovecharse de los esfuerzos del resto. De modo que el liderazgo por el ejemplo no será suficiente.
Como alternativa, Europa puede aprovechar el hecho de llevar la delantera para desarrollar una ventaja competitiva en nuevas tecnologías, productos y servicios ecológicos. Como sostienenPhilippe Aghion y otros, la innovación puede ayudar a aprovechar el potencial de esas tecnologías y comenzar a cambiar la dirección del desarrollo económico.
Hay en esto señales alentadoras: el costo de los paneles solares se redujo más rápido de lo previsto, y las fuentes de energía renovables ya son más competitivas que lo que se esperaba hace apenas diez años. Pero por desgracia, Europa no consiguió convertir la acción climática en liderazgo industrial. La mayor parte de la producción de paneles solares y baterías eléctricas se realiza en China, con Estados Unidos como único competidor importante.
Pero a Europa le queda otra carta: el tamaño de su mercado, que todavía supone un 25% del consumo mundial. Como ninguna empresa global puede darse el lujo de ignorarlo, la UE es una importante potencia regulatoria en áreas como la seguridad de los consumidores y la privacidad. Además, los estándares europeos suelen difundirse fuera del continente, porque los fabricantes y proveedores de servicios que se adaptan a las exigentes normas de la UE tienden a cumplirlas también en otros mercados.
La apuesta de la UE es que su firme compromiso propio con la descarbonización combinado con el acuerdo de París, mucho más blando pero de alcance global, lleven a las empresas a redirigir actividades de investigación y desarrollo hacia las tecnologías verdes. La idea es que aunque otros países no se fijen metas ambiciosas, tal vez se redirijan suficientes inversiones para que el desarrollo ecológico sea menos costoso para todos los países.
Pero el avance actual en este tema es claramente insuficiente para frenar las emisiones globales y limitar el incremento mundial de temperaturas durante este siglo muy por debajo de 2 °C por encima de los niveles preindustriales, como estipula el acuerdo de París. Por ejemplo, la capacidad mundial de generación de energía a partir de carbón todavía está creciendo, porque el ritmo de construcción de centrales en China y la India supera al de su desmantelamiento en Estados Unidos y Europa.
De modo que Europa necesita más herramientas para que su transición a la neutralidad de carbono sea económica y políticamente sostenible. Y en su discurso ante el Parlamento Europeo, von der Leyen hizo un anuncio espectacular: prometió introducir un impuesto de frontera para impedir la “fuga de carbono”, esto es, el mero traslado de procesos de producción contaminantes a países fuera de la UE.
Ese impuesto recibirá elogios de los ambientalistas, que creen (a menudo erradamente) que el comercio internacional es perjudicial para el clima mundial. Sobre todo, la medida corregiría distorsiones que afectan la competencia y disuadiría a los países tentados de no formar parte de la coalición climática internacional. Mientras no haya un acuerdo climático vinculante, un impuesto de frontera al carbono tiene sentido desde el punto de vista económico.
Pero ponerlo en práctica no será fácil. Los defensores acérrimos del libre comercio (o lo que queda de ellos) pondrán el grito en el cielo. Los importadores protestarán. Los países en desarrollo y Estados Unidos (a menos que cambie de rumbo) dirán que es una agresión proteccionista. Y el ya bastante maltrecho sistema de comercio internacional recibirá otra sacudida.
Es irónico que con el largo historial de defensa de los mercados abiertos que tiene la UE, su nueva dirigencia vaya a contraponer la protección del clima y el libre comercio. Pero es un conflicto inevitable, de cuyo manejo dependerán tanto el destino de la globalización cuanto el del clima.
Traducción: Esteban Flamini