NUEVA YORK – Casi todos hemos visto las dramáticas imágenes del Amazonas en llamas. Solo el año pasado hubo cientos de miles de incendios intencionales o causados por la tala de árboles, la agricultura, la minería y otras actividades humanas.
Esto importa mucho, porque los bosques absorben gases que elevan el calentamiento global si llegan a la atmósfera. La reducción del bosque amazónico a causa de los incendios agrava el problema del cambio climático de dos maneras: los incendios mismos generan gases y partículas que aceleran el calentamiento global, y obviamente la ausencia misma de los árboles implica que ya no puedan absorber el dióxido de carbono.
El asunto se apoderó de la reunión del G7, celebrada en Francia el mes pasado. Los líderes de varios de los países más ricos del mundo se comprometieron a donar más de $22 millones a Brasil, país en que se encuentra la mayor parte del bosque amazónico y casi la mitad de los bosques tropicales el planeta, como ayuda para combatir los incendios. Brasil rechazó la oferta airadamente.
Jair Bolsonaro, el presidente populista de Brasil, declaró que no permitiría que los países del G7 trataran a su país como si fuera una colonia. “Nuestra soberanía no se negocia”, declaró el vocero del gobierno. Al final, Brasil aceptó unos $12 millones del Reino Unido, pero no llegó a ningún compromiso con el G7 ni Francia, país anfitrión del encuentro.
Lo que ocurre en Brasil resalta una tensión fundamental del mundo. El gobierno brasileño sostiene la visión de que lo que ocurra dentro del país le compete solamente a él. Es la noción tradicional de soberanía, compartida en gran medida por la mayor parte de los gobiernos del planeta, como Estados Unidos, China, Rusia, India y otros.
Sin embargo, en el mundo globalizado de hoy, donde casi cualquier persona y suceso puede alcanzar casi cualquier lugar, esta es una noción cada vez más inadecuada, cuando no obsoleta. Lo que ocurre al interior de un país yo no se puede considerar automática e incondicionalmente solo de su propia incumbencia.
Consideremos el terrorismo. A fines de la década de los 90, el gobierno talibán que entonces controlaba Afganistán permitió a Al Qaeda operar libremente desde territorio afgano. Y esta organización hizo justamente eso, montando una operación que produjo las muertes de cerca de 3000 hombres, mujeres y niños inocentes en los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos.
Tras ello, Estados Unidos, gobernado por el Presidente George W. Bush y respaldado por gran parte de la comunidad internacional, envió un ultimátum al gobierno talibán: entreguen a los líderes de Al Qaeda y niéguenle el uso futuro de Afganistán para la promoción del terrorismo, o serán obligados a dejar el poder. En otras palabras, se le planteó al gobierno afgano que los beneficios y las protecciones de la soberanía lo obligaban a no ofrecer santuario ni apoyo a los terroristas. Los talibanes rechazaron esta exigencia, y en cosa de semanas la coalición internacional encabezadas por EE. UU. los sacó del gobierno.
La lección para Brasil es clara: lo que su gobierno decida hacer o no frente al bosque tiene consecuencias para el mundo entero. Si el problema fuera “meramente” la degradación y polución ambiental local, sería un tema de incumbencia exclusiva de Brasil, con todo lo malo que pudiera ser. Pero en cuanto los efectos de la deforestación cruzan las fronteras, lo que pase en Brasil se convierte en una inquietud legítima para los demás. La polución consiste principalmente en los resultados locales de actividades locales; el cambio climático son los resultados globales de actividades locales.
Y sabemos que los resultados del cambio climático son costosos: tormentas más frecuentes y serias, inundaciones, sequías y otros fenómenos climáticos extremos. Como consecuencia, más personas sufren desplazamientos internos y se convierten en refugiados. Puede que pronto partes significativas del planeta queden inhabitables. Al igual que el terrorismo, el cambio climático se ha convertido en un asunto de todos. Se debería considerar a Brasil como el guardián del Amazonas, no su dueño.
Entonces, ¿qué hacer? Un enfoque sería crear incentivos para que países como Brasil actúen de manera más responsable. Esto es lo que había tras la oferta del G7 de ayudarle, y sustenta los programas de ayuda permanente de la UE para limitar la destrucción de los bosques y promover la plantación de nuevos árboles.
Pero es evidente que el gobierno de Brasil no está respondiendo como debiera. La eliminación de las barreras legales a la deforestación ha agravado el problema, así como la escasez de recursos estatales para aplicar las leyes y detener a quienes talan árboles y comienzan incendios ilegalmente.
Cabe insistir en que la soberanía implica obligaciones además de derechos. Y en los casos en que no se pueda inducir medidas estatales, se debe aplicar presión. Ha llegado el momento de sopesar castigos contra un gobierno, como el de Brasil, si se rehúsa a cumplir sus obligaciones para con el resto del mundo. Entre ellas se podrían incluir aranceles, sanciones y boicots turísticos. Obviamente, serían preferibles incentivos positivos para fomentar y posibilitar las medidas deseadas. Pero cuando las recompensan no bastan, debe haber sanciones también.
Muchos gobiernos adoptan este enfoque para desalentar o responder al genocidio, al terrorismo y a la proliferación de armamentos. La conducta de Brasil plantea la pregunta de si quienes aceleran el cambio climático debieran ser tratados de manera similar.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
NUEVA YORK – Casi todos hemos visto las dramáticas imágenes del Amazonas en llamas. Solo el año pasado hubo cientos de miles de incendios intencionales o causados por la tala de árboles, la agricultura, la minería y otras actividades humanas.
