PARÍS – En una encuesta reciente, un 52% de los ciudadanos franceses citaron que su poder de compra era su mayor inquietud. Apenas un 29% mencionó el medio ambiente, lo que puso el asunto prácticamente al mismo nivel que el sistema de sanidad (30%) y la inmigración (28%). Con este trasfondo, no debería sorprender el que la transición a una economía que sea inocua con el clima no tenga un lugar destacado en la actual campaña presidencial de Francia.
Con el comienzo de la guerra de Ucrania, los franceses pueden –por una vez- debatir sobre asuntos exteriores y seguridad en el periodo previo a las votaciones. Pero, a pesar de la inquietud generalizada sobre el cambio climático, la mayor inmediatez de las preocupaciones económicas arriesga relegar la política climática a los márgenes del debate político.
Es una desgracia, porque Francia, junto con el resto de la Unión Europea, se ha comprometido a reducir casi a la mitad sus emisiones de gases de efecto invernadero para 2030, triplicando el ritmo de reducción de sus emisiones en comparación con la última década. El que el país cumpla este objetivo extremadamente exigente dependerá de medidas cuyos efectos se verán en el mandato del candidato que resulte ganador. Incluso para acercarse a esa meta será necesario acelerar una transformación que afectará a todos los sectores y cada aspecto de la vida económica y social.
En consecuencia, en una democracia mínimamente funcional, las medidas climáticas inmediatas tendrían que estar entre las mayores prioridades. Pero los candidatos presidenciales de izquierda, que enfatizan la necesidad de dar respuesta al cambio climática, están a la zaga en las encuestas por un amplio margen, mientras los de derecha prefieren eludir el tema, o incluso proponen la detención de la instalación de turbinas eólicas, aduciendo que arruinan el paisaje. El único debate significativo gira en torno a las proporciones relativas de las energías nuclear y renovable en 2050, una decisión importante, pero que no decidirá si Francia cumplirá su objetivo para 2030.
No todos los estados miembros de la UE son así de indiferentes. Por ejemplo, en Alemania las medidas climáticas ocuparon un lugar prominente en la campaña previa a las elecciones generales de septiembre de 2021, y el acuerdo de la coalición resultante le dedica 40 páginas.
Pero en la mayoría de los países, el aumento de los precios de la energía desde el pasado otoño y el alza resultante de la inflación han causado una sensación de rabia popular y desviado la atención de las autoridades de las preocupaciones de más largo plazo. En todos lados, los gobiernos se han apresurado a poner parches de todo tipo con la esperanza de poner freno al nivel de los precios. Según un estudio realizado por Bruegel, muchos países de la UE han reducido las impuestos o gravámenes energéticos, bajando de hecho el precio del carbón en momentos en que deberían estar considerando elevarlo.
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Esta situación nos pone frente a tres preguntas. La primera es ¿qué explica la actual cortedad de miras sobre el clima? Segundo, ¿cómo deberían reaccionar los gobiernos? Y, por último, la tercera: ¿hay alguna manera de mantener los debates democráticos centrados en las decisiones que definirán el futuro?
La miopía actual puede parecer paradójica, aunque sea porque la mejor protección frente a los altos precios de la energía sería reducir la dependencia en los combustibles fósiles. Resulta tentador atribuirla al creciente predominio de las redes sociales y la erosión de las instituciones políticas establecidas, tales como los partidos políticos.
Pero hay razones económicas también. Desde la crisis financiera global de 2008, muchos hogares europeos han experimentado una seguidilla de dificultades. Aunque sus ingresos, en general, han estado protegidos de las consecuencias de la pandemia de COVID-19, su estándar de vida apenas ha mejorado desde el comienzo de la crisis de 2008. Con el aumento de los precios de la energía, quienes se esfuerzan por llegar a fin de mes han sufrido un amargo golpe en su poder de compra. Y los hogares más acomodados, en que las cuentas de ahorro constituyen la riqueza financiera, han visto reducido el retorno de sus activos debido a las tasas de interés extremadamente bajas. Con la inflación en aumento, temen una erosión del valor real de sus ahorros.
