CAMBRIDGE – En noviembre de 2017, científicos que trabajaban en Sumatra, Indonesia, hicieron un anuncio fascinante: habían descubierto una nueve especie de orangután, lo que llevaba a siete el número de especies de grandes simios a nivel global.
Sin embargo, un año más tarde, el único hogar de los 800 orangutanes salvajes Tapanuli está siendo despejado para construir una represa y una planta de energía hidroeléctrica de 1.600 millones de dólares. Si bien el proyecto aportará menos del 1% de la capacidad generadora planificada del país, los científicos dicen que conducirá a la extinción de esta especie rara. Esto plantea, una vez más, un interrogante clave: ¿cuánto vale la naturaleza?
Indonesia no es el único país que está haciendo acuerdos que van en detrimento del medio ambiente. El siglo XXI será un período de expansión en infraestructura sin precedentes, y se gastará la cifra pasmosa de 90 billones de dólares en los próximos 15 años para construir o sustituir represas, centrales eléctricas y otras instalaciones. En efecto, se construirá más infraestructura en la próxima década y media de la que existe en la actualidad. Naturalmente, en el proceso los hábitats se verán alterados.
Ahora bien, el crecimiento imprudente desde un punto de vista ambiental no está predestinado; es posible hacer elecciones inteligentes y sustentables. Para hacerlo, debemos reconocer el verdadero valor de la naturaleza y hacer que análisis de ética ambiental y de costo-beneficio sean parte de cada proyecto.
En este momento, eso no está sucediendo; la mayor parte de la infraestructura se planea y se construye en base a evaluaciones de mercado que no tienen en cuenta a la naturaleza. Como consecuencia de ello, el mundo enfrenta una crisis en aumento: el debilitamiento de los servicios de ecosistemas –como el agua no contaminada, la defensa de inundaciones y la polinización de las abejas- que protegen la biodiversidad y forman la base de la que depende el bienestar de los seres humanos.
Para cambiar el status quo, debemos hacer una elección ética para no exponer los hábitats y el “capital natural” críticos a un mayor peligro –sin importar los posibles retornos económicos-. De la misma manera que gran parte del mundo ha rechazado el uso de mano de obra esclava o infantil, la destrucción permanente de la naturaleza debe ser repudiada.
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Algunos economistas lo han reconocido integrando costos ambientales a sus argumentos; la selva tropical del Amazonas es un buen ejemplo. Allí, la deforestación ha reducido la producción de nubes de vapor que son esenciales para transportar la lluvia por toda Sudamérica. Se cree que la sequía que afectó a San Pablo entre 2014 y 2017 fue causada, al menos en parte, por la falta de estos “ríos voladores”. Como observó el climatólogo brasileño Antonio Nobre, si estas bombas de agua aéreas se apagan permanentemente, una zona que representa el 70% del producto bruto interno de Sudamérica se convertiría en desierto.
Por supuesto, identificar el capital natural crítico es un reto, especialmente en escalas más pequeñas. Si bien muchos pueden estar de acuerdo sobre la importancia de proteger el Amazonas, es más difícil demostrar el valor de preservar a los orangutanes en Indonesia. Pero, con el tiempo, la pérdida del hábitat del orangután Tapanuli cambiaría profundamente la composición de la selva tropical y alteraría sus servicios ecológicos. Al mismo tiempo, la eliminación de una especie de gran simio –la más allegada a nosotros- desbarataría la oportunidad de entender mejor nuestra propia evolución y genética.
En el mundo desarrollado, algunos gobiernos y empresas están haciendo una elección ética al aplicar el “principio preventivo” al crecimiento. Adoptado en 1992 como parte de la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, el principio encarna la conclusión de que es más sensato –y en definitiva más económico- evitar la degradación ambiental desde el vamos.
El verdadero desafío reside en infundir esta ética en las economías en desarrollo, donde tendrá lugar el grueso de la inversión en infraestructura en el futuro. Consideremos el desarrollo de autopistas. En 2050, habrá más de 25 millones de kilómetros de nuevos caminos pavimentados, suficiente para dar la vuelta a la Tierra más de 600 veces. Más del 90% de este pavimento nuevo se esparcirá en los países en desarrollo, que ya enfrentan una enorme presión ambiental. En la región del Amazonas, por ejemplo, hay casi 53.000 concesiones mineras que abarcan el 21% de la masa terrestre de la cuenca. En Guinea, se dice que una represa financiada por el Banco Mundial amenaza una reserva fundamental de chimpancés. Y en Tanzania, el gobierno ha aprobado una represa y planta hidroeléctrica en la Reserva de Caza Selous, que es Patrimonio Mundial de la UNESCO.
En un momento en que las necesidades humanas aumentan en tanto las poblaciones y los ingresos crecen, existen razones legítimas para construir más infraestructura. Pero si las tendencias actuales continúan, los gobiernos y las empresas deben reconocer el papel de la naturaleza a la hora de sustentar la actividad económica y garantizar la salud ecológica y humana. Después de todo, no vivimos –y no podemos vivir- en un mundo donde la naturaleza no tenga ningún valor.
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Recent developments that look like triumphs of religious fundamentalism represent not a return of religion in politics, but simply the return of the political as such. If they look foreign to Western eyes, that is because the West no longer stands for anything Westerners are willing to fight and die for.
thinks the prosperous West no longer understands what genuine political struggle looks like.
