BERKELEY – No importa qué indicadores económicos consideremos, esta es una época de desilusión. En Estados Unidos, el 7,2 % de la fuerza laboral disponible está ociosa; la brecha del empleo aumenta en Europa y se prevé que superará a la estadounidense para fines de este año. Es importante entonces dar un paso atrás y recordarnos que la «década perdida» que actualmente sufrimos no constituye nuestro destino económico de largo plazo.
Como nos lo recordara recientemente Paul Krugman, tal vez haya sido John Maynard Keynes quien mejor lo describió:
«Esta es una pesadilla que desaparecerá en la mañana. Ya que los recursos de la naturaleza y los dispositivos humanos son tan fértiles y productivos como antes. Nuestros avances para solucionar los problemas materiales de la vida no han perdido velocidad. Somos tan capaces como antes de lograr que un elevado nivel de vida para todos –elevado respecto del de, digamos, hace 20 años– y pronto aprenderemos a alcanzar un nivel todavía más alto. No habíamos sido defraudados antes. Pero hoy nos hemos sumergido en un enredo colosal, nos equivocamos en el control de una delicada máquina, cuyo funcionamiento no comprendemos. El resultado es podemos desperdiciar nuestras posibilidades de riqueza durante un tiempo».
Pero, ¿cuál es nuestro destino económico de largo plazo? Keynes anticipaba una época, tal vez 2050, cuando todos (al menos en Inglaterra) podrían tener el nivel de vida de un Keynes. Y, como imaginaba que ninguna persona en su sano juicio podría desear más de lo indispensable, comodidades y lujos de la vida a los que accedía un Keynes, el problema económico estaría resuelto.
Somos más sabios –y tal vez estemos más descorazonados– que Keynes. Sabemos que queremos reemplazos de cadera y trasplantes de corazón, tratamientos de fertilidad y viajes aéreos baratos, calefacción central e Internet con banda ancha, y acceso exclusivo a la playa desde nuestras casas. Ya casi todos en la región del Atlántico Norte tienen comida suficiente para evitar el hambre, vestimenta suficiente para evitar el frío y refugio suficiente para estar protegidos. Pero, sin embargo, queremos más, nos enojamos cuando no lo tenemos, y somos lo suficientemente conscientes como para saber que los lujos se convierten en comodidades, y luego en necesidades –y que tenemos una excelente capacidad para inventar nuevos lujos a los cuales aspirar.
Ciertamente el problema económico, entonces, nos acompañará durante un largo tiempo. Pero al menos podemos contar con la capacidad de generar una sociedad relativamente igualitaria de clase media mientras avanzamos penosamente hacia nuestra utopía consumista, ¿verdad?
Fue Karl Smith, de la Universidad de Carolina del Norte, quien me explicó que probablemente esto no sea así. La prolongada bonanza posterior a la Revolución Industrial, que llevó los salarios de los trabajadores no cualificados a valores antes impensables –y mantuvo a esa gente a una distancia salvable (o, al menos, soñable) de los niveles de vida de los ricos y famosos– no es necesariamente una buena representación de lo que vendrá.
Para crear riqueza son necesarias ideas sobre cómo dar forma a la materia y la energía, energía adicional para llevar a cabo esa tarea, y medios para controlar el proceso mientras se implementa. La Revolución Industrial trajo ideas y energía a la mesa, pero los cerebros humanos continuaron siendo los únicos medios eficaces de control. A medida que la energía y las ideas se abarataron, los cerebros humanos, que eran sus complementos, se valorizaron.
Pero, a medida que avanzamos hacia un futuro de inteligencia artificial, que observadores como Kevin Drum esperan (o incluso la imbecilidad artificial que claramente ya está disponible), y hacia un futuro de biotecnología que se crea a sí misma de la misma forma que los sistemas biológicos, ¿no dejarán los cerebros humanos de ser los únicos medios valiosos de control?
Esto no necesariamente significa que los niveles de vida de los trabajadores «no cualificados» vayan a caer en términos absolutos: los mismos factores que reducen el valor de los cerebros humanos bien ser igualmente eficaces para reducir los costos de las necesidades, las comodidades y los lujos. Pero la riqueza probablemente fluya hacia los propietarios de las ideas productivas –o, tal vez, de las ideas de moda– y hacia los propietarios de aquello que solo pueda ser imitado con gran dificultad y a un costo elevado, incluso con medios de control baratísimos, energía baratísima, y montones de ideas.
La lección es evidente: el mercado no garantiza por su naturaleza la producción de un futuro de largo plazo caracterizado por un nivel razonable de desigualdad de la riqueza y pobreza relativa. A menos que aceptemos esto completamente, y hasta que lo hagamos, seguiremos a merced de la «delicada máquina» de Keynes que tan poco entendemos.
Traducción al español por Leopoldo Gurman.
