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El gran ciclón del Asia central

FLORENCIA – Dean Acheson, Secretario de Estado del Presidente Harry Truman de los Estados Unidos, gustaba de citar a un amigo según el cual estar en el Gobierno le daba miedo, pero estar fuera de él le preocupaba. A quienes no estamos al corriente de las complejidades ocultas de la intervención militar de la OTAN en el Afganistán, la situación en ese país –y en toda el Asia central– es extraordinariamente preocupante.

Cuando los críticos del Presidente afgano, Hamid Karzai, dicen que está a punto de ponerse de parte del Pakistán y los talibanes, el Pentágono ha indicado su temor de que la guerra se extienda, allende el núcleo pastún, a las zonas habitadas en gran medida por tayikos y uzbecos del norte del país. Al parecer, los Estados Unidos están construyendo un “complejo especial de operaciones”, cuyo importe asciende a 100 millones de dólares, cerca de Mazar-i-Sharif, allende la frontera del Uzbekistán.

También tenía intención de construir un “complejo de capacitación contraterrorista” similar cerca de allí, en Osh (Kirguizstán), escenario, en el pasado mes de junio, del peor estallido de combates entre uzbecos y kirguises étnicos en el valle de Fergana del Asia central desde la desmembración de la Unión Soviética. Murieron varios centenares de personas, barrios enteros quedaron destruidos y unas 400.000 personas pasaron a ser refugiados.

No existe acuerdo sobre quién encendió la mecha. Entre los posibles culpables figuran diversos rusos, la familia del depuesto presidente kirguís Kurmanbek Bakiyev y bandas de delincuentes en el Kirguizstán y países vecinos.

Un candidato favorito a culpable es el Movimiento Islámico del Uzbekistán (MIU), grupo que ha estado aliado con los talibanes en el pasado y ha actuado en toda el Asia central, incluido el Afganistán. También se dice que el MIU está teniendo éxito con sus campañas de reclutamiento en el Afganistán septentrional, pero, adondequiera que vaya y dondequiera que actúe, el blanco número uno del MIU es el gobernante del Uzbekistán, Islam Karimov.

Por su parte, Karimov actuó con inhabitual habilidad política durante el reciente estallido de violencia en el Kirguizstán. A diferencia de sus vecinos, abrió la frontera a los refugiados desesperados, la mayoría mujeres, niños y ancianos.

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Los refugiados eran uzbecos y Karimov tenía razones poderosas para temer la posibilidad de una crisis mucho mayor dentro del Uzbekistán, donde también viven muchos tayikos, kirguises y, naturalmente, millones de uzbecos, que podrían haberse enardecido ante la persecución de sus parientes étnicos del Kirguizstán.

Lamentablemente, es algo propio del valle de Fergana. Como en gran parte del Asia central, incluido el Afganistán, las fronteras nacionales y los enclaves separan a diversos grupos que históricamente se mezclaron en una sola región. Las fronteras políticas tienen un marcado efecto en la economía y la cultura de la región. Las diferencias, reales o fabricadas, son fáciles de exagerar y explotar.

La precariedad de la situación en todo el valle de Fergana ha atraído la atención de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), que tiene mucha experiencia en la desactivación de conflictos fronterizos en los Balcanes y en otras zonas, y resulta que el vecino Kazajstán ocupa actualmente la presidencia de la OSCE y en fecha próxima de este año será el anfitrión de una cumbre de la OSCE en su capital.

Pero la OSCE estuvo totalmente impotente durante la crisis del Kirguizstán y hasta hace muy poco no ha podido lograr por fin un acuerdo para enviar un pequeño grupo asesor de policía a ese país. Naturalmente, la OSCE tenía muy pocos recursos en esa región, para empezar, pero algunos miembros, en particular Rusia, no han querido conceder un papel másimportante a la OSCE.

El Uzbekistán, que debería acoger con beneplácito toda la ayuda que consiga y probablemente no ponga objeciones en principio a una mayor participación de la OSCE, no se ha apresurado a hacerlo, sin embargo, supuestamente por celos de  toda la atención que el Kazajstán está granjeándose con su presidencia. (Karimov y el Presidente kazajo, Nursultan Nazarbayev, son rivales perennes.)

Quien propone con mayor interés una revitalización de la OSCE ahora es el Departamento de Estado de los Estados Unidos. No sólo desea aprovechar la oportunidad para poner a prueba el cambio de política con Rusia, sino que, además, considera la OSCE un componente importante de una estrategia a más largo plazo para aportar estabilidad y buena gestión de los asuntos públicos en Eurasia, como lo fue la OSCE en la Europa central. Por esa razón, los diplomáticos de los EE.UU. están presionando intensamente para que se dé una oportunidad a la OSCE y al Kazajstán en particular.

Se trata de un fin loable, pero no está claro que los protagonistas principales en el Asia central –incluida China, que, al parecer, respalda silenciosa, pero firmemente a Karimov– jueguen en el mismo equipo. El Uzbekistán, en particular, ha adoptado una actitud extraordinariamente cautelosa e incluso ambivalente en público.

Aun cuando a puerta cerrada se esté celebrando un diálogo en serio con el Uzbekistán –y las nuevas iniciativas del Pentágono así lo dan a entender–, su actitud discreta, casi imperceptible, envía señales contradictorias y totalmente opuestas al espíritu abierto, transparente y colectivo del gran impulso dado por los Estados Unidos a la OSCE.

Si no se armonizan las piezas de la política declarada y la real y si no se consigue la participación de los más importantes dirigentes regionales, otra explosión en el valle de Fergana podría resultar difícil de contener. Entre sus primeras víctimas podrían figurar las nobles aspiraciones de la OSCE y la inversión de la OTAN en el Afganistán. Se trata de un gran motivo de preocupación, independientemente de quien gobierne.

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