CAMBRIDGE – La certeza es como un arco iris: maravillosa pero relativamente rara. Por lo general, sabemos que no sabemos. Podemos intentar remediarlo hablando con personas que pueden saber lo que queremos saber. ¿Pero cómo sabemos que saben? Si no podemos comprobar que efectivamente saben, debemos confiar en ellas.
Históricamente, hemos brindado nuestra confianza basándonos en la ciencia, la experiencia o la inspiración divina. ¿Pero qué pasa si el conocimiento que buscamos todavía no existe y hasta la ciencia sabe que no sabe lo que se pretende de ella?
Ésta es la situación en la que nos encontramos actualmente con el COVID-19 y el virus SARS-Co V-2 que lo provoca. Nuestro conocimiento del nuevo coronavirus aumenta a pasos acelerados, pero es absolutamente inadecuado. Todavía no hemos aprendido mucho sobre cómo tratar a los infectados, mucho menos hemos descifrado cómo fabricar una vacuna efectiva. Ni siquiera sabemos cómo controlar la pandemia de manera confiable a través de medidas de distanciamiento social.
Es verdad, algunos países han sido muy exitosos a la hora de reducir los casos y las muertes por COVID-19 luego de picos terribles. Los cuatro países que hasta ahora han registrado la mayor cantidad de muertes por millón de habitantes en una sola semana son Bélgica, España, Francia e Irlanda. Los nuevos casos en estos países ahora han declinado más del 95,5% en relación a sus respectivos picos (y 99,1% en el caso de Irlanda), lo que sugiere que sus confinamientos efectivamente funcionaron.
Sin embargo, si bien otros países que introdujeron confinamientos legalmente más estrictos (según las mediciones de la Escuela Blavatnik de la Universidad de Oxford) y redujeron más la movilidad (según las mediciones de Google) evitaron picos mortales al inicio, ahora los casos están aumentando de manera exponencial, a pesar del confinamiento. En esta categoría se encuentran países como India, Chile, Perú, Colombia, El Salvador, Kuwait, Sudáfrica y Arabia Saudita. Y otro grupo, que incluye a Israel y Albania, ha experimentado una reanudación de crecimiento exponencial después de que levantaron confinamientos exitosos.
No lleva demasiado tiempo formular muchas hipótesis –desde mundanas hasta especulativas- para explicar estas diferencias. Y, obviamente, identificar las mejores explicaciones de las diferencias en el éxito que han tenido los países cuando intentaron controlar la pandemia es inmensamente valioso para el diseño de estrategias de salud pública con consecuencias potencialmente enormes.
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Por ejemplo, los hogares grandes pueden facilitar una transmisión intra-familiar del virus, mientras que una falta de refrigeradores en algunos países puede obligar a la gente a ir al mercado más seguido. La falta de agua corriente puede impedir un lavado de manos frecuente. La voluntad de la población de usar máscaras puede variar. El tamaño de la economía informal de un país, la capacidad financiera de los hogares para cumplir con las medidas de confinamiento y la generosidad de las transferencias sociales pueden ser factores determinantes. La seriedad con la que se aplican las medidas de confinamiento, el nivel de confianza en el gobierno y hasta los rasgos del carácter nacional de un país también parecen relevantes.
Pero el conocimiento no avanza sólo con formular hipótesis viables. Debemos determinar cuáles son ciertas. Y podemos acortar la lista aplicando el dictado del científico británico del siglo XIX Thomas Huxley de que “muchas hermosas teorías han muerto a manos de un hecho desagradable”.
Para hacerlo, sólo necesitamos recabar más datos y ponerlos a disposición para su análisis. En Estados Unidos, por ejemplo, aproximadamente el 40% de las muertes por COVID-19 hasta la fecha aparentemente están asociadas a residencias para ancianos. De la misma manera, un estudio reciente de más de 30 países europeos realizado por investigadores de la Universidad de Tel Aviv determinó una relación entre la capacidad instalada de los hogares para ancianos y las muertes por COVID-19.
Estos análisis no son ciencia sideral. En todo caso, son extremadamente crudos, porque utilizan datos nacionales y no a nivel del código postal. Asimismo, estos estudios aparecieron recientemente, después de que decenas de miles de personas ya habían muerto de COVID-19.
