PARÍS – El resultado de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de este año (COP27) celebrada en Sharm El‑Sheij (Egipto) es realmente decepcionante. Antes de la conferencia de 2021 en Glasgow, 24 países analizados por la herramienta Climate Action Tracker (entre ellos grandes emisores como China, la India, la Unión Europea y Estados Unidos) enviaron o propusieron metas más estrictas de reducción de emisiones. Pero este año, a pesar de la creciente urgencia de la acción climática, sólo hicieron lo mismo cinco de los países analizados por la herramienta. Ni siquiera reforzó sus compromisos Egipto, país anfitrión de la conferencia.
Igualmente alarmante es la divisoria entre una minoría intensa de militantes climáticos (que en muchos casos apelan a acciones cada vez más radicales) y la inmensa mayoría de la ciudadanía, más preocupada en general por la pérdida de poder adquisitivo. Puede ocurrir que Europa, en particular, que enfrenta escasez de energía, encarecimiento de los combustibles fósiles, inflación y una recesión en puertas, pierda de vista sus ambiciones en materia climática.
Aun así, hay indicios crecientes de que la gente se está tomando el cambio climático mucho más en serio. Los fenómenos meteorológicos extremos de este año fueron un llamado de atención, incluso en el rico Occidente, al demostrar que el calentamiento global no es un proceso lento que se materializará en un futuro distante. El cambio climático se ha convertido en una amenaza inminente que las autoridades no pueden pasar por alto al momento de evaluar las perspectivas de crecimiento, empleo, inflación y situación de las finanzas públicas. Parafraseando la ocurrencia de Clemenceau, el estadista francés para quien la guerra era un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de los militares, el clima se ha convertido en algo demasiado serio para dejarlo en manos de los activistas.
En sentido amplio, el capitalismo se ha convertido en una batalla campal entre las industrias marrones (combustibles fósiles) y las verdes (fuentes de energía limpias y renovables). Como el volumen de inversión necesario es tan grande, una automotriz no puede cubrirse invirtiendo al mismo tiempo en los vehículos eléctricos y en los convencionales: tiene que elegir de qué lado estar y apostar todo a esa alternativa. Cualquiera sea el resultado, habrá grandes ganadores, grandes perdedores y daños colaterales.
La búsqueda de extender la acción climática plantea muchas preguntas muy debatidas. Se prevé que en los próximos diez años, la mayor parte de la reducción de emisiones sea resultado de inversiones en capital para la sustitución de los combustibles fósiles: las represas hidroeléctricas, las centrales nucleares y las granjas eólicas y solares tienen costos operativos bajos, pero la inversión inicial de capital que demandan es cuantiosa.
De modo que la transición a una economía descarbonizada conlleva nuevos riesgos. Lo habitual es que un aumento de la inversión cuyo objetivo es ampliar un stock de capital reditúe en la forma de más productividad y con ella, de más producción; pero en este caso puede suceder lo contrario. Al descontinuar en forma prematura el uso de cierto capital, por ejemplo, centrales de energía convencionales, habrá que invertir todavía más capital para seguir produciendo la misma cantidad de electricidad. Es verdad que en algún momento la transición generará beneficios adicionales en la forma de una menor importación de combustibles fósiles y reducción de costos operativos. Pero estos resultados sólo se verán más tarde; en la primera etapa, se necesitará más inversión para compensar la disminución (o falta de crecimiento) de la capacidad productiva.
El mismo mecanismo actúa en el caso de la adopción de los vehículos eléctricos en reemplazo de los convencionales: conforme se desmantelen las viejas fábricas, se necesitará más capital para producir autos eléctricos, la electricidad que consumen y la infraestructura de recarga que demandan. Del mismo modo, mejorar la eficiencia energética de los edificios implica tener que afrontar un costo de capital mayor para ofrecer la misma cantidad de vivienda (con menos costo operativo después).
Proveer un servicio con casi ningún costo marginal es perfectamente posible. Es la esencia de la economía digital; y los últimos avances tecnológicos hacen pensar que un mundo de electricidad abundante producida a partir de fuentes renovables está a nuestro alcance. Es muy posible que a las generaciones futuras, el uso de gas y petróleo para producir energía les parezca lo mismo que a nosotros el uso de carbón: algo obsoleto, contaminante e ineficiente.