Readers seeking a self-critical analysis of the former German chancellor’s 16-year tenure will be disappointed by her long-awaited memoir, as she offers neither a mea culpa nor even an acknowledgment of her missteps. Still, the book provides a rare glimpse into the mind of a remarkable politician.
highlights how and why the former German chancellor’s legacy has soured in the three years since she left power.
CAMBRIDGE – En noviembre de 2017, científicos que trabajaban en Sumatra, Indonesia, hicieron un anuncio fascinante: habían descubierto una nueve especie de orangután, lo que llevaba a siete el número de especies de grandes simios a nivel global.
Sin embargo, un año más tarde, el único hogar de los 800 orangutanes salvajes Tapanuli está siendo despejado para construir una represa y una planta de energía hidroeléctrica de 1.600 millones de dólares. Si bien el proyecto aportará menos del 1% de la capacidad generadora planificada del país, los científicos dicen que conducirá a la extinción de esta especie rara. Esto plantea, una vez más, un interrogante clave: ¿cuánto vale la naturaleza?
Indonesia no es el único país que está haciendo acuerdos que van en detrimento del medio ambiente. El siglo XXI será un período de expansión en infraestructura sin precedentes, y se gastará la cifra pasmosa de 90 billones de dólares en los próximos 15 años para construir o sustituir represas, centrales eléctricas y otras instalaciones. En efecto, se construirá más infraestructura en la próxima década y media de la que existe en la actualidad. Naturalmente, en el proceso los hábitats se verán alterados.
Ahora bien, el crecimiento imprudente desde un punto de vista ambiental no está predestinado; es posible hacer elecciones inteligentes y sustentables. Para hacerlo, debemos reconocer el verdadero valor de la naturaleza y hacer que análisis de ética ambiental y de costo-beneficio sean parte de cada proyecto.
En este momento, eso no está sucediendo; la mayor parte de la infraestructura se planea y se construye en base a evaluaciones de mercado que no tienen en cuenta a la naturaleza. Como consecuencia de ello, el mundo enfrenta una crisis en aumento: el debilitamiento de los servicios de ecosistemas –como el agua no contaminada, la defensa de inundaciones y la polinización de las abejas- que protegen la biodiversidad y forman la base de la que depende el bienestar de los seres humanos.
Para cambiar el status quo, debemos hacer una elección ética para no exponer los hábitats y el “capital natural” críticos a un mayor peligro –sin importar los posibles retornos económicos-. De la misma manera que gran parte del mundo ha rechazado el uso de mano de obra esclava o infantil, la destrucción permanente de la naturaleza debe ser repudiada.
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Algunos economistas lo han reconocido integrando costos ambientales a sus argumentos; la selva tropical del Amazonas es un buen ejemplo. Allí, la deforestación ha reducido la producción de nubes de vapor que son esenciales para transportar la lluvia por toda Sudamérica. Se cree que la sequía que afectó a San Pablo entre 2014 y 2017 fue causada, al menos en parte, por la falta de estos “ríos voladores”. Como observó el climatólogo brasileño Antonio Nobre, si estas bombas de agua aéreas se apagan permanentemente, una zona que representa el 70% del producto bruto interno de Sudamérica se convertiría en desierto.
Por supuesto, identificar el capital natural crítico es un reto, especialmente en escalas más pequeñas. Si bien muchos pueden estar de acuerdo sobre la importancia de proteger el Amazonas, es más difícil demostrar el valor de preservar a los orangutanes en Indonesia. Pero, con el tiempo, la pérdida del hábitat del orangután Tapanuli cambiaría profundamente la composición de la selva tropical y alteraría sus servicios ecológicos. Al mismo tiempo, la eliminación de una especie de gran simio –la más allegada a nosotros- desbarataría la oportunidad de entender mejor nuestra propia evolución y genética.
En el mundo desarrollado, algunos gobiernos y empresas están haciendo una elección ética al aplicar el “principio preventivo” al crecimiento. Adoptado en 1992 como parte de la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, el principio encarna la conclusión de que es más sensato –y en definitiva más económico- evitar la degradación ambiental desde el vamos.
El verdadero desafío reside en infundir esta ética en las economías en desarrollo, donde tendrá lugar el grueso de la inversión en infraestructura en el futuro. Consideremos el desarrollo de autopistas. En 2050, habrá más de 25 millones de kilómetros de nuevos caminos pavimentados, suficiente para dar la vuelta a la Tierra más de 600 veces. Más del 90% de este pavimento nuevo se esparcirá en los países en desarrollo, que ya enfrentan una enorme presión ambiental. En la región del Amazonas, por ejemplo, hay casi 53.000 concesiones mineras que abarcan el 21% de la masa terrestre de la cuenca. En Guinea, se dice que una represa financiada por el Banco Mundial amenaza una reserva fundamental de chimpancés. Y en Tanzania, el gobierno ha aprobado una represa y planta hidroeléctrica en la Reserva de Caza Selous, que es Patrimonio Mundial de la UNESCO.
En un momento en que las necesidades humanas aumentan en tanto las poblaciones y los ingresos crecen, existen razones legítimas para construir más infraestructura. Pero si las tendencias actuales continúan, los gobiernos y las empresas deben reconocer el papel de la naturaleza a la hora de sustentar la actividad económica y garantizar la salud ecológica y humana. Después de todo, no vivimos –y no podemos vivir- en un mundo donde la naturaleza no tenga ningún valor.