NUEVA YORK – El nacionalismo populista está en ascenso en todo el mundo, y a menudo llega al poder de la mano de líderes autoritarios. Sin embargo, se suponía que la ortodoxia neoliberal que se impuso hace unos cuarenta años en Occidente (achicamiento del Estado, menos impuestos, desregulación) iba a fortalecer (no debilitar) la democracia. ¿Qué salió mal?
Una parte de la respuesta es económica: el neoliberalismo no cumplió lo que prometió. En Estados Unidos y en otras economías avanzadas que lo adoptaron, el crecimiento del ingreso real (deflactado) per cápita entre 1980 y la pandemia de COVID‑19 fue un 40% menos que en los treinta años precedentes. Para peor, hubo un estancamiento generalizado de los ingresos en los niveles inferior y medio de la escala, mientras aumentaban los del nivel más alto; y el debilitamiento deliberado de los mecanismos de protección social generó más inseguridad financiera y económica.
Los jóvenes, razonablemente preocupados por el riesgo que supone el cambio climático para su futuro, ven que los países que están bajo control del neoliberalismo no han aprobado regulaciones estrictas contra la contaminación (o en Estados Unidos, para hacer frente a la crisis de opioides y a la epidemia de diabetes infantil). Lamentablemente, estos fracasos no son sorprendentes. El neoliberalismo se basó en la creencia en que el modo más eficiente de alcanzar resultados óptimos es dejar a los mercados actuar sin restricciones. Pero incluso en los comienzos de la supremacía neoliberal, los economistas ya habían demostrado que los mercados desregulados no son ni eficientes ni estables; y menos aún, conducentes a la generación de una distribución de los ingresos socialmente aceptable.
Parece que los partidarios del neoliberalismo nunca se dieron cuenta de que dar más libertad a las corporaciones limita la libertad del resto de la sociedad. La libertad para contaminar implica menos salud (o incluso la muerte, para quienes padecen asma), más fenómenos meteorológicos extremos y tierras inhabitables. Por supuesto que dilemas hay en cualquier ámbito; pero en cualquier sociedad razonable se llegará a la conclusión de que el derecho a vivir es más importante que un falso derecho a contaminar.
Otra cuestión que para el neoliberalismo es herejía es el cobro de impuestos, al que presenta como una afrenta a la libertad individual: cada cual tiene derecho a conservar la totalidad de sus ganancias sin importar su procedencia. Pero incluso los defensores de esta idea que reciben ingresos en forma honesta no reconocen que si los obtuvieron fue gracias a la inversión estatal en infraestructura, tecnología, educación y salud pública. Rara vez se detienen a pensar en lo que tendrían si hubieran nacido en alguno de los muchos países donde no hay Estado de derecho (o lo que valdrían sus carteras si el gobierno de los Estados Unidos no hubiera invertido en la creación de vacunas contra la COVID‑19).
Por el contrario, los que más deben al Estado suelen ser los que primero se olvidan de lo que el Estado hizo por ellos. ¿Dónde estarían Elon Musk y Tesla si en 2010, durante la presidencia de Barack Obama, el Departamento de Energía no les hubiera dado un salvavidas de casi quinientos millones de dólares? Como observó en 1927 el juez supremo Wendell Holmes, «los impuestos son el precio de una sociedad civilizada». Y siguen siéndolo: sin impuestos no hay Estado de derecho ni ninguno de los otros bienes públicos que una sociedad del siglo XXI necesita para funcionar.
Aquí no hay ningún dilema, porque la provisión adecuada de esos bienes beneficia a todos (incluidos los ricos). En este sentido la coerción puede ser emancipadora. Existe un amplio consenso respecto del principio de que para tener bienes esenciales hay que pagar por ellos; y eso implica impuestos.
Es verdad que existen numerosos gastos (incluidos los sistemas estatales de pensiones y la medicina pública) que en opinión de los defensores de achicar el Estado habría que reducir. Pero aquí también, una sociedad donde la mayoría de las personas tiene que soportar la inseguridad y el miedo de no contar con atención médica fiable o ingresos en la vejez es una sociedad menos libre. Incluso si pagar un poco más de impuestos para financiar un programa de ayudas familiares hiciera alguna mella en el bienestar de los multimillonarios, basta pensar en la diferencia que supone esa ayuda para la vida de un niño que no tiene suficiente para comer o cuyos padres no pueden pagar una consulta médica. O en cómo cambiará el futuro de un país si se reduce la cantidad de sus niños que crecen malnutridos o enfermos.
Todo esto debería ser tema central en muchas de las elecciones de este año. En Estados Unidos, la elección presidencial que se avecina presenta una disyuntiva tajante, no sólo entre el caos y un gobierno ordenado, sino también entre diferentes políticas y filosofías económicas. El presidente en ejercicio, Joe Biden, está decidido a usar el poder del Estado para mejorar el bienestar de toda la ciudadanía, y en particular el del 99% menos rico; mientras que Donald Trump está más interesado en mejorar el bienestar del 1% más rico. Trump, que hace sus declaraciones desde un lujoso centro de golf (cuando no está declarando ante los jueces) se ha convertido en el adalid de los capitalistas prebendarios de todo el mundo.
Trump y Biden tienen ideas muy diferentes sobre la clase de sociedad que tenemos que crear. En un caso, se impondrán la deshonestidad, la explotación socialmente destructiva y el rentismo, la confianza de la ciudadanía se seguirá derrumbando y triunfarán el materialismo y la codicia; en el otro, funcionarios electos y empleados públicos trabajarán de buena fe por una sociedad más creativa, sana, con base en el conocimiento, la confianza y la honestidad.
Por supuesto, la política nunca es tan impoluta como sugiere esta descripción. Pero es innegable que los dos candidatos tienen ideas radicalmente diferentes sobre la libertad y sobre los ingredientes de una buena sociedad. El sistema económico en el que vivimos refleja y moldea aquello que somos y aquello en que podemos convertirnos. Si como país apoyamos a un estafador egoísta y misógino (o no damos importancia a esos atributos, considerándolos defectos menores), nuestros jóvenes absorberán el mensaje, y terminaremos con más bribones y oportunistas al mando. Nos convertiremos en una sociedad sin confianza, y por consiguiente, sin una economía en buen funcionamiento.
Encuestas recientes muestran que apenas tres años después de que Trump dejó la Casa Blanca, la gente ya se olvidó del caos, de la incompetencia y de los ataques a las instituciones durante su gobierno. Pero basta ver las posiciones concretas de los candidatos respecto de diversos temas para comprender que si queremos vivir en una sociedad que valore a todos sus ciudadanos y se esfuerce por hacer posible que tengan vidas plenas y satisfactorias, la elección es clara.
Traducción: Esteban Flamini
NUEVA YORK – El nacionalismo populista está en ascenso en todo el mundo, y a menudo llega al poder de la mano de líderes autoritarios. Sin embargo, se suponía que la ortodoxia neoliberal que se impuso hace unos cuarenta años en Occidente (achicamiento del Estado, menos impuestos, desregulación) iba a fortalecer (no debilitar) la democracia. ¿Qué salió mal?
Una parte de la respuesta es económica: el neoliberalismo no cumplió lo que prometió. En Estados Unidos y en otras economías avanzadas que lo adoptaron, el crecimiento del ingreso real (deflactado) per cápita entre 1980 y la pandemia de COVID‑19 fue un 40% menos que en los treinta años precedentes. Para peor, hubo un estancamiento generalizado de los ingresos en los niveles inferior y medio de la escala, mientras aumentaban los del nivel más alto; y el debilitamiento deliberado de los mecanismos de protección social generó más inseguridad financiera y económica.
Los jóvenes, razonablemente preocupados por el riesgo que supone el cambio climático para su futuro, ven que los países que están bajo control del neoliberalismo no han aprobado regulaciones estrictas contra la contaminación (o en Estados Unidos, para hacer frente a la crisis de opioides y a la epidemia de diabetes infantil). Lamentablemente, estos fracasos no son sorprendentes. El neoliberalismo se basó en la creencia en que el modo más eficiente de alcanzar resultados óptimos es dejar a los mercados actuar sin restricciones. Pero incluso en los comienzos de la supremacía neoliberal, los economistas ya habían demostrado que los mercados desregulados no son ni eficientes ni estables; y menos aún, conducentes a la generación de una distribución de los ingresos socialmente aceptable.
Parece que los partidarios del neoliberalismo nunca se dieron cuenta de que dar más libertad a las corporaciones limita la libertad del resto de la sociedad. La libertad para contaminar implica menos salud (o incluso la muerte, para quienes padecen asma), más fenómenos meteorológicos extremos y tierras inhabitables. Por supuesto que dilemas hay en cualquier ámbito; pero en cualquier sociedad razonable se llegará a la conclusión de que el derecho a vivir es más importante que un falso derecho a contaminar.