En lugar de ser un triunfo científico, por ende, estos hallazgos ilustran lo poco científicas que han sido las políticas de salud púbica para combatir el virus. Si hubiéramos dado por sentado desde el inicio de la pandemia que sabemos que no sabemos, habríamos creado circuitos de rápida retroalimentación para aprender a la mayor brevedad posible a partir de la experiencia.
Específicamente, nos habríamos dedicado a reunir datos simples sobre cada caso de COVID-19 –la fecha en que se confirmó la infección, la edad, género, dirección particular y laboral, medios de transporte y contactos del paciente- y los habríamos complementado con otros datos sobre hospitalización y resultados a medida que progresaba la enfermedad. Estos datos tal vez ya existan en muchos casos, pero son ocultados a la sociedad y muchas veces a las autoridades por ministros de salud excesivamente celosos de su terruño, y no son puestos a disposición de los muchos analistas competentes que podrían contribuir al diseño de políticas. Y como ha sugerido la OCDE, los gobiernos también podrían adoptar estrategias que utilicen datos de teléfonos celulares, búsquedas de Internet y encuestas telefónicas breves, con la debida consideración de las cuestiones de privacidad.
Muchos gobiernos creen que este tipo de estrategia basada en datos para hacer frente a la pandemia está más allá de su capacidad y deciden aprovechar lo que otros países han aprendido adoptando las mejores prácticas. Ésta es la estrategia equivocada. El efecto de la pandemia en los países difiere de maneras que actualmente no entendemos y necesitamos descubrir. ¿La gente que vive en Perú en hogares sin refrigeradores efectivamente tiene más probabilidades de infectarse, por ejemplo?
Asimismo, cada confinamiento y régimen de distanciamiento social es diferente, lo que refleja los enormes grados de libertad en su diseño. Hoy resulta esencial determinar qué funciona y qué no funciona a diario, especialmente mientras intentamos encontrar maneras de abrir las economías reduciendo al mismo tiempo las tasas de infección.
La lucha contra el COVID-19 todavía está en una fase temprana y no es demasiado tarde para iniciar este esfuerzo. Después de todo, Sócrates dijo que saber que no sabemos nada es un contrasentido. Dejemos entonces que nuestro conocimiento de nuestra ignorancia sobre el virus, y de nuestra capacidad para superarlo, sea una fuente de fortaleza. Démonos la oportunidad de aprender.
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Recent developments that look like triumphs of religious fundamentalism represent not a return of religion in politics, but simply the return of the political as such. If they look foreign to Western eyes, that is because the West no longer stands for anything Westerners are willing to fight and die for.
thinks the prosperous West no longer understands what genuine political struggle looks like.
Readers seeking a self-critical analysis of the former German chancellor’s 16-year tenure will be disappointed by her long-awaited memoir, as she offers neither a mea culpa nor even an acknowledgment of her missteps. Still, the book provides a rare glimpse into the mind of a remarkable politician.
highlights how and why the former German chancellor’s legacy has soured in the three years since she left power.
CAMBRIDGE – La certeza es como un arco iris: maravillosa pero relativamente rara. Por lo general, sabemos que no sabemos. Podemos intentar remediarlo hablando con personas que pueden saber lo que queremos saber. ¿Pero cómo sabemos que saben? Si no podemos comprobar que efectivamente saben, debemos confiar en ellas.
Históricamente, hemos brindado nuestra confianza basándonos en la ciencia, la experiencia o la inspiración divina. ¿Pero qué pasa si el conocimiento que buscamos todavía no existe y hasta la ciencia sabe que no sabe lo que se pretende de ella?
Ésta es la situación en la que nos encontramos actualmente con el COVID-19 y el virus SARS-Co V-2 que lo provoca. Nuestro conocimiento del nuevo coronavirus aumenta a pasos acelerados, pero es absolutamente inadecuado. Todavía no hemos aprendido mucho sobre cómo tratar a los infectados, mucho menos hemos descifrado cómo fabricar una vacuna efectiva. Ni siquiera sabemos cómo controlar la pandemia de manera confiable a través de medidas de distanciamiento social.
Es verdad, algunos países han sido muy exitosos a la hora de reducir los casos y las muertes por COVID-19 luego de picos terribles. Los cuatro países que hasta ahora han registrado la mayor cantidad de muertes por millón de habitantes en una sola semana son Bélgica, España, Francia e Irlanda. Los nuevos casos en estos países ahora han declinado más del 95,5% en relación a sus respectivos picos (y 99,1% en el caso de Irlanda), lo que sugiere que sus confinamientos efectivamente funcionaron.
Sin embargo, si bien otros países que introdujeron confinamientos legalmente más estrictos (según las mediciones de la Escuela Blavatnik de la Universidad de Oxford) y redujeron más la movilidad (según las mediciones de Google) evitaron picos mortales al inicio, ahora los casos están aumentando de manera exponencial, a pesar del confinamiento. En esta categoría se encuentran países como India, Chile, Perú, Colombia, El Salvador, Kuwait, Sudáfrica y Arabia Saudita. Y otro grupo, que incluye a Israel y Albania, ha experimentado una reanudación de crecimiento exponencial después de que levantaron confinamientos exitosos.
No lleva demasiado tiempo formular muchas hipótesis –desde mundanas hasta especulativas- para explicar estas diferencias. Y, obviamente, identificar las mejores explicaciones de las diferencias en el éxito que han tenido los países cuando intentaron controlar la pandemia es inmensamente valioso para el diseño de estrategias de salud pública con consecuencias potencialmente enormes.
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Pero el conocimiento no avanza sólo con formular hipótesis viables. Debemos determinar cuáles son ciertas. Y podemos acortar la lista aplicando el dictado del científico británico del siglo XIX Thomas Huxley de que “muchas hermosas teorías han muerto a manos de un hecho desagradable”.
Para hacerlo, sólo necesitamos recabar más datos y ponerlos a disposición para su análisis. En Estados Unidos, por ejemplo, aproximadamente el 40% de las muertes por COVID-19 hasta la fecha aparentemente están asociadas a residencias para ancianos. De la misma manera, un estudio reciente de más de 30 países europeos realizado por investigadores de la Universidad de Tel Aviv determinó una relación entre la capacidad instalada de los hogares para ancianos y las muertes por COVID-19.
Estos análisis no son ciencia sideral. En todo caso, son extremadamente crudos, porque utilizan datos nacionales y no a nivel del código postal. Asimismo, estos estudios aparecieron recientemente, después de que decenas de miles de personas ya habían muerto de COVID-19.
En lugar de ser un triunfo científico, por ende, estos hallazgos ilustran lo poco científicas que han sido las políticas de salud púbica para combatir el virus. Si hubiéramos dado por sentado desde el inicio de la pandemia que sabemos que no sabemos, habríamos creado circuitos de rápida retroalimentación para aprender a la mayor brevedad posible a partir de la experiencia.
Específicamente, nos habríamos dedicado a reunir datos simples sobre cada caso de COVID-19 –la fecha en que se confirmó la infección, la edad, género, dirección particular y laboral, medios de transporte y contactos del paciente- y los habríamos complementado con otros datos sobre hospitalización y resultados a medida que progresaba la enfermedad. Estos datos tal vez ya existan en muchos casos, pero son ocultados a la sociedad y muchas veces a las autoridades por ministros de salud excesivamente celosos de su terruño, y no son puestos a disposición de los muchos analistas competentes que podrían contribuir al diseño de políticas. Y como ha sugerido la OCDE, los gobiernos también podrían adoptar estrategias que utilicen datos de teléfonos celulares, búsquedas de Internet y encuestas telefónicas breves, con la debida consideración de las cuestiones de privacidad.
Muchos gobiernos creen que este tipo de estrategia basada en datos para hacer frente a la pandemia está más allá de su capacidad y deciden aprovechar lo que otros países han aprendido adoptando las mejores prácticas. Ésta es la estrategia equivocada. El efecto de la pandemia en los países difiere de maneras que actualmente no entendemos y necesitamos descubrir. ¿La gente que vive en Perú en hogares sin refrigeradores efectivamente tiene más probabilidades de infectarse, por ejemplo?
Asimismo, cada confinamiento y régimen de distanciamiento social es diferente, lo que refleja los enormes grados de libertad en su diseño. Hoy resulta esencial determinar qué funciona y qué no funciona a diario, especialmente mientras intentamos encontrar maneras de abrir las economías reduciendo al mismo tiempo las tasas de infección.
La lucha contra el COVID-19 todavía está en una fase temprana y no es demasiado tarde para iniciar este esfuerzo. Después de todo, Sócrates dijo que saber que no sabemos nada es un contrasentido. Dejemos entonces que nuestro conocimiento de nuestra ignorancia sobre el virus, y de nuestra capacidad para superarlo, sea una fuente de fortaleza. Démonos la oportunidad de aprender.