Pero en un horizonte temporal de cinco a diez años la situación es muy distinta. Es de suponer que la necesidad de acumular un stock de capital llevará a una mayor demanda en el contexto de una oferta igual o menor; y a ese desequilibrio hay que sumarle los costos de la reasignación de recursos. En algunos sectores (por ejemplo, la fabricación de automóviles convencionales) la demanda de empleo será menor; y habrá más demanda en otros (por ejemplo, trabajadores de construcción especializados) en los que la oferta será insuficiente o estará en el lugar equivocado.
El panorama se complica por la falta de credibilidad de la política climática. Muchos gobiernos se comprometieron a alcanzar la neutralidad de carbono a mediados de siglo, pero sus acciones todavía no se corresponden con ese objetivo. Los productores de energía (a diferencia de la industria automotriz) todavía pueden cubrir sus apuestas (y lo hacen), y eso no cambiará si no se proveen incentivos (palo o zanahoria) más fuertes. Según la Agencia Internacional de la Energía, el resultado es que el nivel general de inversión en el área de la energía es peligrosamente insuficiente para satisfacer la demanda futura.
Sumados, estos hechos amenazan crear un entorno estanflacionario en el que la energía marrón será escasa y la oferta de energía verde seguirá siendo insuficiente. Gobiernos y bancos centrales deberán luchar todo el tiempo contra esos desequilibrios. Las autoridades ya no pueden darse el lujo de no prestar atención a estas cuestiones, ni subestimar las dificultades de la transición energética. Para convencer a la ciudadanía, tendrán que definir e implementar una agenda realista que permita manejar los costos y las complejidades de la transformación.
Felizmente, las autoridades tienen a su disposición muchos modos de contener los daños económicos que producirán esos grandes cambios sectoriales. No hay modo de evitar el esfuerzo temporal de hacer las inversiones exigidas por la transición. Pero con una estrategia económicamente racional, creíble y justa, que haga buen uso de los fondos públicos, los gobiernos pueden reducir en gran medida los costos relacionados.
Traducción: Esteban Flamini
PARÍS – El resultado de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de este año (COP27) celebrada en Sharm El‑Sheij (Egipto) es realmente decepcionante. Antes de la conferencia de 2021 en Glasgow, 24 países analizados por la herramienta Climate Action Tracker (entre ellos grandes emisores como China, la India, la Unión Europea y Estados Unidos) enviaron o propusieron metas más estrictas de reducción de emisiones. Pero este año, a pesar de la creciente urgencia de la acción climática, sólo hicieron lo mismo cinco de los países analizados por la herramienta. Ni siquiera reforzó sus compromisos Egipto, país anfitrión de la conferencia.
Igualmente alarmante es la divisoria entre una minoría intensa de militantes climáticos (que en muchos casos apelan a acciones cada vez más radicales) y la inmensa mayoría de la ciudadanía, más preocupada en general por la pérdida de poder adquisitivo. Puede ocurrir que Europa, en particular, que enfrenta escasez de energía, encarecimiento de los combustibles fósiles, inflación y una recesión en puertas, pierda de vista sus ambiciones en materia climática.
Aun así, hay indicios crecientes de que la gente se está tomando el cambio climático mucho más en serio. Los fenómenos meteorológicos extremos de este año fueron un llamado de atención, incluso en el rico Occidente, al demostrar que el calentamiento global no es un proceso lento que se materializará en un futuro distante. El cambio climático se ha convertido en una amenaza inminente que las autoridades no pueden pasar por alto al momento de evaluar las perspectivas de crecimiento, empleo, inflación y situación de las finanzas públicas. Parafraseando la ocurrencia de Clemenceau, el estadista francés para quien la guerra era un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de los militares, el clima se ha convertido en algo demasiado serio para dejarlo en manos de los activistas.
En sentido amplio, el capitalismo se ha convertido en una batalla campal entre las industrias marrones (combustibles fósiles) y las verdes (fuentes de energía limpias y renovables). Como el volumen de inversión necesario es tan grande, una automotriz no puede cubrirse invirtiendo al mismo tiempo en los vehículos eléctricos y en los convencionales: tiene que elegir de qué lado estar y apostar todo a esa alternativa. Cualquiera sea el resultado, habrá grandes ganadores, grandes perdedores y daños colaterales.