Es probable que la inestabilidad de los precios de la energía haya llegado para quedarse, y que vaya en aumento. Incluso abstrayéndonos de las turbulencias geopolíticas, es muy posible que la transición desde la energía fósil a una verde no sea nada de suave. La reubicación del capital desde los combustibles fósiles a las renovables será un proceso caótico que implicará fases de carencias energéticas y periodos de exceso de oferta,
En consecuencia, los gobiernos deberían prepararse para estos escenarios. Específicamente, deberían tener claridad sobre sus objetivos climáticos, apoyar un aumento gradual del precio (explícito o implícito) del carbón, y prestar un apoyo sustancial a las compras de quienes no se puedan permitir el coste de aislar su hogar o comprar un coche nuevo. Así como no se debería escudar a nadie del cambio relativo del precio de la energía, tampoco se le deben negar los medios para adaptarse.
También forma parte de la función de los gobiernos el proteger a los hogares vulnerables de los aumentos del precio de la energía. Deberían hacerlo mediante planes de evaluación de los medios de vida que apunten al extremo más bajo de la distribución del ingreso, pero que no aíslen a todos los consumidores. De nuevo, esas ayudas no deberían debilitar los incentivos para invertir en reformas o nuevos equipos en las viviendas. Puesto que el apoyo a la inversión y el aseguramiento frente a las fluctuaciones de precios deberían ayudar a los hogares a ver a través de la niebla de la inestabilidad, las autoridades deben explicar con claridad los dos objetivos y asegurarse de que los instrumentos correspondientes sean distintos.
La tercera pregunta es la más difícil. La capacidad de una sociedad de identificar retos de más largo plazo y concentrar sus esfuerzos en solucionarlos depende de varias condiciones. Son indispensables la honestidad (sobre los desafíos y los costes de darles respuesta), la claridad (sobre las implicancias de las medidas que se decidan), la transparencia (sobre las implicancias de las políticas) y la equidad (en la distribución de la carga correspondiente). Pero no son suficientes.
La acción climática se arraigará y movilizará a los votantes solo si la esperanza reemplaza al miedo. En Europa, al menos, los ciudadanos ya no necesitan que les den lecciones sobre la amenaza climática, sino que se les diga de manera convincente “Sí, podemos”. Deben dejar de verse a sí mismos como víctimas del cambio climático o de la lucha contra este, convertirse en actores de la inminente transformación y encontrar un papel en la construcción de un futuro mejor.
Es un gran desafío en sociedades de la posverdad en que la confianza en las instituciones está en sus mínimos. Pero quienquiera que lo logre cosechará una recompensa política correspondiente.
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At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
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PARÍS – En una encuesta reciente, un 52% de los ciudadanos franceses citaron que su poder de compra era su mayor inquietud. Apenas un 29% mencionó el medio ambiente, lo que puso el asunto prácticamente al mismo nivel que el sistema de sanidad (30%) y la inmigración (28%). Con este trasfondo, no debería sorprender el que la transición a una economía que sea inocua con el clima no tenga un lugar destacado en la actual campaña presidencial de Francia.
Con el comienzo de la guerra de Ucrania, los franceses pueden –por una vez- debatir sobre asuntos exteriores y seguridad en el periodo previo a las votaciones. Pero, a pesar de la inquietud generalizada sobre el cambio climático, la mayor inmediatez de las preocupaciones económicas arriesga relegar la política climática a los márgenes del debate político.
Es una desgracia, porque Francia, junto con el resto de la Unión Europea, se ha comprometido a reducir casi a la mitad sus emisiones de gases de efecto invernadero para 2030, triplicando el ritmo de reducción de sus emisiones en comparación con la última década. El que el país cumpla este objetivo extremadamente exigente dependerá de medidas cuyos efectos se verán en el mandato del candidato que resulte ganador. Incluso para acercarse a esa meta será necesario acelerar una transformación que afectará a todos los sectores y cada aspecto de la vida económica y social.
En consecuencia, en una democracia mínimamente funcional, las medidas climáticas inmediatas tendrían que estar entre las mayores prioridades. Pero los candidatos presidenciales de izquierda, que enfatizan la necesidad de dar respuesta al cambio climática, están a la zaga en las encuestas por un amplio margen, mientras los de derecha prefieren eludir el tema, o incluso proponen la detención de la instalación de turbinas eólicas, aduciendo que arruinan el paisaje. El único debate significativo gira en torno a las proporciones relativas de las energías nuclear y renovable en 2050, una decisión importante, pero que no decidirá si Francia cumplirá su objetivo para 2030.