Esto importa mucho, porque los bosques absorben gases que elevan el calentamiento global si llegan a la atmósfera. La reducción del bosque amazónico a causa de los incendios agrava el problema del cambio climático de dos maneras: los incendios mismos generan gases y partículas que aceleran el calentamiento global, y obviamente la ausencia misma de los árboles implica que ya no puedan absorber el dióxido de carbono.
El asunto se apoderó de la reunión del G7, celebrada en Francia el mes pasado. Los líderes de varios de los países más ricos del mundo se comprometieron a donar más de $22 millones a Brasil, país en que se encuentra la mayor parte del bosque amazónico y casi la mitad de los bosques tropicales el planeta, como ayuda para combatir los incendios. Brasil rechazó la oferta airadamente.
Jair Bolsonaro, el presidente populista de Brasil, declaró que no permitiría que los países del G7 trataran a su país como si fuera una colonia. “Nuestra soberanía no se negocia”, declaró el vocero del gobierno. Al final, Brasil aceptó unos $12 millones del Reino Unido, pero no llegó a ningún compromiso con el G7 ni Francia, país anfitrión del encuentro.
Lo que ocurre en Brasil resalta una tensión fundamental del mundo. El gobierno brasileño sostiene la visión de que lo que ocurra dentro del país le compete solamente a él. Es la noción tradicional de soberanía, compartida en gran medida por la mayor parte de los gobiernos del planeta, como Estados Unidos, China, Rusia, India y otros.
Sin embargo, en el mundo globalizado de hoy, donde casi cualquier persona y suceso puede alcanzar casi cualquier lugar, esta es una noción cada vez más inadecuada, cuando no obsoleta. Lo que ocurre al interior de un país yo no se puede considerar automática e incondicionalmente solo de su propia incumbencia.
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Consideremos el terrorismo. A fines de la década de los 90, el gobierno talibán que entonces controlaba Afganistán permitió a Al Qaeda operar libremente desde territorio afgano. Y esta organización hizo justamente eso, montando una operación que produjo las muertes de cerca de 3000 hombres, mujeres y niños inocentes en los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos.
Tras ello, Estados Unidos, gobernado por el Presidente George W. Bush y respaldado por gran parte de la comunidad internacional, envió un ultimátum al gobierno talibán: entreguen a los líderes de Al Qaeda y niéguenle el uso futuro de Afganistán para la promoción del terrorismo, o serán obligados a dejar el poder. En otras palabras, se le planteó al gobierno afgano que los beneficios y las protecciones de la soberanía lo obligaban a no ofrecer santuario ni apoyo a los terroristas. Los talibanes rechazaron esta exigencia, y en cosa de semanas la coalición internacional encabezadas por EE. UU. los sacó del gobierno.
La lección para Brasil es clara: lo que su gobierno decida hacer o no frente al bosque tiene consecuencias para el mundo entero. Si el problema fuera “meramente” la degradación y polución ambiental local, sería un tema de incumbencia exclusiva de Brasil, con todo lo malo que pudiera ser. Pero en cuanto los efectos de la deforestación cruzan las fronteras, lo que pase en Brasil se convierte en una inquietud legítima para los demás. La polución consiste principalmente en los resultados locales de actividades locales; el cambio climático son los resultados globales de actividades locales.
Y sabemos que los resultados del cambio climático son costosos: tormentas más frecuentes y serias, inundaciones, sequías y otros fenómenos climáticos extremos. Como consecuencia, más personas sufren desplazamientos internos y se convierten en refugiados. Puede que pronto partes significativas del planeta queden inhabitables. Al igual que el terrorismo, el cambio climático se ha convertido en un asunto de todos. Se debería considerar a Brasil como el guardián del Amazonas, no su dueño.
Entonces, ¿qué hacer? Un enfoque sería crear incentivos para que países como Brasil actúen de manera más responsable. Esto es lo que había tras la oferta del G7 de ayudarle, y sustenta los programas de ayuda permanente de la UE para limitar la destrucción de los bosques y promover la plantación de nuevos árboles.
Pero es evidente que el gobierno de Brasil no está respondiendo como debiera. La eliminación de las barreras legales a la deforestación ha agravado el problema, así como la escasez de recursos estatales para aplicar las leyes y detener a quienes talan árboles y comienzan incendios ilegalmente.
Cabe insistir en que la soberanía implica obligaciones además de derechos. Y en los casos en que no se pueda inducir medidas estatales, se debe aplicar presión. Ha llegado el momento de sopesar castigos contra un gobierno, como el de Brasil, si se rehúsa a cumplir sus obligaciones para con el resto del mundo. Entre ellas se podrían incluir aranceles, sanciones y boicots turísticos. Obviamente, serían preferibles incentivos positivos para fomentar y posibilitar las medidas deseadas. Pero cuando las recompensan no bastan, debe haber sanciones también.
Muchos gobiernos adoptan este enfoque para desalentar o responder al genocidio, al terrorismo y a la proliferación de armamentos. La conducta de Brasil plantea la pregunta de si quienes aceleran el cambio climático debieran ser tratados de manera similar.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen