PRAGA – Los datos anuales han arrojado durante más de una década que el hambre en el mundo está en declive. Pero esto ha cambiado: según los últimos datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2016 el hambre afectó a 815 millones de personas, 38 millones más que en 2015, y la desnutrición amenaza a millones.
La investigación que efectúa mi centro de estudios, el Consenso de Copenhague, ha ayudado durante mucho tiempo a centrar la atención y los recursos en las respuestas más eficaces a la desnutrición, tanto a nivel mundial como en países como Haití y Bangladesh. Desafortunadamente, existen señales preocupantes de que la respuesta global puede estar yendo en la dirección equivocada.
La FAO atribuye el aumento del hambre a una proliferación de conflictos violentos y a “conmociones relacionadas con el clima”, lo que significa eventos extremos específicos como inundaciones y sequías.
Sin embargo, en el comunicado de prensa de la FAO “las conmociones relacionadas con el clima” se convierten en “cambio climático”. El informe en sí relaciona ambos conceptos sin plantear evidencias, pero el comunicado va más allá y afirma con contundencia: “Nuevamente aumenta el hambre en el mundo, impulsada por los conflictos y el cambio climático”.
Pasar de culpar a las “conmociones relacionadas con el clima” a responsabilizar al “cambio climático” puede parecer una diferencia menor. Ambos términos se relacionan con el clima. Pero esa pequeña diferencia significa mucho, especialmente cuando se trata de la pregunta más importante: ¿cómo ayudamos a que el mundo se alimente mejor? Precipitarse y culpar al cambio climático de las crisis actuales atrae la atención, pero hace que nos centremos en las respuestas más costosas y menos efectivas.
La mejor evidencia proviene del grupo de expertos sobre cambio climático de Naciones Unidas (IPCC, por sus siglas en inglés), que ha demostrado claramente que a nivel global no ha habido un aumento de las sequías. Si bien algunas partes del mundo están sufriendo más y peores sequías, otras están experimentando menos y más suaves. Un estudio exhaustivo publicado en la revista Nature demuestra que los incidentes de todas las categorías de sequías, desde “anormalmente seco” a “sequía excepcional”, han disminuido ligeramente desde 1982. En cuanto a las inundaciones, el IPCC es aún más categórico: a nivel global tiene “poca confianza” sobre si el cambio climático ha causado más o menos inundaciones.
Lo que el IPCC nos señala es que resulta probable que para fines de siglo las peores sequías afecten a algunas partes del mundo. Y plantea –aunque con poca seguridad– que podría haber más inundaciones en algunos lugares.
Confiar en las políticas climáticas para luchar contra el hambre no va a resultar. Cualquier recorte realista de carbono será costoso y prácticamente no tendrá impacto en el clima para fines de siglo. Incluso si se implementara el acuerdo climático de París de forma completa hasta el 2030, lograría solo el 1% de los recortes necesarios para evitar que la temperatura suba más de 2ºC, de acuerdo con la ONU. Y costaría un billón de dólares al año o más, una manera increíblemente cara de marcar una diferencia no significativa en un aumento potencial de las inundaciones y sequías a fines de siglo.
De hecho, las políticas bienintencionadas para combatir el calentamiento global podrían estar exacerbando el hambre. Los países ricos han adoptado los biocombustibles (energía derivada de las plantas) para reducir su dependencia de los combustibles fósiles. Pero el beneficio en el clima es insignificante: según el Instituto Internacional para el Desarrollo Sostenible, la deforestación, los fertilizantes y los combustibles fósiles utilizados en la producción de biocombustibles contrarrestan aproximadamente el 90% del dióxido de carbono “ahorrado”. Los biocombustibles europeos utilizaron en 2013 una extensión de tierra suficiente para alimentar a 100 millones de personas, y el programa de Estados Unidos todavía más. Los subsidios a los biocombustibles contribuyeron al aumento de los precios de los alimentos, y su rápido crecimiento solo se frenó cuando los modelos mostraron que para 2020 hasta otros 135 millones de personas podrían sufrir hambre. Pero esto significa que el hambre de unos 30 millones de personas hoy en día puede atribuirse a esas malas políticas.