No todos los estados miembros de la UE son así de indiferentes. Por ejemplo, en Alemania las medidas climáticas ocuparon un lugar prominente en la campaña previa a las elecciones generales de septiembre de 2021, y el acuerdo de la coalición resultante le dedica 40 páginas.
Pero en la mayoría de los países, el aumento de los precios de la energía desde el pasado otoño y el alza resultante de la inflación han causado una sensación de rabia popular y desviado la atención de las autoridades de las preocupaciones de más largo plazo. En todos lados, los gobiernos se han apresurado a poner parches de todo tipo con la esperanza de poner freno al nivel de los precios. Según un estudio realizado por Bruegel, muchos países de la UE han reducido las impuestos o gravámenes energéticos, bajando de hecho el precio del carbón en momentos en que deberían estar considerando elevarlo.
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La miopía actual puede parecer paradójica, aunque sea porque la mejor protección frente a los altos precios de la energía sería reducir la dependencia en los combustibles fósiles. Resulta tentador atribuirla al creciente predominio de las redes sociales y la erosión de las instituciones políticas establecidas, tales como los partidos políticos.
Pero hay razones económicas también. Desde la crisis financiera global de 2008, muchos hogares europeos han experimentado una seguidilla de dificultades. Aunque sus ingresos, en general, han estado protegidos de las consecuencias de la pandemia de COVID-19, su estándar de vida apenas ha mejorado desde el comienzo de la crisis de 2008. Con el aumento de los precios de la energía, quienes se esfuerzan por llegar a fin de mes han sufrido un amargo golpe en su poder de compra. Y los hogares más acomodados, en que las cuentas de ahorro constituyen la riqueza financiera, han visto reducido el retorno de sus activos debido a las tasas de interés extremadamente bajas. Con la inflación en aumento, temen una erosión del valor real de sus ahorros.
Es probable que la inestabilidad de los precios de la energía haya llegado para quedarse, y que vaya en aumento. Incluso abstrayéndonos de las turbulencias geopolíticas, es muy posible que la transición desde la energía fósil a una verde no sea nada de suave. La reubicación del capital desde los combustibles fósiles a las renovables será un proceso caótico que implicará fases de carencias energéticas y periodos de exceso de oferta,
En consecuencia, los gobiernos deberían prepararse para estos escenarios. Específicamente, deberían tener claridad sobre sus objetivos climáticos, apoyar un aumento gradual del precio (explícito o implícito) del carbón, y prestar un apoyo sustancial a las compras de quienes no se puedan permitir el coste de aislar su hogar o comprar un coche nuevo. Así como no se debería escudar a nadie del cambio relativo del precio de la energía, tampoco se le deben negar los medios para adaptarse.
También forma parte de la función de los gobiernos el proteger a los hogares vulnerables de los aumentos del precio de la energía. Deberían hacerlo mediante planes de evaluación de los medios de vida que apunten al extremo más bajo de la distribución del ingreso, pero que no aíslen a todos los consumidores. De nuevo, esas ayudas no deberían debilitar los incentivos para invertir en reformas o nuevos equipos en las viviendas. Puesto que el apoyo a la inversión y el aseguramiento frente a las fluctuaciones de precios deberían ayudar a los hogares a ver a través de la niebla de la inestabilidad, las autoridades deben explicar con claridad los dos objetivos y asegurarse de que los instrumentos correspondientes sean distintos.
La tercera pregunta es la más difícil. La capacidad de una sociedad de identificar retos de más largo plazo y concentrar sus esfuerzos en solucionarlos depende de varias condiciones. Son indispensables la honestidad (sobre los desafíos y los costes de darles respuesta), la claridad (sobre las implicancias de las medidas que se decidan), la transparencia (sobre las implicancias de las políticas) y la equidad (en la distribución de la carga correspondiente). Pero no son suficientes.
La acción climática se arraigará y movilizará a los votantes solo si la esperanza reemplaza al miedo. En Europa, al menos, los ciudadanos ya no necesitan que les den lecciones sobre la amenaza climática, sino que se les diga de manera convincente “Sí, podemos”. Deben dejar de verse a sí mismos como víctimas del cambio climático o de la lucha contra este, convertirse en actores de la inminente transformación y encontrar un papel en la construcción de un futuro mejor.
Es un gran desafío en sociedades de la posverdad en que la confianza en las instituciones está en sus mínimos. Pero quienquiera que lo logre cosechará una recompensa política correspondiente.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen