Cuando los economistas nos hablan de amor

LONDRES – La novena conferencia ministerial de la Organización Mundial del Comercio, celebrada en diciembre en Bali, nos dejó un modesto paquete de medidas de estímulo al comercio internacional; en un plano más general, quedó demostrado el valor del multilateralismo de la OMC al evitarse un masivo incremento de las barreras comerciales, a diferencia de lo que sucedió en 1929‑1930, cuando el proteccionismo contribuyó a profundizar y extender la Gran Depresión. Pero sigue en pie la gran pregunta: ¿es buena la globalización? Y si lo es, ¿para quiénes?

La esencia de la globalización (el libre comercio) se basa en la teoría de las ventajas comparativas, según la cual el comercio internacional siempre es provechoso, incluso para un país que fuera capaz de producir cada uno de los bienes a menor costo (en términos de mano de obra y recursos) que todos los demás países.

El ejemplo de manual, según lo plantea el premio Nobel Paul Samuelson, es este: hay un pueblo donde el mejor abogado es también el mejor mecanógrafo. Supongamos ahora que es mejor como abogado que como mecanógrafo. Entonces conviene que se dedique exclusivamente al derecho y deje la mecanografía para su secretaria; así, los dos ganarán más dinero.

El mismo razonamiento se aplica a los países: cada uno debe especializarse en producir aquellos bienes en cuya producción es más eficiente, en vez de producir un poquito de cada cosa, ya que con el primer método disfrutará de una renta más alta.

Para los economistas, entender la teoría de las ventajas comparativas es prueba de competencia profesional. Pero ¿estarán tan equivocados los incompetentes, por ejemplo, el hombre de la calle que piensa que comprar mercadería barata a China provoca la destrucción de empleos en Occidente?

Aunque Samuelson dijo que la teoría de las ventajas comparativas era la más bella de la economía, hacia el final de su vida cambió de opinión: el libre comercio, afirmó entonces, funciona bien sólo si la tecnología no cambia. Porque si países como China pueden combinar bajos salarios y tecnología occidental, entonces el comercio con China impulsará una baja de salarios en Occidente. Es cierto que Occidente podrá obtener bienes a menor precio, pero como explica Samuelson, “poder comprar productos un 20% más baratos en Wal-Mart no siempre compensa la pérdida de salarios”.

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Y podría haber añadido: la compra de bienes más baratos tampoco compensa las muchas otras cosas buenas de la vida que se sacrifican en aras de la eficiencia. El argumento a favor del libre comercio es un argumento a favor del bienestar, pero de un bienestar definido exclusivamente en términos monetarios. El tiempo es dinero: cuanto más dinero pueda uno exprimirle a una hora de trabajo, tanto mejor. Pero ¿qué hay de todas las cosas que a uno le gusta hacer o que considera valiosas y que no maximizan las ganancias?

El economista responderá que cuanto más eficiente sea una persona en el trabajo, más tiempo tendrá para todo lo demás. El problema es que pensar el bienestar en términos monetarios puede llevarnos también a pensar que pasar tiempo con los amigos o haciendo el amor supone un “costo de oportunidad” (dinero que se deja de ganar por no dedicar ese tiempo a trabajar) en vez de un beneficio.

La idea de maximizar el valor monetario del tiempo es más que razonable en el caso de un país pobre, donde un uso ineficiente del tiempo puede ser sinónimo de hambre. Después de todo, el sentido del desarrollo económico es reducir el costo de la ineficiencia. Pero el problema es que los economistas, que no se dan cuenta de que sus razonamientos no son tan válidos en el caso de los países ricos, insisten en querer aplicarlos a cada vez más áreas de la vida.

Por ejemplo, ha surgido un fértil campo de investigación llamado “externalización (o tercerización) de la vida privada”, según el cual, pagarle a otra persona para que se ocupe de doblar tus medias es un modo de maximizar tus propias ganancias (y las de tu nuevo asistente). Cuando los economistas Jon Steinsson y Emi Nakamura eran todavía estudiantes de posgrado y no tenían un centavo, pidieron dinero prestado para pagar a otras personas por hacer sus tareas hogareñas, sobre el supuesto de que “dedicar una hora más a trabajar en un artículo de investigación aumentaría más sus ganancias previstas a lo largo de la vida que dedicar esa misma hora a pasar la aspiradora”.

Del mismo modo, los economistas Betsey Stevenson y Justin Wolfers, pioneros de la “economía del amor”, señalan el sistema impositivo como motivo por el cual decidieron no casarse. Y antes de tener a su hija, también hicieron un análisis de costo/beneficio. Como explica Wolfers:

“El principio de la ventaja comparativa nos dice que los beneficios del intercambio se maximizan cuando las habilidades y dotaciones del socio comercial son muy diferentes de las propias. Yo soy un economista formado en Harvard, especializado en investigación empírica de la cuestión laboral, ratón de biblioteca con poco sentido práctico; Betsey es una economista formada en Harvard, especializada en investigación empírica de la cuestión laboral, ratón de biblioteca con poco sentido práctico. Con habilidades tan parecidas, los beneficios del intercambio no son tan grandes. Excepto cuando se trata de criar a un bebé. En eso, Betsey tiene un par de, ejem, dotaciones que implican una ventaja en el área de insumos entrantes. Lo cual implica que yo me haga cargo de los productos salientes”.

Como didácticamente aclara Stevenson: “y de hecho los varones pueden ser bastante buenos cambiando pañales”.

Llegados a este punto, es probable que los lectores no versados en economía comiencen a ponerse un poco incómodos. Seguramente alguno protestará: “pero yo disfruto de hacer montones de cosas que no maximizan mi poder adquisitivo”. Sin embargo, tan pronto como se acepta la premisa de que la racionalidad consiste en tratar de maximizar la utilidad propia (definida en términos de consumo, y tomando el dinero como medio de maximizarlo), la lógica del economista se vuelve irrefutable.

Entonces, tendremos que admitir que es irracional tener largas conversaciones con amigos, si para ello tenemos que robarle tiempo a, por ejemplo, desarrollar un software nuevo (a menos que la conversación nos ayude a desarrollarlo). En el caso de Wolfers, el hecho de que la actividad que le permite ganar más dinero (la economía) sea también lo que más disfruta hacer es una mera coincidencia.

Toda esta argumentación desnuda dos visiones del mundo opuestas: una en la que el tiempo es un costo, la otra en la que es un beneficio. Para quienes piensan que es un costo, dedicar tiempo a disfrutar es una oportunidad perdida; pero para quienes piensan que es un beneficio, es parte de llevar una buena vida. Puestos a elegir entre ambas visiones, sería bueno que al menos tengamos en claro lo que está en juego.

Traducción: Esteban Flamini

https://prosyn.org/XQEUgTIes