BERKELEY – No importa qué indicadores económicos consideremos, esta es una época de desilusión. En Estados Unidos, el 7,2 % de la fuerza laboral disponible está ociosa; la brecha del empleo aumenta en Europa y se prevé que superará a la estadounidense para fines de este año. Es importante entonces dar un paso atrás y recordarnos que la «década perdida» que actualmente sufrimos no constituye nuestro destino económico de largo plazo.
Como nos lo recordara recientemente Paul Krugman, tal vez haya sido John Maynard Keynes quien mejor lo describió:
«Esta es una pesadilla que desaparecerá en la mañana. Ya que los recursos de la naturaleza y los dispositivos humanos son tan fértiles y productivos como antes. Nuestros avances para solucionar los problemas materiales de la vida no han perdido velocidad. Somos tan capaces como antes de lograr que un elevado nivel de vida para todos –elevado respecto del de, digamos, hace 20 años– y pronto aprenderemos a alcanzar un nivel todavía más alto. No habíamos sido defraudados antes. Pero hoy nos hemos sumergido en un enredo colosal, nos equivocamos en el control de una delicada máquina, cuyo funcionamiento no comprendemos. El resultado es podemos desperdiciar nuestras posibilidades de riqueza durante un tiempo».
Pero, ¿cuál es nuestro destino económico de largo plazo? Keynes anticipaba una época, tal vez 2050, cuando todos (al menos en Inglaterra) podrían tener el nivel de vida de un Keynes. Y, como imaginaba que ninguna persona en su sano juicio podría desear más de lo indispensable, comodidades y lujos de la vida a los que accedía un Keynes, el problema económico estaría resuelto.
Somos más sabios –y tal vez estemos más descorazonados– que Keynes. Sabemos que queremos reemplazos de cadera y trasplantes de corazón, tratamientos de fertilidad y viajes aéreos baratos, calefacción central e Internet con banda ancha, y acceso exclusivo a la playa desde nuestras casas. Ya casi todos en la región del Atlántico Norte tienen comida suficiente para evitar el hambre, vestimenta suficiente para evitar el frío y refugio suficiente para estar protegidos. Pero, sin embargo, queremos más, nos enojamos cuando no lo tenemos, y somos lo suficientemente conscientes como para saber que los lujos se convierten en comodidades, y luego en necesidades –y que tenemos una excelente capacidad para inventar nuevos lujos a los cuales aspirar.
Ciertamente el problema económico, entonces, nos acompañará durante un largo tiempo. Pero al menos podemos contar con la capacidad de generar una sociedad relativamente igualitaria de clase media mientras avanzamos penosamente hacia nuestra utopía consumista, ¿verdad?
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Fue Karl Smith, de la Universidad de Carolina del Norte, quien me explicó que probablemente esto no sea así. La prolongada bonanza posterior a la Revolución Industrial, que llevó los salarios de los trabajadores no cualificados a valores antes impensables –y mantuvo a esa gente a una distancia salvable (o, al menos, soñable) de los niveles de vida de los ricos y famosos– no es necesariamente una buena representación de lo que vendrá.
Para crear riqueza son necesarias ideas sobre cómo dar forma a la materia y la energía, energía adicional para llevar a cabo esa tarea, y medios para controlar el proceso mientras se implementa. La Revolución Industrial trajo ideas y energía a la mesa, pero los cerebros humanos continuaron siendo los únicos medios eficaces de control. A medida que la energía y las ideas se abarataron, los cerebros humanos, que eran sus complementos, se valorizaron.
Pero, a medida que avanzamos hacia un futuro de inteligencia artificial, que observadores como Kevin Drum esperan (o incluso la imbecilidad artificial que claramente ya está disponible), y hacia un futuro de biotecnología que se crea a sí misma de la misma forma que los sistemas biológicos, ¿no dejarán los cerebros humanos de ser los únicos medios valiosos de control?
Esto no necesariamente significa que los niveles de vida de los trabajadores «no cualificados» vayan a caer en términos absolutos: los mismos factores que reducen el valor de los cerebros humanos bien ser igualmente eficaces para reducir los costos de las necesidades, las comodidades y los lujos. Pero la riqueza probablemente fluya hacia los propietarios de las ideas productivas –o, tal vez, de las ideas de moda– y hacia los propietarios de aquello que solo pueda ser imitado con gran dificultad y a un costo elevado, incluso con medios de control baratísimos, energía baratísima, y montones de ideas.
La lección es evidente: el mercado no garantiza por su naturaleza la producción de un futuro de largo plazo caracterizado por un nivel razonable de desigualdad de la riqueza y pobreza relativa. A menos que aceptemos esto completamente, y hasta que lo hagamos, seguiremos a merced de la «delicada máquina» de Keynes que tan poco entendemos.
Traducción al español por Leopoldo Gurman.