CAMBRIDGE – Supongamos que usted es una autoridad económica en un país en desarrollo. El ingreso per cápita de su país es una fracción del de Estados Unidos, Europa Occidental o Japón. Su economía ha crecido en los últimos 30 años, pero también han crecido las economías más ricas, lo que significa que la brecha de ingresos apenas se ha movido. Los jóvenes de su país están impacientes y sueñan con irse a otra parte, muchas veces a un alto riesgo personal, en busca de una vida mejor.
Ahora le dicen que, debido al dióxido de carbono emitido principalmente por las economías avanzadas, su país tendrá que adaptarse a un clima cambiante y restringir las emisiones de CO2, lo que se traducirá en un costo de la energía más alto y en un progreso económico más difícil. ¿Debería usted desestimar las cuestiones verdes y, en cambio, concentrarse exclusivamente en el desarrollo nacional?
No, no debería hacer eso. La razón es que la descarbonización transformará los patrones globales de producción y comercio de manera tan radical que las nuevas oportunidades de crecimiento sin duda aumentarán para los países astutos del Sur. Su objetivo no debería ser frenar el calentamiento global restringiendo las emisiones domésticas, sino más bien forjarse un rol en una economía mundial que se vuelve más verde a pasos acelerados.
Como sostiene Bill Gates en su reciente libro How to Avoid a Climate Disaster (Cómo evitar un desastre climático), producir electricidad verde y electrificar todo lo que se pueda, como el transporte, es esencial para cualquier estrategia destinada a alcanzar cero emisiones netas. Pero descarbonizar por completo el transporte –un desafío gigantesco- sólo nos permitirá avanzar una cuarta parte del camino. El mundo también necesitará cambiar la manera en que produce acero, aluminio, cobre, cemento, fertilizantes, combustibles, calor y hasta alimentos y ciudades.
La buena noticia en el frente de la descarbonización es la caída drástica de los costos de la energía solar y eólica. El problema es que la intermitencia de estas fuentes de energía ha creado una amplia brecha entre el valor de la electricidad intermitente que está disponible cuando sale el sol o pega el viento y la energía despachable, que se puede generar cuando hay demanda y que es producida principalmente por centrales eléctricas de pico que queman gas natural.
La solución para el problema de la intermitencia es el almacenamiento. Las baterías de litio han sido la mejor opción para las tecnologías utilizadas en diversas cosas, desde teléfonos celulares hasta automóviles, mientras que las sales fundidas pueden almacenar energía solar como calor para un uso posterior en la generación de electricidad.
Una esperanza novedosa e importante para la descarbonización es el hidrógeno: utilizar energía renovable para descomponer las moléculas de agua produce tanto hidrógeno como oxígeno. Luego se puede quemar hidrógeno como combustible y emitirá sólo vapor de agua, o se lo puede colocar en un fuel cell para generar electricidad a demanda. Alternativamente, se puede utilizar el hidrógeno como materia prima para fabricar compuestos más densos en energía como el amoníaco, que puede funcionar como combustible en sí mismo o servir para fabricar nitrato de amonio para su uso en fertilizantes y explosivos. El hidrógeno también puede ayudar a fabricar metano, metanol, combustible para aviones o plásticos verdes. Todo esto es físicamente posible, pero para que sea económicamente eficiente hace falta innovación.
Otra solución para el problema es la llamada captura y almacenamiento de carbono (CAC). Hasta ahora, esta tecnología se ha instalado en lugares donde se producen emisiones como las centrales térmicas, pero en principio la CAC puede ocurrir en cualquier parte –preferentemente, cerca de lugares de almacenamiento subterráneo geológicamente apropiados-. En términos ideales, habría un mercado global para servicios de CAC, donde los emisores en un país puedan comprar CAC en otro. Ese mercado todavía no existe, pero se lo podría crear.
El grueso de la innovación, como siempre, resulta de aprender haciendo, a través de lo que los economistas llaman la Ley de Wright: los costos caen a medida que aumenta la experiencia en la producción, ya que la gente descubre mejores maneras de hacer las cosas. Quien logre ese aprendizaje determinará quién tiene lo que hace falta para participar de manera exitosa en las industrias verdes emergentes.
Sin embargo, existen razones para hacer el aprendizaje donde, por alguna ventaja natural, la tecnología existente ya es competitiva. Por ejemplo, los niveles más altos de insolación del mundo –la cantidad de radiación solar que llega a un área determinada- se encuentran en los desiertos de Australia, Chile y Namibia, tres países que actualmente están desarrollando estrategias de hidrógeno verde.