Asimismo, las políticas climáticas desvían los recursos de las medidas que reducen el hambre de forma directa. Nuestras prioridades parecen distorsionadas cuando las políticas climáticas que prometen un minúsculo impacto en la temperatura costarán un billón de dólares al año, en tanto que el presupuesto del Programa Mundial de Alimentos es 169 veces menor: 5,9 mil millones.
Existen maneras efectivas de producir más alimentos. Como lo ha demostrado la investigación del Consenso de Copenhague, una de las mejores es tomarse en serio la inversión en investigación y desarrollo para mejorar la productividad agrícola. Por medio del regadío, los fertilizantes, los pesticidas y el mejoramiento de las técnicas de cultivo, la Revolución Verde aumentó la producción mundial de cereales en un asombroso 250% entre 1950 y 1984, elevando la ingesta de calorías de las personas más pobres del mundo y evitando hambrunas severas. Necesitamos continuar avanzando a partir de este progreso.
Invertir 88 mil millones de dólares más en I+D agrícola en los próximos 32 años aumentaría los rendimientos en 0,4 puntos porcentuales adicionales cada año, lo que podría salvar a 79 millones de personas del hambre y evitar cinco millones de casos de malnutrición infantil. Esto equivaldría a casi 3 billones de dólares en bienestar social, conllevando un enorme retorno de 34 dólares por cada dólar gastado.
Para fines de siglo, el aumento adicional en la productividad agrícola sería mucho mayor que el daño a la misma sugerido incluso por los peores escenarios de los efectos del calentamiento global. Y habría beneficios adicionales: el Banco Mundial ha descubierto que el crecimiento de la productividad en la agricultura puede ser hasta cuatro veces más efectivo en la reducción de la pobreza que el crecimiento de la productividad en otros sectores.
Nos encontramos en un punto de inflexión. Tras lograr espectaculares progresos contra el hambre y la hambruna, corremos el riesgo de una recaída debido a decisiones mal evaluadas. Lo que está en juego es demasiado importante como para optar por las políticas equivocadas.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
PRAGA – Los datos anuales han arrojado durante más de una década que el hambre en el mundo está en declive. Pero esto ha cambiado: según los últimos datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2016 el hambre afectó a 815 millones de personas, 38 millones más que en 2015, y la desnutrición amenaza a millones.
La investigación que efectúa mi centro de estudios, el Consenso de Copenhague, ha ayudado durante mucho tiempo a centrar la atención y los recursos en las respuestas más eficaces a la desnutrición, tanto a nivel mundial como en países como Haití y Bangladesh. Desafortunadamente, existen señales preocupantes de que la respuesta global puede estar yendo en la dirección equivocada.
La FAO atribuye el aumento del hambre a una proliferación de conflictos violentos y a “conmociones relacionadas con el clima”, lo que significa eventos extremos específicos como inundaciones y sequías.
Sin embargo, en el comunicado de prensa de la FAO “las conmociones relacionadas con el clima” se convierten en “cambio climático”. El informe en sí relaciona ambos conceptos sin plantear evidencias, pero el comunicado va más allá y afirma con contundencia: “Nuevamente aumenta el hambre en el mundo, impulsada por los conflictos y el cambio climático”.
Pasar de culpar a las “conmociones relacionadas con el clima” a responsabilizar al “cambio climático” puede parecer una diferencia menor. Ambos términos se relacionan con el clima. Pero esa pequeña diferencia significa mucho, especialmente cuando se trata de la pregunta más importante: ¿cómo ayudamos a que el mundo se alimente mejor? Precipitarse y culpar al cambio climático de las crisis actuales atrae la atención, pero hace que nos centremos en las respuestas más costosas y menos efectivas.
La mejor evidencia proviene del grupo de expertos sobre cambio climático de Naciones Unidas (IPCC, por sus siglas en inglés), que ha demostrado claramente que a nivel global no ha habido un aumento de las sequías. Si bien algunas partes del mundo están sufriendo más y peores sequías, otras están experimentando menos y más suaves. Un estudio exhaustivo publicado en la revista Nature demuestra que los incidentes de todas las categorías de sequías, desde “anormalmente seco” a “sequía excepcional”, han disminuido ligeramente desde 1982. En cuanto a las inundaciones, el IPCC es aún más categórico: a nivel global tiene “poca confianza” sobre si el cambio climático ha causado más o menos inundaciones.
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Lo que el IPCC nos señala es que resulta probable que para fines de siglo las peores sequías afecten a algunas partes del mundo. Y plantea –aunque con poca seguridad– que podría haber más inundaciones en algunos lugares.
Confiar en las políticas climáticas para luchar contra el hambre no va a resultar. Cualquier recorte realista de carbono será costoso y prácticamente no tendrá impacto en el clima para fines de siglo. Incluso si se implementara el acuerdo climático de París de forma completa hasta el 2030, lograría solo el 1% de los recortes necesarios para evitar que la temperatura suba más de 2ºC, de acuerdo con la ONU. Y costaría un billón de dólares al año o más, una manera increíblemente cara de marcar una diferencia no significativa en un aumento potencial de las inundaciones y sequías a fines de siglo.
De hecho, las políticas bienintencionadas para combatir el calentamiento global podrían estar exacerbando el hambre. Los países ricos han adoptado los biocombustibles (energía derivada de las plantas) para reducir su dependencia de los combustibles fósiles. Pero el beneficio en el clima es insignificante: según el Instituto Internacional para el Desarrollo Sostenible, la deforestación, los fertilizantes y los combustibles fósiles utilizados en la producción de biocombustibles contrarrestan aproximadamente el 90% del dióxido de carbono “ahorrado”. Los biocombustibles europeos utilizaron en 2013 una extensión de tierra suficiente para alimentar a 100 millones de personas, y el programa de Estados Unidos todavía más. Los subsidios a los biocombustibles contribuyeron al aumento de los precios de los alimentos, y su rápido crecimiento solo se frenó cuando los modelos mostraron que para 2020 hasta otros 135 millones de personas podrían sufrir hambre. Pero esto significa que el hambre de unos 30 millones de personas hoy en día puede atribuirse a esas malas políticas.
Asimismo, las políticas climáticas desvían los recursos de las medidas que reducen el hambre de forma directa. Nuestras prioridades parecen distorsionadas cuando las políticas climáticas que prometen un minúsculo impacto en la temperatura costarán un billón de dólares al año, en tanto que el presupuesto del Programa Mundial de Alimentos es 169 veces menor: 5,9 mil millones.
Existen maneras efectivas de producir más alimentos. Como lo ha demostrado la investigación del Consenso de Copenhague, una de las mejores es tomarse en serio la inversión en investigación y desarrollo para mejorar la productividad agrícola. Por medio del regadío, los fertilizantes, los pesticidas y el mejoramiento de las técnicas de cultivo, la Revolución Verde aumentó la producción mundial de cereales en un asombroso 250% entre 1950 y 1984, elevando la ingesta de calorías de las personas más pobres del mundo y evitando hambrunas severas. Necesitamos continuar avanzando a partir de este progreso.
Invertir 88 mil millones de dólares más en I+D agrícola en los próximos 32 años aumentaría los rendimientos en 0,4 puntos porcentuales adicionales cada año, lo que podría salvar a 79 millones de personas del hambre y evitar cinco millones de casos de malnutrición infantil. Esto equivaldría a casi 3 billones de dólares en bienestar social, conllevando un enorme retorno de 34 dólares por cada dólar gastado.
Para fines de siglo, el aumento adicional en la productividad agrícola sería mucho mayor que el daño a la misma sugerido incluso por los peores escenarios de los efectos del calentamiento global. Y habría beneficios adicionales: el Banco Mundial ha descubierto que el crecimiento de la productividad en la agricultura puede ser hasta cuatro veces más efectivo en la reducción de la pobreza que el crecimiento de la productividad en otros sectores.
Nos encontramos en un punto de inflexión. Tras lograr espectaculares progresos contra el hambre y la hambruna, corremos el riesgo de una recaída debido a decisiones mal evaluadas. Lo que está en juego es demasiado importante como para optar por las políticas equivocadas.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen