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¿Por qué no podemos ser todos ricos?

BERKELEY – El 6 de septiembre, sale publicado por Basic Books mi libro Slouching Towards Utopia, una historia económica del «siglo XX largo» que va de 1870 a 2010. En mi opinión, ya es hora de cambiar de lugar la bisagra de la historia económica global.

Algunos la sitúan en 1076, cuando la querella de las investiduras en Europa asentó la idea de que las leyes deben poner límites incluso al más poderoso, en vez de ser una mera herramienta a su disposición. Otro año importante es 1450, cuando la llegada de la imprenta de tipos móviles de Gutenberg y el Renacimiento sentaron las bases para la Ilustración. Y por supuesto, también está 1770, año en que la Revolución Industrial comienza a operar a toda máquina.

El significado de estas fechas es indiscutible. Pero yo elegí 1870 porque es todavía más importante. Es cuando entran en conjunción el laboratorio de investigación industrial, la corporación moderna y la globalización plena: las instituciones que iban a potenciar el progreso tecnológico, al punto de duplicar el tamaño de la economía global una vez por generación (que es lo que han hecho la mayor parte del tiempo entre 1870 y 2010).

Este ritmo inédito de avance tecnológico dio por fin a la humanidad el poder de desterrar para siempre al demonio malthusiano. En adelante, el crecimiento de la población ya no anularía las mejoras de productividad, perpetuando al hacerlo la pobreza. Gracias a las innovaciones en tecnología, métodos y organización, era posible agrandar el pastel económico, para que todos pudieran tener su parte. Es decir que las instituciones de gobierno ya no serían ante todo una máquina de extracción de recursos con la cual la élite podía apropiarse una tajada «suficiente» de un pastel demasiado pequeño. En vez de eso, el gobierno y la política podían por fin orientarse a la creación de un mundo realmente humano.

La trayectoria tecnológica posterior a 1870 superó en poco tiempo todo aquello que la humanidad hubiera imaginado como requisito para la utopía. Resuelto el problema de hacer un pastel económico lo suficientemente grande, parecía que la parte más difícil había quedado atrás. Lo único que tenía que hacer ahora la humanidad era decidir cómo dividir y comer el pastel; es decir, cómo convertir la hazaña tecnológica en una vida feliz, saludable y segura para todos. Porque ahora esos problemas se podían resolver mucho más fácil, ¿o no?

Pero en realidad, el problema de dividir y comer el cada vez más grande pastel económico nos superó una y otra vez. Para entender por qué hemos sido colectivamente incapaces de resolverlo, pongo el acento en cuatro pensadores.

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El primero es el economista de origen austríaco Joseph Schumpeter, que explicó de qué manera la tecnología moderna genera enormes riquezas mediante un proceso de «destrucción creativa». El progreso tecnológico y económico exige una destrucción periódica de industrias, ocupaciones y pautas sociales viejas para hacer lugar a creaciones nuevas. Es evidente que este proceso puede ser penoso. Pero también explica por qué desde 1870 ha habido más cambio tecnológico que el que hubo entre 6000 a. C. y 1869.

El segundo pensador es Friedrich Engels, que elaboró el modelo marxista de base y superestructura para la economía política (por supuesto, es el marco teórico de Marx, pero creo que le debe más a su colaborador).

La «superestructura» describe el conjunto de la sociedad, con sus redes interpersonales, sus pautas sociológicas y sus instituciones políticas, culturales y (sobre todo) económicas. Pero aunque todas estas cosas son importantes, descansan sobre una «base» tecnológica de producción a la que deben conformarse. De 1870 a esta parte, cualquier software sociológico que la sociedad estuviera ejecutando en un momento dado estaba condenado a quedar obsoleto y dejar de funcionar en no más de cincuenta años, como resultado de cambios al hardware subyacente, impulsados a su vez por la destrucción creativa schumpeteriana.

El tercer pensador es otro economista de origen austríaco, Friedrich von Hayek. Su magnífica intuición fue que la economía de mercado es un mecanismo inigualable para alentar y combinar innovaciones y movilizar la inteligencia humana en pos de la creación de riqueza (siempre que se respeten los derechos de propiedad).

Pero Hayek advirtió que esos beneficios se obtienen a un precio terrible: no se puede esperar que el mercado provea ninguna forma de justicia social. Y estaba convencido hasta la médula de que cualquier intento de manejar o modificar el mercado para lograr ese objetivo no sólo iba a fracasar, sino que también le restaría capacidad para hacer lo que mejor hace. Su doctrina era pues algo así como «el mercado da, el mercado quita: alabado sea el nombre del mercado». Cualquier otra cosa nos pondría en un «camino de servidumbre».

Finalmente, el antropólogo de la economía húngaro Karl Polanyi vio que la idea que tenía Hayek de una utopía basada en el mercado era insostenible, en virtud de su carácter inhumano. La gente quiere tener voz en lo referido a cómo se usan los recursos de la sociedad; quiere un nivel mínimo digno de ingresos para todos y cierto grado de estabilidad. Le genera rechazo la idea de perder su modo de vida de un momento al otro por obra de algún cosmopolita desarraigado y maximizador de beneficios al otro lado del mundo. Para bien o para mal, así es la gente. Si en verdad los derechos de propiedad son los únicos que importan, la destrucción del tejido político y social es inevitable.

Los cuatro pensadores nos ayudan a entender por qué no hemos podido usar nuestras hazañas tecnológicas para construir un mundo equitativo y feliz. Pero por supuesto, el diagnóstico es sólo la mitad de la batalla (y probablemente menos). La tarea de las generaciones futuras es aprender a dividir y comer el pastel económico tan bien como las generaciones pasadas aprendieron a agrandarlo.

Traducción: Esteban Flamini

https://prosyn.org/J6hKhgzes