Todo esto abre nuevos caminos de desarrollo económico para los países del Sur, ya sea en la producción de energía y materiales verdes como en las cadenas de valor que los sustentan –incluidos insumos, bienes de capital, ingeniería, procura y construcción de infraestructura verde-. Los países que no les presten atención a estos cambios pueden quedar rezagados con productos “grises” que cada vez son menos demandados por un mundo que se enverdece, haciendo que el desarrollo nacional resulte más difícil.
En resumen, si bien los efectos del calentamiento global plantean una seria amenaza para los países en desarrollo, la descarbonización no es una mera causa de restricciones e imposiciones a las potenciales oportunidades económicas. También es un cambio que creará nuevas industrias, mercados y vectores de crecimiento.
Los gobiernos de los países en desarrollo, por lo tanto, deberían estudiar las cadenas de valor que están emergiendo detrás de las industrias que generarán la producción verde necesaria para reducir las emisiones. Con ese fin, deberían imitar a Israel y a Singapur y crear la posición de Científico Jefe para realizar la supervisión tecnológica y determinar cómo explotar las tendencias emergentes.
Las autoridades también deberían apuntar a desarrollar estrategias explícitas para atraer inversiones de las industrias verdes emergentes. Eso significa determinar qué partes de la cadena de valor hacen uso de las fortalezas de su país, ya sean las capacidades productivas existentes o algún recurso natural relevante como la radiación solar, el viento, la energía hidroeléctrica, el litio o lugares de almacenamiento de CO2 geológicamente apropiados.
Alcanzar la transformación necesaria exigirá crear una brecha de precios entre productos verdes y grises muchas veces idénticos. Una manera de lograrlo es a través de un impuesto al carbono global y homogéneo, pero es improbable que esto suceda. En consecuencia, surgirán reglas más complejas, ya sea a través de regulación o subsidios. Los gobiernos de los países en desarrollo necesitan estar presentes cuando se negocien esas reglas, ya sea en acuerdos globales como regionales, y deben defender allí sus intereses nacionales.
La agenda verde tiene que ver con prevenir una catástrofe global. Pero si los países en desarrollo la manejan bien, tienen la oportunidad de transformarla en nuevos vectores de desarrollo nacional.
CAMBRIDGE – Supongamos que usted es una autoridad económica en un país en desarrollo. El ingreso per cápita de su país es una fracción del de Estados Unidos, Europa Occidental o Japón. Su economía ha crecido en los últimos 30 años, pero también han crecido las economías más ricas, lo que significa que la brecha de ingresos apenas se ha movido. Los jóvenes de su país están impacientes y sueñan con irse a otra parte, muchas veces a un alto riesgo personal, en busca de una vida mejor.
Ahora le dicen que, debido al dióxido de carbono emitido principalmente por las economías avanzadas, su país tendrá que adaptarse a un clima cambiante y restringir las emisiones de CO2, lo que se traducirá en un costo de la energía más alto y en un progreso económico más difícil. ¿Debería usted desestimar las cuestiones verdes y, en cambio, concentrarse exclusivamente en el desarrollo nacional?
No, no debería hacer eso. La razón es que la descarbonización transformará los patrones globales de producción y comercio de manera tan radical que las nuevas oportunidades de crecimiento sin duda aumentarán para los países astutos del Sur. Su objetivo no debería ser frenar el calentamiento global restringiendo las emisiones domésticas, sino más bien forjarse un rol en una economía mundial que se vuelve más verde a pasos acelerados.
Como sostiene Bill Gates en su reciente libro How to Avoid a Climate Disaster (Cómo evitar un desastre climático), producir electricidad verde y electrificar todo lo que se pueda, como el transporte, es esencial para cualquier estrategia destinada a alcanzar cero emisiones netas. Pero descarbonizar por completo el transporte –un desafío gigantesco- sólo nos permitirá avanzar una cuarta parte del camino. El mundo también necesitará cambiar la manera en que produce acero, aluminio, cobre, cemento, fertilizantes, combustibles, calor y hasta alimentos y ciudades.
La buena noticia en el frente de la descarbonización es la caída drástica de los costos de la energía solar y eólica. El problema es que la intermitencia de estas fuentes de energía ha creado una amplia brecha entre el valor de la electricidad intermitente que está disponible cuando sale el sol o pega el viento y la energía despachable, que se puede generar cuando hay demanda y que es producida principalmente por centrales eléctricas de pico que queman gas natural.