La búsqueda de extender la acción climática plantea muchas preguntas muy debatidas. Se prevé que en los próximos diez años, la mayor parte de la reducción de emisiones sea resultado de inversiones en capital para la sustitución de los combustibles fósiles: las represas hidroeléctricas, las centrales nucleares y las granjas eólicas y solares tienen costos operativos bajos, pero la inversión inicial de capital que demandan es cuantiosa.
De modo que la transición a una economía descarbonizada conlleva nuevos riesgos. Lo habitual es que un aumento de la inversión cuyo objetivo es ampliar un stock de capital reditúe en la forma de más productividad y con ella, de más producción; pero en este caso puede suceder lo contrario. Al descontinuar en forma prematura el uso de cierto capital, por ejemplo, centrales de energía convencionales, habrá que invertir todavía más capital para seguir produciendo la misma cantidad de electricidad. Es verdad que en algún momento la transición generará beneficios adicionales en la forma de una menor importación de combustibles fósiles y reducción de costos operativos. Pero estos resultados sólo se verán más tarde; en la primera etapa, se necesitará más inversión para compensar la disminución (o falta de crecimiento) de la capacidad productiva.
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El mismo mecanismo actúa en el caso de la adopción de los vehículos eléctricos en reemplazo de los convencionales: conforme se desmantelen las viejas fábricas, se necesitará más capital para producir autos eléctricos, la electricidad que consumen y la infraestructura de recarga que demandan. Del mismo modo, mejorar la eficiencia energética de los edificios implica tener que afrontar un costo de capital mayor para ofrecer la misma cantidad de vivienda (con menos costo operativo después).
Proveer un servicio con casi ningún costo marginal es perfectamente posible. Es la esencia de la economía digital; y los últimos avances tecnológicos hacen pensar que un mundo de electricidad abundante producida a partir de fuentes renovables está a nuestro alcance. Es muy posible que a las generaciones futuras, el uso de gas y petróleo para producir energía les parezca lo mismo que a nosotros el uso de carbón: algo obsoleto, contaminante e ineficiente.
Pero en un horizonte temporal de cinco a diez años la situación es muy distinta. Es de suponer que la necesidad de acumular un stock de capital llevará a una mayor demanda en el contexto de una oferta igual o menor; y a ese desequilibrio hay que sumarle los costos de la reasignación de recursos. En algunos sectores (por ejemplo, la fabricación de automóviles convencionales) la demanda de empleo será menor; y habrá más demanda en otros (por ejemplo, trabajadores de construcción especializados) en los que la oferta será insuficiente o estará en el lugar equivocado.
El panorama se complica por la falta de credibilidad de la política climática. Muchos gobiernos se comprometieron a alcanzar la neutralidad de carbono a mediados de siglo, pero sus acciones todavía no se corresponden con ese objetivo. Los productores de energía (a diferencia de la industria automotriz) todavía pueden cubrir sus apuestas (y lo hacen), y eso no cambiará si no se proveen incentivos (palo o zanahoria) más fuertes. Según la Agencia Internacional de la Energía, el resultado es que el nivel general de inversión en el área de la energía es peligrosamente insuficiente para satisfacer la demanda futura.
Sumados, estos hechos amenazan crear un entorno estanflacionario en el que la energía marrón será escasa y la oferta de energía verde seguirá siendo insuficiente. Gobiernos y bancos centrales deberán luchar todo el tiempo contra esos desequilibrios. Las autoridades ya no pueden darse el lujo de no prestar atención a estas cuestiones, ni subestimar las dificultades de la transición energética. Para convencer a la ciudadanía, tendrán que definir e implementar una agenda realista que permita manejar los costos y las complejidades de la transformación.
Felizmente, las autoridades tienen a su disposición muchos modos de contener los daños económicos que producirán esos grandes cambios sectoriales. No hay modo de evitar el esfuerzo temporal de hacer las inversiones exigidas por la transición. Pero con una estrategia económicamente racional, creíble y justa, que haga buen uso de los fondos públicos, los gobiernos pueden reducir en gran medida los costos relacionados.
Traducción: Esteban Flamini