Otra cuestión que para el neoliberalismo es herejía es el cobro de impuestos, al que presenta como una afrenta a la libertad individual: cada cual tiene derecho a conservar la totalidad de sus ganancias sin importar su procedencia. Pero incluso los defensores de esta idea que reciben ingresos en forma honesta no reconocen que si los obtuvieron fue gracias a la inversión estatal en infraestructura, tecnología, educación y salud pública. Rara vez se detienen a pensar en lo que tendrían si hubieran nacido en alguno de los muchos países donde no hay Estado de derecho (o lo que valdrían sus carteras si el gobierno de los Estados Unidos no hubiera invertido en la creación de vacunas contra la COVID‑19).
Por el contrario, los que más deben al Estado suelen ser los que primero se olvidan de lo que el Estado hizo por ellos. ¿Dónde estarían Elon Musk y Tesla si en 2010, durante la presidencia de Barack Obama, el Departamento de Energía no les hubiera dado un salvavidas de casi quinientos millones de dólares? Como observó en 1927 el juez supremo Wendell Holmes, «los impuestos son el precio de una sociedad civilizada». Y siguen siéndolo: sin impuestos no hay Estado de derecho ni ninguno de los otros bienes públicos que una sociedad del siglo XXI necesita para funcionar.
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Aquí no hay ningún dilema, porque la provisión adecuada de esos bienes beneficia a todos (incluidos los ricos). En este sentido la coerción puede ser emancipadora. Existe un amplio consenso respecto del principio de que para tener bienes esenciales hay que pagar por ellos; y eso implica impuestos.
Es verdad que existen numerosos gastos (incluidos los sistemas estatales de pensiones y la medicina pública) que en opinión de los defensores de achicar el Estado habría que reducir. Pero aquí también, una sociedad donde la mayoría de las personas tiene que soportar la inseguridad y el miedo de no contar con atención médica fiable o ingresos en la vejez es una sociedad menos libre. Incluso si pagar un poco más de impuestos para financiar un programa de ayudas familiares hiciera alguna mella en el bienestar de los multimillonarios, basta pensar en la diferencia que supone esa ayuda para la vida de un niño que no tiene suficiente para comer o cuyos padres no pueden pagar una consulta médica. O en cómo cambiará el futuro de un país si se reduce la cantidad de sus niños que crecen malnutridos o enfermos.
Todo esto debería ser tema central en muchas de las elecciones de este año. En Estados Unidos, la elección presidencial que se avecina presenta una disyuntiva tajante, no sólo entre el caos y un gobierno ordenado, sino también entre diferentes políticas y filosofías económicas. El presidente en ejercicio, Joe Biden, está decidido a usar el poder del Estado para mejorar el bienestar de toda la ciudadanía, y en particular el del 99% menos rico; mientras que Donald Trump está más interesado en mejorar el bienestar del 1% más rico. Trump, que hace sus declaraciones desde un lujoso centro de golf (cuando no está declarando ante los jueces) se ha convertido en el adalid de los capitalistas prebendarios de todo el mundo.
Trump y Biden tienen ideas muy diferentes sobre la clase de sociedad que tenemos que crear. En un caso, se impondrán la deshonestidad, la explotación socialmente destructiva y el rentismo, la confianza de la ciudadanía se seguirá derrumbando y triunfarán el materialismo y la codicia; en el otro, funcionarios electos y empleados públicos trabajarán de buena fe por una sociedad más creativa, sana, con base en el conocimiento, la confianza y la honestidad.
Por supuesto, la política nunca es tan impoluta como sugiere esta descripción. Pero es innegable que los dos candidatos tienen ideas radicalmente diferentes sobre la libertad y sobre los ingredientes de una buena sociedad. El sistema económico en el que vivimos refleja y moldea aquello que somos y aquello en que podemos convertirnos. Si como país apoyamos a un estafador egoísta y misógino (o no damos importancia a esos atributos, considerándolos defectos menores), nuestros jóvenes absorberán el mensaje, y terminaremos con más bribones y oportunistas al mando. Nos convertiremos en una sociedad sin confianza, y por consiguiente, sin una economía en buen funcionamiento.
Encuestas recientes muestran que apenas tres años después de que Trump dejó la Casa Blanca, la gente ya se olvidó del caos, de la incompetencia y de los ataques a las instituciones durante su gobierno. Pero basta ver las posiciones concretas de los candidatos respecto de diversos temas para comprender que si queremos vivir en una sociedad que valore a todos sus ciudadanos y se esfuerce por hacer posible que tengan vidas plenas y satisfactorias, la elección es clara.
Traducción: Esteban Flamini