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La inteligencia colectiva y el bien común

LONDRES – La inteligencia colectiva se está convirtiendo en un eslogan destinado a captar la esencia de la economía del conocimiento, en la que multitudes de personas colaboran en retos difíciles, aportando cada una algo diferente. El resultado es la experimentación y la innovación continuas, lo que conduce a grandes descubrimientos. Y con la proliferación de la inteligencia artificial, los participantes en este proceso hasta pueden no ser humanos. ¿No es una idea feliz?

Por muy convincente que pueda resultar esta descripción, nuestra narrativa romántica de cómo se produce el descubrimiento eclipsa los términos de la colaboración. ¿Quién participa? ¿Quién crea valor, realmente? ¿Y cómo se distribuyen las recompensas? Quienes se benefician del statu quo preferirían que no formuláramos estas preguntas.

Sin embargo, son preguntas pertinentes, porque a menudo se subestima a muchos de los que contribuyen a la innovación. Los trabajadores suelen ser ignorados, al igual que el estado. Hice referencia a este tema en mi libro de 2013 The Entrepreneurial State (El estado emprendedor), que analiza la tendencia a ver al sector privado como un tomador de riesgos que crea valor, y al estado como un simple amortiguador del riesgo o un impedimento para la creación de valor. Este enfoque tradicional ignora el papel del estado en la financiación de innovaciones como las vacunas ARNm contra el COVID-19, que contaron con una inversión pública de 31.900 millones de dólares en Estados Unidos.

A menos que repensemos estas narrativas sobre la creación de valor, la innovación seguirá beneficiando sólo a los accionistas y no a todas las partes interesadas -desde los trabajadores hasta las comunidades donde operan las empresas-. Para que el “valor de las partes interesadas” sea algo más que un artilugio de gobernanza corporativa, debemos no solo reconocer que el valor se crea colectivamente, sino también garantizar que las recompensas se compartan de manera más amplia entre todos los creadores.

Por ejemplo, las ganancias se deberían reinvertir en la economía real, y no utilizarse para recompras de acciones, que totalizaron 6,3 billones de dólares entre 2010 y 2019. Para colmo de males, en el sistema actual, los paraísos fiscales en conjunto les cuestan a los gobiernos 500.000-600.000 millones de dólares por año en ingresos por impuestos corporativos perdidos, y la magnitud es aún mayor si también se contempla a los individuos adinerados. Esta evasión impide que todas las partes interesadas recojan los beneficios de la inteligencia y la colaboración colectivas.

Para reparar el problema, debemos entender, en primer lugar, de qué manera la inteligencia colectiva conduce a la creación de valor. La colaboración conlleva un intercambio de conocimiento, pero si privatizamos el conocimiento y la investigación, esto se vuelve más difícil. Tiene sentido tener derechos de propiedad intelectual para incentivar la inversión y la innovación. Pero si esos derechos son demasiado amplios, pueden ser objeto de abuso por razones estratégicas. Si son demasiado fuertes, el acceso a las tecnologías o su licenciamiento se vuelven más difíciles. Y si están demasiado concentrados, y las herramientas de investigación básica siguen privatizadas, el descubrimiento y la innovación se van a ver perjudicados.

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Al igual que los contratos que otorgan 17 años de ganancias monopólicas a una empresa (en el caso de Estados Unidos), las patentes se deberían negociar y regular con estas consideraciones en mente. En lugar de servir simplemente como una herramienta para reparar asimetrías de información -un tipo de falla de mercado-, deben dar forma al sistema más amplio de gobernanza del conocimiento.

¿Cómo podría un marco de inteligencia colectiva genuino alterar la estructura de las patentes (en medicina, por ejemplo) y otros contratos que determinan cómo se crea y se comparte el conocimiento? Como he dicho anteriormente, el objetivo en toda nuestra actividad económica colectiva debería ser servir al bien común. Este es el principio que debería guiar nuestro pensamiento sobre la colaboración y la distribución de recompensas.

Cuando la riqueza se crea socialmente, muchos socios en el proceso colaborativo habrán asumido un riesgo sin garantía de un retorno. Por más poderosa que pueda ser la inteligencia colectiva, las fallas siempre son una posibilidad. Pero cuando llega el éxito, los retornos deberían ser compartidos en la misma medida que los riesgos. De lo contrario, el acuerdo es más parasitario que simbiótico.

Un ecosistema de innovación mutualista garantizaría que se compartan las recompensas monetarias (como sucede con la distribución de utilidades o los programas de acciones); o que se comparta el conocimiento; o que los precios de los productos finales (como los medicamentos) reflejen la inversión colectiva que está detrás. Esto no suele suceder, no solo con los medicamentos, tampoco con las tecnologías digitales y la energía renovable. Por ejemplo, muchas empresas de energía renovable se benefician de planes impositivos generosos, lo que implica que la población está solventando sus márgenes de ganancias sin compartir los réditos.

En el terreno digital, una estrategia de bien común garantizaría que las nuevas tecnologías como la IA estén creando oportunidades para la creación de valor público. La diversidad aquí es esencial, porque la innovación se beneficia de diferentes perspectivas. Es por esto que Apple introdujo músicos, diseñadores y artistas para ayudar a diseñar sus productos. El alunizaje original tuvo éxito porque diferentes departamentos de la NASA trabajaron en conjunto de manera horizontal, no vertical.

La inteligencia colectiva no es pensamiento de grupo, que simplemente crea silos e introduce riesgos innecesarios. Yo advertí en un artículo anterior que los sistemas alimentados con IA están reproduciendo sesgos sociales injustos. Sin una mejor supervisión, los algoritmos que supuestamente ayudan al sector público a gestionar la asistencia social pueden discriminar a los hogares necesitados.

Finalmente, la voz importa, porque encontrar soluciones duraderas para nuestros mayores problemas cada vez más requiere de objeción y negociación. Muchas veces, los resultados de las políticas son distorsionados por quienes alzan más la voz, quienes pueden costearse los mejores abogados y quienes tienen más poder para influir en la dirección y definir el propósito de la innovación.

¿Se supone que la recopilación y el análisis de datos digitales debe hacer ricos a unos pocos o debería liberarnos al ayudar a que haya más vivienda disponible y a que resulte más asequible? Dado que los consumidores de tecnología muchas veces brindan sus datos personales a las corporaciones sin nada a cambio -inclusive en medio de crecientes temores sobre la privacidad de los datos-, ¿acaso no deberían opinar sobre cómo se desarrolla esa tecnología?

O consideremos el cambio climático. Las comunidades indígenas cargan desproporcionalmente con las consecuencias de un problema generado por otros. ¿No deberían tener una presencia destacada en la mesa de negociación cuando se discute el tema del Amazonas y cómo protegerlo? En las negociaciones recientes para un tratado pandémico global, a los países de más bajos ingresos se les pidió que compartieran datos patógenos sin ninguna garantía de que luego tendrían acceso a los productos resultantes. Estas partes interesadas necesitan opinar a la hora de determinar el futuro de la innovación farmacéutica y saber cómo se distribuyen sus recompensas.

La realidad de cómo se crea y se distribuye valor a través de la innovación colaborativa lamentablemente se ha vuelto menos transparente. Al echar por tierra el mito de que el valor es creado por el sector privado, y que el estado, en el mejor de los casos, es un amortiguador del riesgo y un gestor de crisis, podemos desarrollar un entendimiento apropiado de cómo funciona la innovación. Si queremos apalancar el poder de la inteligencia colectiva, tenemos que adoptar un marco de bien común. Dada la escala de los desafíos globales de hoy, tenemos que hacerlo con celeridad.

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