La solución para el problema de la intermitencia es el almacenamiento. Las baterías de litio han sido la mejor opción para las tecnologías utilizadas en diversas cosas, desde teléfonos celulares hasta automóviles, mientras que las sales fundidas pueden almacenar energía solar como calor para un uso posterior en la generación de electricidad.
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Una esperanza novedosa e importante para la descarbonización es el hidrógeno: utilizar energía renovable para descomponer las moléculas de agua produce tanto hidrógeno como oxígeno. Luego se puede quemar hidrógeno como combustible y emitirá sólo vapor de agua, o se lo puede colocar en un fuel cell para generar electricidad a demanda. Alternativamente, se puede utilizar el hidrógeno como materia prima para fabricar compuestos más densos en energía como el amoníaco, que puede funcionar como combustible en sí mismo o servir para fabricar nitrato de amonio para su uso en fertilizantes y explosivos. El hidrógeno también puede ayudar a fabricar metano, metanol, combustible para aviones o plásticos verdes. Todo esto es físicamente posible, pero para que sea económicamente eficiente hace falta innovación.
Otra solución para el problema es la llamada captura y almacenamiento de carbono (CAC). Hasta ahora, esta tecnología se ha instalado en lugares donde se producen emisiones como las centrales térmicas, pero en principio la CAC puede ocurrir en cualquier parte –preferentemente, cerca de lugares de almacenamiento subterráneo geológicamente apropiados-. En términos ideales, habría un mercado global para servicios de CAC, donde los emisores en un país puedan comprar CAC en otro. Ese mercado todavía no existe, pero se lo podría crear.
El grueso de la innovación, como siempre, resulta de aprender haciendo, a través de lo que los economistas llaman la Ley de Wright: los costos caen a medida que aumenta la experiencia en la producción, ya que la gente descubre mejores maneras de hacer las cosas. Quien logre ese aprendizaje determinará quién tiene lo que hace falta para participar de manera exitosa en las industrias verdes emergentes.
Sin embargo, existen razones para hacer el aprendizaje donde, por alguna ventaja natural, la tecnología existente ya es competitiva. Por ejemplo, los niveles más altos de insolación del mundo –la cantidad de radiación solar que llega a un área determinada- se encuentran en los desiertos de Australia, Chile y Namibia, tres países que actualmente están desarrollando estrategias de hidrógeno verde.
Todo esto abre nuevos caminos de desarrollo económico para los países del Sur, ya sea en la producción de energía y materiales verdes como en las cadenas de valor que los sustentan –incluidos insumos, bienes de capital, ingeniería, procura y construcción de infraestructura verde-. Los países que no les presten atención a estos cambios pueden quedar rezagados con productos “grises” que cada vez son menos demandados por un mundo que se enverdece, haciendo que el desarrollo nacional resulte más difícil.
En resumen, si bien los efectos del calentamiento global plantean una seria amenaza para los países en desarrollo, la descarbonización no es una mera causa de restricciones e imposiciones a las potenciales oportunidades económicas. También es un cambio que creará nuevas industrias, mercados y vectores de crecimiento.
Los gobiernos de los países en desarrollo, por lo tanto, deberían estudiar las cadenas de valor que están emergiendo detrás de las industrias que generarán la producción verde necesaria para reducir las emisiones. Con ese fin, deberían imitar a Israel y a Singapur y crear la posición de Científico Jefe para realizar la supervisión tecnológica y determinar cómo explotar las tendencias emergentes.
Las autoridades también deberían apuntar a desarrollar estrategias explícitas para atraer inversiones de las industrias verdes emergentes. Eso significa determinar qué partes de la cadena de valor hacen uso de las fortalezas de su país, ya sean las capacidades productivas existentes o algún recurso natural relevante como la radiación solar, el viento, la energía hidroeléctrica, el litio o lugares de almacenamiento de CO2 geológicamente apropiados.
Alcanzar la transformación necesaria exigirá crear una brecha de precios entre productos verdes y grises muchas veces idénticos. Una manera de lograrlo es a través de un impuesto al carbono global y homogéneo, pero es improbable que esto suceda. En consecuencia, surgirán reglas más complejas, ya sea a través de regulación o subsidios. Los gobiernos de los países en desarrollo necesitan estar presentes cuando se negocien esas reglas, ya sea en acuerdos globales como regionales, y deben defender allí sus intereses nacionales.
La agenda verde tiene que ver con prevenir una catástrofe global. Pero si los países en desarrollo la manejan bien, tienen la oportunidad de transformarla en nuevos vectores de desarrollo nacional.